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martes, 26 de febrero de 2013

¡Pasen y vean!

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Política 1 f. Arte y actividad de gobernar un país, así como conjunto de actividades relacionadas con la lucha por el acceso al gobierno.

Esta es la definición que doña María Moliner hace constar en su Diccionario del uso del español.

La autoridad que yo reconozco a este extraordinario diccionario (o “tumbaburros”, como lo denominaba acertadamente mi abuelo Anselmo), queda glosada con exactitud en la nota necrológica que le dedicó a la autora Gabriel García Márquez, al que, si bien no es santo de mi devoción en términos ideológicos, habrá que reconocer que de literatura sabe algo :

‟María Moliner — para decirlo del modo más corto — hizo una proeza con muy pocos precedentes : escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, mas útil, mas acucioso y más divertido de la lengua castellana. Se llama “Diccionario de uso del español”, tiene dos tomos de casi tres mil páginas en total, que pesan tres kilos y viene a ser, en consecuencia, más de dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y — a mi juicio — más de dos veces mejor”.

Pero no son los mal reconocidos méritos de esta admirable mujer los que me llevan a redactar el comentario de hoy, sino los términos precisos en los que define el concepto de política y sus desempeños, y la interpretación que hoy hace de él el común de los ciudadanos. No sólo en España sino en el conjunto de los países que se definen como desarrollados.

El Politikós de los griegos, origen del concepto, era considerado una rama de la moral. Aquella que se ocupaba de la práctica de la vida en común de los ciudadanos, u “hombres libres”,  y de los conflictos inevitables que esa convivencia genera.

El ejercicio del poder era considerado por aquellos primeros demócratas como la mejor manera de ordenar la sociedad, y de servir a la aspiración transcendente de alcanzar al bienestar común. Esta aspiración debería alcanzarse en virtud de la participación activa de los ciudadanos, en cuanto a la distribución de ese poder, para su mejor ejercicio en pos del mencionado bien común.

Y es ahí, precisamente en este último aspecto, donde reside la madre del cordero.

La moral, habrá que repetirlo una vez más, no es un código colectivo; es un imperativo individual que nos ayuda a la hora de tomar las decisiones que nos definen como seres libres.
En consecuencia, la política, o se sea esa rama de la moral, es algo que concierne a los individuos de acuerdo con sus principios, y no a los mecanismos que estos decidan utilizar para distribuir y encomendar el ejercicio ejecutivo del poder.

Sin embargo, lo que ocurre actualmente es que la política, como precisa Moliner en su definición, es algo exclusivamente destinado al  conjunto de actividades relacionadas con la lucha por el acceso al gobierno. Es decir una actividad ejercida, al margen de los individuos, por unas instituciones privadas llamadas partidos políticos.

Fuera de ese ámbito, en el que el ejercicio de la política se encuentra secuestrado, los ciudadanos asumen el papel de meros espectadores y agentes pasivos, como si el ejercicio del poder, o sea la herramienta, constituyese la finalidad última de la política.

En los asfixiantes debates políticos actuales, que los ciudadanos presencian como si se tratase de una competición deportiva llena de participantes tramposos, no se trata de principios ideológicos que analicen la evolución de la sociedad y propongan nuevos planteamientos para avanzar en la eterna aspiración a una vida mejor.

Lo único que parece estar en juego son las miserables parcelas de poder que se disputan dos o tres clubs privados a los que los asistentes al espectáculo otorgan sus aplausos o silbidos, inspirados estos únicamente por el propio fenómeno del enfrentamiento y basados fundamentalmente en fidelidades desproporcionadas y gratuitas, u odios reconcentrados y sin más fundamento que el de un resentimiento mostrenco y tribal.  

Los intelectuales han dimitido de su responsabilidad de explorar en la naturaleza de las relaciones entre los individuos, como lo hicieron hace siglos, para proponer al entendimiento y el raciocinio de sus congéneres el resultado de sus reflexiones, y contribuir con ellos a enriquecer las opciones de las que estos disponen a la hora de decidir sobre su propio  destino.

