Al parecer el Celtiberia
Show de este bendito verano se ha propuesto prolongar su divertido programa
de variedades hasta las próximas navidades.
Al scoop de esa
buena señora que involuntariamente ha visto elevado a la categoría de “obra de
arte” el zurcido pictórico que le hizo del Ecce Homo de su pueblo, se le acaba
de unir el regocijo, provocado por los jadeos digitales de una concejal
manchega, de ese abundante fenotipo nacional, bajito y con mala leche, que es
el típico “salido” de las películas de Alfredo Landa.
Como ya estoy harto de la serie interminable de columnas,
comentarios, tertulias, etc, conteniendo los más aburridos y previsibles
enfoques y “análisis” del hecho, me he propuesto añadir el mío, pero apoyándome
esta vez para ello un diálogo de Platón.
En él, el sabio sofista Protágoras, en su charla con Sócrates,
nos ofrece la maravillosa historia de la creación de los seres mortales por Zeus, en el curso de la cual, además, hace su
aparición, en una de las primeras transgresiones del orden establecido que se
conocen, un ocurrente sujeto lleno de iniciativa llamado Prometeo.
Dejadme que os lo cuente, y enseguida entenderéis porqué, en
mí humilde opinión, viene a cuento de la anécdota erótica de marras.
Resulta que un día en el que Zeus se encontraba especialmente inspirado,
el destino le sugirió la idea de crear a las especies mortales (ojo ya para empezar, con el adjetivo que emplea el tal
Protágoras) que no existían hasta entonces. Y así, él y sus once secuaces, los
dioses del Olimpo, emprendieron la tarea en el “interior de la tierra,
mezclando el fuego y la tierra y todo lo que se mezcla con el fuego y la tierra”.
Más tarde, y llegado el momento de sacarlos a la luz,
encargaron a dos titanes, o sea a dos descendientes de los antiguos dioses a
los que Zeus y su equipo olímpico habían mandado al paro, Prometeo (el previsor) y Epimeteo (el imprevisor), que se pusieran a
ordenar y distribuir la cualidades y capacidades disponibles entre los seres
recién creados, como los dioses mandan.
Epimeteo, que era más joven e inexperto, le pidió
insistentemente a su hermano mayor que le dejase hacer el trabajo, y que, una
vez realizado este, viniese él a controlar el resultado. Prometeo se dejó
convencer y, sin más, empezó el reparto.
En él, el joven titán equilibró las cualidades de manera que,
por ejemplo, dotaba de velocidad a los débiles y de fuerza sin rapidez a los
otros. A unos les proporcionaba garras y otras armas, y a los que les daba una
naturaleza sin ellas les proporcionaba otras capacidades de supervivencia.
A los pequeñitos los equipaba con alas para poder huir, o un
seguro refugio bajo tierra. A los de talla más grande, esa condición les
garantizaba la existencia, de forma que todos se compensaban. Y lo hizo de esta
manera para evitar que ninguna especie mortal, o si lo preferís viviente, pudiera ser aniquilada, tras
garantizarles que mediante el recurso de la huida se evitaba la destrucción mutua.
Además, para protegerlas de las estaciones creadas por Zeus,
les proveyó de pelajes densos y pieles gruesas, no solo para defenderse del
frío sino también para aislarse del calor, además de servirles de colchón
adaptado a cada una de ellas. También los calzó con pezuñas o almohadillas mullidas
desprovistas de sangre.
A continuación les procuró alimentos. A unos la hierba de la
tierra, a los otros los frutos de los árboles y unos terceros las raíces. Hubo
a quienes les dio como alimentos la carne de otros animales, y a esos les
acordó una progenitura más escasa, mientras que a sus presas les dio una prole
más numerosa, garantizando así la salvaguardia de la especie.
Sin embargo, como Epimeteo no era lo que se dice un sabio,
distribuyó absolutamente todas las cualidades entre las especies animales,
dejando a la pobre especie humana sin un mísero don divino. Al darse cuenta de
su descuido no supo qué hacer, y justo cuando se encontraba desesperado
apareció Prometeo para revisar el reparto.
Pronto vio que todos los mortales vivían armoniosamente
provistos de todo lo necesario menos el hombre que, desnudo, carecía de zapatos,
de piel y de armas. El hombre no tenia nada, ni para alimentarse, ni para
protegerse del frío o del calor. Su destino estaba trazado. Perecería en cuanto
saliese de la tierra para vivir en la luz.
No sabiendo como preservar al hombre, Prometeo decidió robar las
habilidades de Hefaistos, el dios herrero (las artes del fuego) y de Athena, la
diosa de los artesanos y artífices (las otras artes). Y así sería como le haría
ese regalo al hombre. De esa forma, pues, el hombre adquiriría los saberes de
la vida, pero no el saber político, que estaba en posesión de Zeus.
Para llevar a cabo su propósito, Prometeo descartó entrar en
la Acrópolis que habitaba Zeus y estaba vigilada por su temibles guardaespaldas,
y penetró en el taller en el que Hefaistos y Athena desarrollaban juntos sus
artes. Allí robó el arte de servirse del fuego, además del fuego (y sin poseer
fuego no habría modo para nadie de adquirirlo, ni de utilizarlo), el resto de
las artes y regaló todo a los hombres.
