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martes, 28 de mayo de 2013

Autorretrato


El hecho, como cualquier otra noticia, ya ha pasado al depósito de cadáveres de la actualidad, nunca mejor traído.

Pero queda la foto. La foto de la cámara de un caminante. Y digo “cámara de un caminante”, porque ya no podemos utilizar las categorías clásicas de “profesional” y “aficionado”. Ahora, una cámara forma parte de la carcasa anatómica de los nuevos cyborgs que nos tienen rodeados.  

Si yo formase parte del jurado que atribuye cualquiera de los grandes premios mundiales de foto-press, daría un primer premio a esta imagen, sin dudarlo un momento.

Esta foto tiene la rara virtud de resumir en un mísero fotograma, o captura de video, o como diablos se diga ahora, toda la historia de nuestra actual sociedad urbana.

Para empezar, su apariencia de foto-montaje.

Presenta a un tutsi, o un hutu, que acaba de despedazar con su herramienta preferida a un semejante, y se muestra ufano de su hazaña. Hasta aquí, ni más ni menos que uno de los horrores que nos visitan asiduamente transportados por los medios de comunicación.

¿Donde está entonces la paradoja que encierra siempre todo foto-montaje? Esta claro. El escenario no es un claro de la selva ruandesa, sino que se trata de una calle londinense.

Una calle londinense banalmente atrezzada con todos aquellos elementos que hacen de ella una realidad inconfundible, de igual modo que lo hacen los grandes helechos, frondas y lianas en la selva ruandesa.

Calles bien asfaltadas. Bordes ajardinados con su correspondiente césped bien cortado. Aceras limpias. Coches y camiones correctamente aparcados. Señales que ordenan el tránsito de vehículos y viandantes. Tal vez la acacia bien podada del jardincillo podría remitirnos a alguna referencia arbórea, trayéndola muy por los pelos, pero sin alterar la calma habitual de un barrio obrero de una gran ciudad.

Para seguir, los espectadores del suceso.

Veamos. Al fondo de la imagen, un grupo de personas miran con curiosidad la escena. De la actitud relajada de alguna de ellas, que se apoya en un coche estacionado en la acera con sus piernas cruzadas y sus manos en los bolsillos, se deduce que el suceso ha debido tener una cierta duración. Otros, de pié junto a otros conciudadanos, dan la impresión de estar comentando los detalles del espectáculo. Como si fuera un simple accidente de tráfico.

Luego, está la figurante con rol.

Se trata en este caso de la señora del carrito de la compra. Viene caminando con calma, pero sin pausa, desde el fondo de la escena. Y lo hace presenciando impávida este acto abominable, mientras se dirige hacia su hogar, tal vez pensando en el aumento que ha experimentado el precio de las legumbres. Pasará al lado del asesino de las manos ensangrentadas, desviándose unas pulgadas de su ruta, para evitar chocar con él.

Y la pregunta es: y si el carnicero del machete en lugar de tratar de obtener sus cinco minutos de gloria aborrecible, le hubiese abierto el cráneo como una sandía al cameraman, como sería lógico esperar de un cafre de esta índole ¿la señora se detendría detrás de él, a la espera de que acabase su innoble labor para continuar su camino, y se alejaría después de rodear al moribundo, probablemente despotricando por la mala utilización de las aceras? Visto lo visto, probablemente.

Además, está la actitud del protagonista-autor del guión.

Tras una noche en la que ultimó los detalles de un guión sobre el que venia trabajando desde hacía tiempo, salió de un apartamento civilizado. Cogió un automóvil civilizado. Condujo por una calle civilizada. Y empezó a cazar en el coto en el que sabía que encontraría una pieza que le satisficiese.

Cuando creyó haberla encontrado, atacó brutalmente por sorpresa. Y transformando en su mente homicida la calle civilizada en un sendero al borde de la jungla, llevó a cabo no solo el acto de matar, sino el rito salvaje de la mutilación.

No tengo imaginación suficiente como para representarme el discurso de un hutu o un tutsi, en el que basaron su masacre, pero en este caso la pulsión asesina de este sujeto encontró la puerta de escape en una religión, para la que la muerte tiene una dimensión embriagadora. Este ser ignora como muchos sus antepasados se convirtieron al Islam, aunque su familia concreta sea cristiana.

Ignora que ese Islam que le ha servido de coartada para llenar de sangre sus manos y de lágrimas una familia y un pueblo de gente civilizada, legó esas creencias a sus antepasados como único precio del rescate, para terminar con su condición de esclavos.