El individuo parece haber renunciado a sus propias aspiraciones, en el caso más que dudoso de que se haya parado a identificarlas alguna vez, y se ofrece como materia inerte, cuyo peso solo revela la balanza de unas elecciones, útil únicamente en la disputa de un poder real que solo parece tener como objetivo el de su perpetuación.

En las sociedades desarrolladas, los miserables excesos cometidos por quienes ejercen el poder representan actualmente el contenido casi exclusivo de toda discusión política. Y, aparte de la nauseabunda coreografía que ofrecen a diario, están consiguiendo que el malestar cívico, mal identificado y casi inconsciente, sea manipulado por los múltiples profetas de la oportunidad, que suelen aparecer siempre cuando el nivel de incompetencia alcanza cotas como las actuales.

El círculo vicioso instalado en torno al ejercicio inmoderado del poder, por parte de los que sufren (gozan) esa patología, y sus cómplices, los míseros miembros de la masa, tiene muy mal arreglo.

Solo una labor pedagógica, seguramente heroica, que comience por divulgar los conceptos más elementales de la convivencia y sus conflictos entre las generaciones más jóvenes, podría romper ese universo perverso en el que todo gravita en torno a los diversos gangs de aquellos que se hacen obedecer. Los partidos políticos.

Cuando los freaks grotescos, como esa versión fashion de Jesús Gil que es el ciudadano Bárcenas, o ese ser humano disecado que se hace llamar Berlusconi, se han escapado de su ecosistema natural de las barracas de feria, en las que han abandonado a la pobre mujer barbuda o al entrañable hombre de las dos cabezas, y ocupan los espacios públicos, no nos queda más alternativa que la de refugiarnos en nuestra íntima indiferencia, o instalarnos en el tonel de Diógenes y esperar el milagro de que por fin pase un hombre.   


Aunque, a algunos, siempre nos quedará la soledad acogedora del desierto. En Fuerteventura.


miércoles, 20 de febrero de 2013

El circo de las pulgas

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Hace muchos años, el Profesor Max tenía en Mijas un carromato en el que exhibía su Gran Circo de las Pulgas. En carpas, lo que se dice carpas, gastaba muy poco el bueno del Profesor. La pista central ocupaba el espacio de un plato de postre. Sólo las grandes lupas parecían dar un cierto empaque técnico a aquel último sueño romántico, que la vida me ha permitido conocer.

El Gran Circo de la Pulgas del Profesor Max era pequeño. Pero no raquítico.

¿Qué extraño repliegue de mi inconsciente, un día como hoy, consigue que evoque este recuerdo, y que en su conmovedora estela me surja una reflexión sobre ese eructo regurgitado por lo que ya no son más que los residuos nauseabundos del cadáver de la izquierda, al que denomina "Los Premios Goya"?

Creo que conozco la razón pero, a pesar de lo fundado de mis sospechas, me niego a exponer aquí mí hipotética respuesta, sin la presencia de mi psicoanalista.

Esos personajes patéticos, que se autoproclaman representantes del llamado “mundo del cine”, sin que ninguno de sus colegas levante una mano para protestar ante semejante usurpación, han conseguido instaurar sus festividad victimista, como es preceptivo en cualquier minoría con ínfulas que se precie. Es su fiesta nacional. 

 Los Premios Goya. Torpe caricatura de los premios de la Academia Americana del Cine (lo que aquí sería un colegio profesional), cuyo raquitismo acomplejado corresponde con exactitud milimétrica a la talla de su cine, que no es el mío, de su “industria”, que yo financio, y de su analfabetismo, que pretenden hacerme sufrir. Cosa que consiguen a veces. Como hoy.

Por su parte, el suplemento dominical del diario ABC ha dedicado la entrevista de su último número a Almodovar. Ese narrador cinematográfico que ha logrado el prodigio de que unos chismes casposos, que las comadres del pueblo solían compartir en una cocina manchega, apasionen a un camionero de Nebraska. Y que, encima, le den un Oscar.

Y ¿qué nueva gracieta ha llevado a cabo nuestro perla preferido? Ninguna. Ya. No es por casualidad. Uno sabe algo sobre las dificultades de vender una revista, y de las exigencias que los encargados de marketing ponen sobre la mesa de redacción, antes elegir una portada. ¿Semana de los Premios? Pues está claro, en portada, Almodovar.