Y es de ese hecho del que se derivan las comodidades de la
vida que goza la especie humana y también, más tarde, la persecución de
Prometeo por un robo instigado por Epimeteo, y la que se le vino encima.
Como el hombre se había hecho de esta forma con una parte de
los privilegios de los dioses, fue el primero de los vivientes en reconocerlos y
comenzó a levantar altares y estatuas en su honor. Después, gracias al arte
correspondiente, no tardó en comenzar a emitir sonidos articulados y palabras.
Además inventó las casas, los vestidos, el calzado y los
alimentos procedentes de la tierra. Así equipados, al principio, los hombres
vivían dispersos; no tenían ciudades, sucumbiendo a menudo ante las bestias
feroces, teniendo en cuenta que su habilidad de artesanos les resultaba
suficiente para asegurar la alimentación, pero no lo era para sostener una
guerra contra esas bestias feroces.
En efecto, aun no poseían el arte político del que se derivaba
el arte de la guerra. Intentaban
juntarse a veces fundando
ciudades para asegurar su salvaguardia, pero pronto se portaban de forma
injusta los unos con los otros, dado que no tenían el arte político,
dispersándose entonces de nuevo y pereciendo.
Zeus, temiendo que aquellos hombres que levantaban estatuas y
altares en su honor, acabasen aniquilándose, envió a su mensajero Hermes para
aportarles los bienes del aidôs o el Pudor
(o la Vergüenza, o la Discreción, o la Dignidad, o el Sentido del Honor que
vienen a ser todos lo mismo. ¿vais pillando?) y del dikê o la Justicia, (o la Norma, o la Regla) para constituir el
orden de las ciudades y los lazos de amistad que uniesen a los hombres.
Hermes preguntó entonces a Zeus cómo debía repartir esto
nuevos dones entre los hombres. “¿Debo distribuirlos como se ha hecho con las
otras artes? ¿Por ejemplo, para que un solo hombre poseedor del arte de la
medicina atendiese a un gran número de profanos, al igual que ocurría con el
resto de las profesiones?¿Es así como debo establecer el sentimiento del
Derecho y del Pudor en la humanidad?¿O es necesario que los distribuya
indistintamente entre todos?”
“Repártelos indistintamente entre todos y que todos tomen
parte de esos sentimientos” replicó Zeus; “ya que no podría haber ciudades si
solamente un pequeño número de hombres gozasen de ellos, como ocurre con el
resto de las disciplinas”. “Además, instaura en mi nombre la siguiente ley: Se ajusticiará como si fuese una enfermedad
para la ciudad a todo hombre que se muestre incapaz de participar del
sentimiento del Pudor y del Derecho.”
Lo que le ocurrió a Prometeo, y sobre todo a su hígado, cuando
lo pilló Zeus, es materia para otra charla. Pero lo que hemos visto que
Protágoras le contó a Sócrates es algo sobre lo que merece la pena reflexionar.
Siempre me tuve por un ser muy pudoroso. A veces tuve dudas de
si no sería incluso un poco pudibundo (que si bien entonces no sabía exactamente
lo que podría significar eso en realidad, me sonaba fatal). Sin embrago, en eso
como en casi todo sufrí una transformación radical.
Hasta el extremo de sostener hoy, sin miedo a que me caiga la
mundial, que el Pudor, o la Vergüenza, lejos de ser el la máscara que oculta
aquello que no nos gusta de nosotros mismos y escondemos a los demás, es, por
el contrario, el escudo con el que salvaguardamos aquello que tiene más valor
para cada uno. Lo que le define como individuo. Lo que no comparte con nadie. O
sea de su Intimidad.
Ahí es donde residen, por ejemplo, las preferencias sexuales y
religiosas, que los impúdicos triunfantes
de hoy pretenden expropiar y exhibir. Y es que en esos dos ámbitos, sin ir más
lejos, los demás no tienen ningún pito que tocar ya que, por su propia naturaleza,
no son materia opinable.
El Pudor señala la frontera donde cada cual decide que se
interrumpe su relación directa o indirecta con los demás. Si esa frontera
desapareciera, nosotros desapareceríamos
también para convertirnos en ellos. O
sea, en nada.
Protágoras nos cuenta que Zeus sabe que será imposible una ciudad
regida solo por profesionales, como los zapateros o como los médicos. Una ciudad
sin ciudadanos individuales. La
ciudad es inviable si cada uno de sus habitantes no posee, de manera propia e
íntima, la idea de una Justicia que oriente sus decisiones para no lesionar a
sus semejantes.
El Sentido del Honor; la Dignidad; el Respeto y el Amor Propio,
que son fundamentos individuales, son los muros con los que el Pudor protege aquello
que nos distingue.
