Política 1 f. Arte y actividad de gobernar un país, así
como conjunto de actividades relacionadas con la lucha por el acceso al
gobierno.
Esta es la definición que doña María Moliner hace constar en
su Diccionario del uso del español.
La autoridad que yo reconozco a este extraordinario
diccionario (o “tumbaburros”, como lo denominaba acertadamente mi abuelo
Anselmo), queda glosada con exactitud en la nota necrológica que le dedicó a la
autora Gabriel García Márquez, al que, si bien no es santo de mi devoción en
términos ideológicos, habrá que reconocer que de literatura sabe algo :
‟María
Moliner — para decirlo del modo más corto — hizo una proeza con muy pocos
precedentes : escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más
completo, mas útil, mas acucioso y más divertido de la lengua castellana. Se
llama “Diccionario de uso del español”,
tiene dos tomos de casi tres mil páginas en total, que pesan tres kilos y viene
a ser, en consecuencia, más de dos veces más largo que el de la Real Academia
de la Lengua, y — a mi juicio — más de dos veces mejor”.
Pero no son los mal reconocidos méritos
de esta admirable mujer los que me llevan a redactar el comentario de hoy, sino
los términos precisos en los que define el concepto de política y sus
desempeños, y la interpretación que hoy hace de él el común de los ciudadanos. No
sólo en España sino en el conjunto de los países que se definen como desarrollados.
El Politikós
de los griegos, origen del concepto, era considerado una rama de la moral. Aquella que se ocupaba de la práctica de la vida
en común de los ciudadanos, u “hombres libres”,
y de los conflictos inevitables que esa convivencia genera.
El ejercicio del poder era considerado
por aquellos primeros demócratas como la mejor manera de ordenar la sociedad, y
de servir a la aspiración transcendente de alcanzar al bienestar común. Esta
aspiración debería alcanzarse en virtud de la participación activa de los
ciudadanos, en cuanto a la distribución de ese poder, para su mejor ejercicio
en pos del mencionado bien común.
Y es ahí, precisamente en este último
aspecto, donde reside la madre del cordero.
La moral,
habrá que repetirlo una vez más, no es un
código colectivo; es un imperativo individual que nos ayuda a la hora de
tomar las decisiones que nos definen como seres libres.
En consecuencia, la política, o se sea
esa rama de la moral, es algo que
concierne a los individuos de acuerdo con sus principios, y no a los mecanismos que estos decidan
utilizar para distribuir y encomendar el ejercicio ejecutivo del poder.
Sin embargo, lo que ocurre actualmente
es que la política, como precisa Moliner en su definición, es algo
exclusivamente destinado al conjunto de actividades relacionadas con la
lucha por el acceso al gobierno. Es decir una actividad ejercida, al margen
de los individuos, por unas instituciones privadas llamadas partidos políticos.
Fuera de ese ámbito, en el que el ejercicio de la política
se encuentra secuestrado, los ciudadanos asumen el papel de meros espectadores
y agentes pasivos, como si el ejercicio del poder, o sea la herramienta, constituyese la
finalidad última de la política.
En los asfixiantes debates políticos actuales, que los
ciudadanos presencian como si se tratase de una competición deportiva llena de
participantes tramposos, no se trata de principios ideológicos que analicen la
evolución de la sociedad y propongan nuevos planteamientos para avanzar en la
eterna aspiración a una vida mejor.
Lo único que parece estar en juego son las miserables
parcelas de poder que se disputan dos o tres clubs privados a los que los
asistentes al espectáculo otorgan sus aplausos o silbidos, inspirados estos
únicamente por el propio fenómeno del enfrentamiento y basados fundamentalmente
en fidelidades desproporcionadas y gratuitas, u odios reconcentrados y sin más
fundamento que el de un resentimiento mostrenco y tribal.
Los intelectuales han dimitido de su responsabilidad de
explorar en la naturaleza de las relaciones entre los individuos, como lo
hicieron hace siglos, para proponer al entendimiento y el raciocinio de sus
congéneres el resultado de sus reflexiones, y contribuir con ellos a enriquecer
las opciones de las que estos disponen a la hora de decidir sobre su
propio destino.
El individuo parece haber renunciado a sus propias
aspiraciones, en el caso más que dudoso de que se haya parado a identificarlas
alguna vez, y se ofrece como materia inerte, cuyo peso solo revela la balanza
de unas elecciones, útil únicamente en la disputa de un poder real que solo
parece tener como objetivo el de su perpetuación.
En las sociedades desarrolladas, los miserables excesos
cometidos por quienes ejercen el poder representan actualmente el contenido
casi exclusivo de toda discusión política. Y, aparte de la nauseabunda
coreografía que ofrecen a diario, están consiguiendo que el malestar cívico,
mal identificado y casi inconsciente, sea manipulado por los múltiples profetas
de la oportunidad, que suelen aparecer siempre cuando el nivel de incompetencia
alcanza cotas como las actuales.
El círculo vicioso instalado en torno al ejercicio
inmoderado del poder, por parte de los que sufren (gozan) esa patología, y sus
cómplices, los míseros miembros de la masa, tiene muy mal arreglo.
Solo una labor pedagógica, seguramente heroica, que comience
por divulgar los conceptos más elementales de la convivencia y sus conflictos
entre las generaciones más jóvenes, podría romper ese universo perverso en el
que todo gravita en torno a los diversos gangs
de aquellos que se hacen obedecer. Los partidos políticos.
Cuando los freaks
grotescos, como esa versión fashion de Jesús Gil que es el ciudadano Bárcenas,
o ese ser humano disecado que se hace llamar Berlusconi, se han escapado de su
ecosistema natural de las barracas de feria, en las que han abandonado a la
pobre mujer barbuda o al entrañable hombre de las dos cabezas, y ocupan los
espacios públicos, no nos queda más alternativa que la de refugiarnos en
nuestra íntima indiferencia, o instalarnos en el tonel de Diógenes y esperar el
milagro de que por fin pase un hombre.
Aunque, a algunos, siempre nos quedará la
soledad acogedora del desierto. En Fuerteventura.