La bazofia contenida en las respuestas de este esbelto sujeto, solo se pueden leer en diagonal. Otra lectura sería causa garantizada de alguna grave dolencia intestinal.

La insignificancia de la colección de tópicos encadenados, con el peculiar lenguaje de erudito del Rastro que usa este nota, no merece ni un solo comentario más, si no es el de que resultan bastante ajustados, por otro lado, al nivel de un cuestionario que tampoco ganaría el Pulitzer.

Pero, hablando del acto…, el ingenio del presentador de un acontecimiento como la entrega de premios de los Oscars, es algo a lo que los autores americanos del invento le dan una importancia fundamental. Los americanos se toman muy en serio eso del humor.

Aquí, como siempre, no imitamos a nadie. Eso sería tanto como aprender. Y hasta ahí podíamos llegar. ¡Que alguien nos enseñe nada a nosotros! ¡Y más, unos ignorantes y patanes como los yanquis! ¡Aquí somos todos muy graciosos, hombre! Genéticamente.

Las crónicas del acto de entrega de premios, empiezan por dar cuenta de la actuación estelar de una payasa de la tele que se hace llamar Hache, quien tuvo a su cargo el mencionado papel de presentadora del mismo.

Esta pelagatos con traje de cola, a la que solo vi en una ocasión en la que me dejé deslizar por el vacío del zapping, es una versión muy terminada del contador de chistes de barra de bar, a la cual ella ha enriquecido con una clave innovadora, infalible entre el macherío. Consiste simplemente en salpimentar sus “ocurrencias” con algún ¡A tomar por saco!

Aunque parezca mentira, a estas alturas de la historia, un exquisito e ingenioso exabrupto de ese calibre enardece sin excepción al público masculino español, el cual celebra la gracia con grandes carcajadas y codazos cómplices, mientras se dicen unos a otros mirándose a los ojos ¡Esta tía es la hostia!

Feminismo de delicado pelaje, como se ve.

Pues bien, al parecer, esta representante genuina de los “acampados”, “indignados”, y otras especies asilvestradas, utilizó su sutil capacidad irónica para convencer a los ya convencidos, enumerando los horribles crímenes que están siendo cometidos por el gobierno y el partido fascista que lo sostiene.

Empezando por la cultura – por cierto, de crímenes contra la cultura debe saber un rato largo esta Carlota Corday de la sintaxis–. Y siguiendo con la salud pública, los hipotecados, los parados, los estudiantes, los trabajadores de Iberia y los oricios de Bañugues. Todos ellos temas estrechamente relacionado con el cine, como habréis comprobado. 

Naturalmente este comentario es cualquier cosa menos imparcial o ecuánime, como veis. Ni falta que le hace. ¿Que estoy generalizando de nuevo? Lo sé. Pero prometo solemnemente que en cuanto vea a alguno de los que no son estos, tener el coraje de enfrentarse a esa banda de tarados que les representan, empezaré a matizar.

¡Ah! Y tampoco he visto el bodrio. Que conste. Hablo temerariamente de memoria, tras leer cuatro titulares del acto en un periódico tendencioso de derechas. Pero…¿sinceramente creéis que hace falta algo más?¿tuvo lugar, acaso, alguna novedad en el guateque ese?

¡Nah! Todo lo que allí ocurrió se hizo siguiendo un guión escrito hace muchos años. Uno de esos guiones con los que rellena su papel de oposición la izquierda, mientras va pensando en un nuevo complot para hacerse con el poder que ha perdido democráticamente. Alguna Revolución en Asturias, o el aprovechamiento de algún acontecimiento siempre oportuno. Como algún 23 de Febrero. Como algún Prestige. Como algún 11 de Marzo.

Como decía el Zeja, aquel llorado portento político, “vamos a tener que tensionar la calle…”

Con relación al estilo del acto, estos prodigios tratan simplemente de calcar, a base de resentimiento o envidia, y sin haber entendido una sola palabra, al modelo odiado. Odiado por inalcanzable, al no estar en posesión del talento preciso ni de la capacidad de esfuerzo que requiere.