La ausencia de Pudor, de Vergüenza, fue proclamada
entusiásticamente como virtud
transgresora, justo cuando la verdadera transgresión pasó de ser una
valiente postura moral frente a los totalitarios y los intolerantes, a convertirse
en una actitud grotesca y barata, cuando no gratuita. Al día siguiente, esa festejada
actitud se convirtió en el certificado de defunción del Pudor del que nos
hablaba Protágoras.
¿Qué clase de pecado original tratará de perdonarse a sí mismo
el nudista que acude, no a un rincón apartado de la vista pública en el que
poner su anatomía en contacto directo con el aire y el sol, sin trapos
intermedios ni testigos, sino a lugares sociales, en los que poder proclamar públicamente su “triunfo sobre el
pecado del Pudor”?
Lugares en los que, como si se tratase de una asociación de
alcohólicos anónimos, se practica la esterilización colectiva de la emoción
provocada por esa maravilla única que es el desnudo humano, hasta convertirse
en una aburrida kermesse de eunucos post-modernos en pelota. Desnudo humano,
por cierto, que tan homenajeado fue, por estúpidos “reaccionarios” como Fidias,
Praxíteles y el resto de los artistas conciudadanos de Protágoras,
Esa es la victoria de los im-púdicos.
Esto es, la de los sin-vergüenzas.
Hoy en día, a la impudicia
se la presenta como el paradigma de la sinceridad.
Como el arma definitiva contra la hipocresía. Curiosamente, el supuesto derribo
de un tabú privado: el Pudor, ha dado
lugar a la entronización de uno nuevo
ídolo colectivo: la Sagrada Información. ¡Bravo! ¡Todo un triunfo de la
desmitificación!
¡La obscenidad mediática es la nueva
conquista del pueblo! ¡Gracias Güiquilics!
Por otro lado, este delirio está dando lugar a curiosos fenómenos
de compensación, que están proporcionando opíparos beneficios a industrias tan
improbables hasta hace cuatro días, como las fábricas de esos pasamontañas que
adquieren abundantemente los manifestantes, okupas, atracadores, terroristas o
policías, todos los cuales necesitan neutralizar tanto escrutinio (de escrutar) divulgador, ya que les va el pellejo en el
asunto.
Igualmente, los recursos tecnológicos proporcionan las nuevas
hojas de parra de toda la vida de dios, pero digitales, para ocultar
determinadas intimidades, (como los rostros de los niños, policías, testigos
protegidos, etc,) del insaciable afán revelador imperante. Son, en cierto modo,
patéticos eufemismos del Pudor, que no hacen sino demostrar su
indispensabilidad.
El Pudor es algo basado siempre en unos principios, por eso es
una manifestación moral. Y la primera condición que define a la moral es su
carácter privado, individual. Una
moral colectiva es la de una secta. O de su avatar, la ideología.
Y, a pesar de que los profetas de esas cosas suelan
presentarse como amorales, no engañan a nadie; conocemos la monserga. “El camino más corto para acabar con la
inmoralidad es la abolición de toda moral”. Sin moral alguna no puede haber
inmorales. Claro, solo hay amorales, que son los mismos inmorales de siempre,
pero con coartada. De igual modo, el “triunfo” sobre la mentira se consigue
haciéndola imposible. Esto es,
aboliendo definitivamente la verdad.
¡Puro relativismo, chato. Puro bigbroder!
Si a eso añadimos los actuales medios técnicos, al alcance hoy
de cualquier analfabeto y capaces de demoler los vulnerables tabiques que
deberían proteger nuestra intimidad, el resultado es la grotesca pelotera que acabamos
de presenciar, con la exhibición pública de la intimidad de una persona, por
más reproches de imprudencia que se puedan hacer a su gozosa iniciativa (por
cierto, habría que ver esos reproches serían los mismos si Olvido no fuera
joven y hermosa).
En mi opinión, la actitud del impúdico tarado que haya podido
difundir las intimidades de Olvido, me inspira la de quien entra descojonándose
en una cafetería con un cinturón explosivo, pero no para vengar algo o reivindicar
cualquier cosa, no, no… como terrorismo en estado puro.
Simplemente para hacer una risas.
PS
Se me olvidó indicaros que la foto de arriba muestra al pueblo
soberano de Yébenes esperando a su concejala para llamarla “puta”, “guarra” y “zorra”.
Como dios manda.
Bueno, en realidad no es culpa de la concejala que le robaran su intimidad. El pudor, tienes toda la razón, es un misterio y me encanta como lo abordas. El gusto y el asco son dos misterios pero el pudor es ya un laberinto... ¡totalmente humano! Cuanto más humano eres, más púdico. El pobre enfermo de Alzheimer en sus últimos estadios carece de pudor a medida que la enfermedad le destruye el cerebro y lo deshumaniza. Los niños son impúdicos y a medida que va creciendo su personalidad se vuelven más púdicos, y no sólo con su desnudez sino que aprenden a tener sus secretos, su caja de los tesoros como la de Marcelino Pan y Vino que guardaba en ella un cordel, una pata de gallina, un naipe... El pudor es, como tú dices, el abismo que separa mi yo de los demás. Difícil decirlo mejor que tú.
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