Después, viendo el resultado, y aunque se repiten cien mil veces “¡Somos los mejores!”, la frustración los hace verse como son en realidad, o sea, feos y no guapos; horteras y no elegantes; maleducados y no corteses; ignorantes y no cultos y grotescos y no ingeniosos.

Pero, como he dicho, ellos no imitan. Lo que hacen en realidad son fotocopias borrosas en blanco y negro. Aunque, eso sí, lo que han hecho muy bien estos saltimbanquis progres, desde su infancia, es conseguir vender en el exterior la imagen de una España, de vivienda protegida, asistenta chillona, y sarasa postmoderno, que todavía está bajo las garras del franquismo.

Franquismo construido y conservado durante cuarenta años, por cierto, por los abuelos de la mayor parte de esta peña, cuyas camisas azules reposan en el fondo del baúl, entre bolas de alcanfor. Por si acaso.

Y, por otro lado, ese público exterior, que tampoco se ha tomado aún el trabajo de enterarse que España es algo más que unas corridas de toros, unas semanas santas y unas playas atiborradas de horteras con abalorios y de espetos de sardinas, no contribuye mucho a que las cosas emprendan un itinerario simplemente normal.

En fin, pensándolo bien, tal vez sea mejor que estos macacos de feria sigan encerrados en su jaula de hojalata. Aunque sea solamente para recordarnos de forma evidente, el día de los Goyas, de qué se trata en realidad cuando hablamos de la izquierda, y a pesar tambien de lo caros que nos salen.

¡Cómo te echamos de menos, añorado Profesor Max…!

  



jueves, 7 de febrero de 2013

La ira del pintamonas

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En el rayo que no cesa del antisemitismo, un nuevo fulgor ha brillado en el periódico Sunday Times del pasado 27 de Enero, casualmente el día de la conmemoración mundial de la Shoah.

El famoso dibujante Gerard Scarfe, poco conocido aquí, pero una verdadera referencia en el mundo de la ilustración periodística inglesa, ha publicado un dibujo a toda página representando al Premier israelí  Benjamín Nethanyahu en caricatura, edificando un muro con una argamasa de sangre, en el que aparecen emparedadas una serie de víctimas con aspecto de árabes.

Hasta aquí, la anécdota no merecería más comentario, en general, que el referente al mal gusto demagógico de la imagen. Si no fuera porque esta contiene una carga ideológica cuya verificación es obvia, si se la pone al lado de otras imágenes bastante más antiguas, cuyos significados han quedado inscritos en la historia como las huellas gráficas del odio que ha dado lugar al mayor crimen colectivo de la humanidad.  (ver ahí arriba)

Por otro lado, el texto que acompaña al dibujo disipa cualquier duda sobre el fondo del discurso de su creador: “Will cementing the peace continue?”. Algo así como “¿Continuaremos construyendo la paz?”

Como era lógico las protestas no se hicieron esperar, y un grupo de diputados británicos, algunos de ellos de origen judío, señalaron oportunamente la relación de la sangre del dibujo con el ancestral y eterno mito antisemita del sacrificio ritual con sangre humana.

El jefe del Parlamento israelí, Reuven Rivlin ha remitido una carta a su homólogo británico, en la que le expresa su enérgica protesta. Por su parte el embajador de Israel en Londres, Daniel Taub, ha expresado asímismo su rechazo, al considerar que en este caso el Sunday ha ido mucho más allá de límites tolerables.

Los medios de prensa del estado israelí han denunciado el hecho, y el cotidiano Times of Israel asegura que el ex–Premier Tony Blair, que representa al Cuarteto para Próximo Oriente, ha declarado personalmente su descontento a Nethanyahu, en el curso de una reciente reunión.

Por otro lado, el patrón del Sunday Times, el magnate australiano de la prensa de sensación Rupert Murdoch, ha creído conveniente presentar sus excusas a través de la red de Twitter: “Gerard Scarfe no ha reflejado nunca las opiniones del  periódico. Sea como sea, debemos expresar nuestras más sinceras excusas por este dibujo grotesco y ofensivo”.

El redactor jefe del diario, Martin Ivens, ha declarado por su parte: “El periódico posee una larga historia en términos de la defensa del estado de Israel y de sus problemas, así como yo personalmente como editorialista”.

En cuanto al mencionado autor del dibujo, Scarfe, se trata de un experimentado caricaturista que colabora con ese medio desde los años sesenta, pero que en este caso, como se puede ver, no ha contado con la cobertura de sus patrones. Sí cuenta, sin embargo, con el apoyo de algunos de sus colegas, como es el conocido ilustrador del Guardian Steve Bell, quien ha declarado que la caricatura “no es un mal dibujo”.

Tampoco todo este recorrido de la noticia me parecería digno de ser comentado por sí mismo. Se trata, a mí juicio, de una controversia en la que los diferentes intereses de los participantes se manifiestan dentro de lo esperable en un asunto así.

La cuestión que sí me parece interesante es la reacción que todo ello ha suscitado entre el público.

Por un lado, una parte de ese público ha deplorado la publicación con manifestaciones relativas al pésimo gusto de la imagen, en relación con un tema tan sensible. Opinión benévola  que demuestra, por parte de quienes la sostienen, una ignorancia total sobre las permanentes “creaciones gráficas” similares que ilustran habitualmente, desde hace decenas de años, las publicaciones en todos los estados islámicos del área de Medio Oriente.

Pero donde el asunto se muestra más peliagudo es en el seno del colectivo de militancia antisemita del continente; en concreto el de Francia, Inglaterra y los Países Bajos, en el que se ha señalado inmediatamente la supuesta analogía existente entre este conflicto y las airadas reacciones  del mundo civilizado frente a las amenazas y atentados que sucedieron a la publicación hace tiempo de las famosas caricaturas del Profeta Mahoma.

Se da por hecho que, dentro de lo que a mí siempre me pareció una discriminación racista positiva, las sentencias de muerte, o fatwas, que decretan los responsables religiosos del Islam, responden a una respetable interpretación de la convivencia, cuyas diferencias con nuestros hábitos se deben a una específica forma mahometana de considerar la existencia, a la que por supuesto tienen todo su derecho los fieles de esa religión. ¡Faltaría más!

Es decir, que una protesta por más airada que esta sea, por parte de gobernantes, diplomáticos o profesionales de la comunicación, se asimila en plano de igualdad a una sentencia capital que obliga a todo creyente a contribuir en su ejecución. Y todo esto so pretexto de una libertad de expresión que nadie ha puesto en entredicho en este caso, dicho sea entre paréntesis.

Una vez más, los supuestos defensores de las leyes que regulan esa libertad  de expresión han dejado patentes sus limitaciones, en términos de sus conocimientos sobre la geometría del espacio.

Esto es, han vuelto a expresar su habitual visión de la ley del embudo.

viernes, 1 de febrero de 2013

...la cuerda.

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“... es producto del orgullo nacional, en una clase de gentes no habituadas al trabajo, y que viven de ciertos servicios, y no se avergüenzan de comer la sopa de los conventos. Literariamente es el pícaro, hombre que, sin ser verdaderamente criminal, pertenece al hampa; tiene pocos o ningunos escrúpulos, particularmente en proporcionarse medios de mantenimiento; es humano, buen creyente, aunque pecador; no está habituado en modo alguno al trabajo regular y constante, sino que es perezoso y holgazán; su ocupación normal es la de servir a otro; hurta pero no roba, es astuto, ingenioso e imprevisor y simpático.” (Ángel González Palencia La España del Siglo de Oro, 1940.)

¿Os suena?

Porque ese linaje, aparecido con el inicio de la decadencia del Imperio en el siglo XVII, ha extendido con total éxito su cosmovisión a lo largo de los siguientes cuatro siglos.

Y, con su irresistible ascenso social a caballo de su competente actitud para la delincuencia, hoy en 2013, ejerce su productivo oficio desde los más encumbrados niveles sociales del poder. Muy lejos ya del Patio de Monipodio cervantino en el que se asienta su origen.

La columnista Edurne Uriarte escribía hace unos días en ABC un artículo titulado El ciudadano intocable, en el que con su habitual lucidez denunciaba algo en lo que vengo insistiendo incansablemente, desde que tuve la ocurrencia de ponerme daros la lata cada semana.

Se trata de la secular condición de inmoralidad y falta de espíritu cívico que son los signos de identidad de nuestro pueblo desde aquel funesto siglo.

Y aquellos conciudadanos que se han hecho con los poderes, de cualquier naturaleza que estos sean, legítimos o usurpados, a lo largo de nuestra historia, no son más que la parte más visible de nuestro pestilente caldo de alcantarilla. Los “mejores” de entre los comunes.

En mí opinión la honestidad consiste, simplemente, en cumplir unas leyes que constituyen el único argumento de la igualdad democrática. No se trata de no cometer delitos cuando no se tiene la oportunidad de hacerlo. Se trata precisamente de abstenerse de cometerlos cuando esa oportunidad se presenta; y, a mayor abundamiento, de no buscar esas oportunidades.

La gran corrupción en términos cuantitativos, por parte de los poderosos, tiene idéntica calificación moral en el caso de los pequeños defraudadores. Entre la quiebra fraudulenta de un banco, y el trabajo filibustero de un fontanero no existe diferencia moral.

Y no sirve la búsqueda de coartadas en el terreno de las necesidades materiales, porque esta no es más que una práctica malvada, que menosprecia la honradez de la gente honesta.

Hoy nuestra mugre moral está luciendo una desnudez pública tan escandalosa, que desearía fervientemente que significase el principio del fin de esos cuatro siglos de inmoralidad horizontal y generalizada, en la que no existen apenas excepciones.

Se trata de reflexionar acerca de la responsabilidad moral ineludible que pesa sobre todos los ciudadanos de las sociedades abiertas, respecto de su papel protagonista en la contínua construcción de esas sociedades a la que pertenecen, y les pertenecen.

La cosa podría resumirse en un sencillo ejercicio comparativo que, como ejemplo, mostrase las diferencias de actitud moral entre miembros de un segmento de nuestra sociedad, como son los estudiantes, y sus homónimos en otras sociedades desarrolladas.

Probablemente no habría que ir muy lejos de aquí para tropezarse con un relato o una película que nos narrase los conflictos morales infantiles que sufriría un estudiante que ha conseguido su diploma habiendo copiado en sus exámenes. Esos pequeños pero transcendentales conflictos serían así un posible tema para el contenido de un guión, por lo especial del caso.

Si transfiriésemos la misma situación al colectivo estudiantil español, seguramente los productores de la película se inclinarían más bien, como tema susceptible de interesar al público, por el caso de un estudiante que se enfrentase a la mayoría con una actitud militante en contra de la mencionada práctica fraudulenta, así mismo por el aspecto poco común de la situación creada.

Esa es la clave. El modelo de héroe es distinto. Aquí, se glorifica al más hábil para la estafa; mientras que allí, ese héroe, sería el que se enfrentase a la tentación de la trampa.

Sí, sí, ya sé que todo esto parecerá bastante simplificador y “moralista”, para los eternos defensores de la santa transgresión. Una vez más, aparecerá la correctísima doxa.

¿Simplificador? ¡Por favor! No hay nada menos complejo que un robo o una estafa.

Tengo los oídos atiborrados de reproches sobre el riesgo de las generalizaciones y sobre la abundancia de ejemplares tartúficos e hipócritas en el seno de esas otras sociedades occidentales, las cuales no tuvieron la “suerte histórica” de gozar en el siglo XVII de una Sagrada Contrarreforma como la nuestra… etc, etc.

Música ratonera.

Pero la prueba del algodón de mí teoría me la dan diariamente los medios de comunicación. Los medios de comunicación y las experiencias personales, como la que ya narré aquí mismo hace meses, con otro motivo parecido, pero que no puedo privarme de volver a repetirla hoy, dado lo paradigmático del ejemplo.

Cuando aquel prodigio de ingenio y habilidad política que fue el hoy ex–convicto y ex–director de la Guardia Civil, Carlos Roldán, quedó expuesto al escrutinio público, tras desvelarse la trama mafiosa que había urdido y en virtud de la cual, entre otras hazañas, había hurtado los fondos destinados a los huérfanos del mencionado cuerpo armado, un taxista me hizo partícipe de su indignación.

¿Pero ve usté la sinvergonzonería de este nota? ¡Cuanta pasta no se habrá embolsado este cabrón en t’os estos años! ¡Millones y millones!...Si es como yo digo…¡Siempre se lo llevan los mismos!

La injusticia, en el repertorio de categorías morales del mencionado conductor de taxi, no se produciría por el hurto de los caudales públicos. Caudales públicos constituidos, entre otros, por los impuestos pagados por este profesional. No. La injusticia consistiría en el irritante desigual reparto de oportunidades para hacerse con el botín.

La reverencia y admiración que suscitan los “triunfadores”, cuyo prestigio debe buena parte de su reconocimiento a la labor divulgadora de los medios de comunicación especializados, es común en casi todas las sociedades de nuestro entorno. Lo que nos distingue esencialmente a los españoles es la naturaleza de los “triunfos” que aquí se alcanzan.

La mayor parte de las personas que han conseguido entre nosotros, de forma honesta, sus objetivos de progreso social, suelen permanecer en un plano discreto, y su avance en ese progreso se suele producir de manera paulatina y alejada de ese nefasto paradigma fundado hace unos años que se conoce con el deleznable vocablo del “pelotazo”.

Empresarios y profesionales de éxito, que han comenzado sus carreras muchas veces desde modestas posiciones de partida, como es el caso de Amancio Ortega, Isak Andic o Juan Roig, no suelen estar relacionados con episodios de dudosa moralidad, o con estrepitosas corrupciones, al estilo de las del desaparecido Jesús Gil.

A lo largo de mí vida profesional tuve la dudosa fortuna de relacionarme con personajes situados en la primera línea de la notoriedad política o económica, alguno de los cuales no desentonarían en el repugnante ranking actual de la corrupción.

Esos contactos no dejaron nunca de sorprenderme, a pesar de su terca reiteración, porque una cosa es enterarte por la prensa de la existencia de basura flotante en la olla de la que comes, y otra es verte en el trance de engullirla.

En algunos ocasiones pude eludirla. Porque cuando andas ligero de equipaje, en cuanto a compromisos económicos y familiares se refiere, como ha sido mí caso, gozas de un cierto margen de invulnerabilidad frente al chantaje económico.

Pero en otros, en los que el descubrimiento del pastel se produjo con los contratos ya firmados, no tuve oportunidad de llevar a cabo lo que me hubiese gustado hacer, y ahí adquirí la conciencia de que los mecanismos que hacen posible la existencia de esa realidad putrefacta, son tramas de complicidades o extorsiones personales casi imposibles de desenmarañar.

A veces, en presencia de otras personas que como profesionales participaron de aquellos vergonzosos episodios, y cuando comentamos su desarrollo posterior valorando nuestras respectivas actitudes de la época, solemos caer en una melancólica pesadumbre, preguntándonos si no hubiese sido mejor haber pegado una oportuna patada a la mesa, que hubiera desestabilizado, aunque solo fuese temporalmente, a aquellos delincuentes perfumados.  

Pero no lo hicimos. Y la pregunta es ¿cuántos testigos se callan hoy, como nosotros entonces, cuando lo decente sería no hacerlo?

Sin embargo, no conviene dejarse llevar por la melancolía. En todo caso, nos queda el consuelo de no haber participado moralmente de aquellos modelos triunfantes, que aún hoy forman parte del manifiesto repertorio de deseos de la mayoría de nuestros conciudadanos.

Mientras en las escuelas e institutos no haya una clase enseñante para la cual la labor de formar moralmente a sus alumnos sea su primera y fundamental prioridad, seguiremos perdiendo un tren al que no subimos en su momento. Hace cuatro siglos.

Ojalá la historia, utilizando el garrote de las crisis socioeconómicas, y a falta, desafortunadamente, de convicciones profundas de civismo, nos vaya metiendo en la vereda de una modernidad que va un poco más lejos que unos trajes de Armani, unos tocados de pelopincho y unas bovinas anillas en las orejas.

El problema es que, como dice la mencionada Edurne Uriarte, el ciudadano común, como concepto totémico de una sociedad oficial pero ficticia, es intocable.

Hay cosas que no deben mencionarse en casa del ahorcado…