Y, en fin, está el cameraman.

¿A qué extraña especie de humano pertenece este ser? Si bien la misma decisión de ponerse a grabar en las inmediaciones de una escena escalofriante ya pondría en entredicho la sensatez de cualquiera, no es esa reflexión la que me deja sin aliento.

Mi estremecimiento aparece ante la ausencia de la más mínima vibración en la grabación, como si del más rígido y pesado trípode profesional se tratase. No hay una sola imagen movida.

¿De que clase de material está constituida esta persona, para que la presencia, a escasos cincuenta centímetros, de un furibundo agresor, con sus manos, las mangas y el faldón de su sudadera, y sus pantalones empapados de la sangre aún caliente de un conciudadano, no le altere el pulso en absoluto?

¿En qué nos estamos convirtiendo? 

Conclusión. La escena en la que esta tragedia ha sido desarrollada nos demuestra con evidencia cinematográfica el grado de banalización que ha alcanzado la violencia terrorista. Ha bastado que estos actos hayan adquirido la condición de “privados”, esto es, no adscritos a una organización “homologada”, para que su realidad sea percibida como una especie de accidente. Como una fatalidad.

Mohamed Mera en Francia, ya abrió la veda para la caza de militares u otras piezas de oportunidad. El atentado de Boston tuvo un carácter mas “americano”. Lo de esta semana en Londres vuelve al sendero del jihadista francés, y todo ello ha tenido su colofón en el intento de degüello de otro militar, este ocurrido en un centro comercial de París, hace dos días.

Pero estos crímenes, siempre con sustrato más o menos suicida, son el resultado de la mezcla explosiva de una serie de estímulos, entre los cuales nos movemos de manera sumamente irresponsable. Juegos de violencia virtual de un realismo escalofriante, en los que la “moral” darwiniana es la única regla. Leyes anacrónicas ejecutadas con una lentitud sonámbula. Estrategias electorales ajenas a todo auténtico compromiso político. Y, sobre todo, una actitud de pretendido respeto hacia el otro, que menosprecia de forma insensata la actitud radicalmente irrespetuosa de ese otro.

En definitiva, la estremecedora renuncia a la dignidad que representa la pasividad criminal de los espectadores de la escena analizada, no deja de ser un sombrío síntoma, de una enfermedad que ojalá encuentre pronto la terapia adecuada.

Pero me temo que, por el momento, nos hayamos aparcados en urgencias y no aparece ningún enfermero.

viernes, 17 de mayo de 2013

The living dead run again.

Ignoro si a alguno de vosotros, mis pacientes amigos, os sucede algo que estoy experimentando desde hace algún tiempo. Se trata de una sutil pero obstinada sensación de desasosiego, a la que mí supuesto optimismo consustancial es incapaz de neutralizar.

El último dato inquietante que ha venido a añadirse a esa vaga zozobra ha venido de la mano de una anécdota que, si bien en sí misma parecería banal, en el mencionado contexto cobra un valor significativo.

El hecho es que, a pesar del concepto bastante lamentable que me merecen a las llamadas redes sociales, mí incorregible tendencia al narcisismo me ha hecho participar en una de ellas, Facebook.

En ella experimento el malvado placer  de repartir abundante estopa irónica en las cada vez más numerosas manifestaciones de progresía, con las que algunos de mis antiguos amigos liberan los efectos de su hemiplejia política.

Hace pocos días, uno de ellos colgó un pasquín de una de esas asociaciones que surgen diariamente encabezando las más variadas reivindicaciones. Es este caso, se trataba de un deleznable cartel en el que se relacionaba, en una increíble pirueta retórica, el asunto del aborto con el de los despidos, supuestos o reales, a causa de los embarazos.


No se trataba de entrar en un debate provocado por la chocante contradicción que supone el amparo simultaneo del embarazo y el aborto. Me quedé simplemente en la impúdica falacia contenida en su título.

Este rezaba: “En España no se puede abortar pero se despide a la mujeres embarazadas”.


Pues bien, se me ocurrió rogar amablemente a sus autores que no me tomasen por estúpido, tratando de hacerme asumir aquella falsedad elemental: “En España no se puede abortar”.


Lo hice relacionándola con el sinfín de otras semejantes, con las que estos aprendices de manipuladores tratan de verificar el apotegma del Dr. Goebbels, relativo a convertir en verdad una mentira, por el sencillo mecanismo de repetirla miles de veces. 


Y en ese punto es donde apareció el motivo de mí inquietud. El amigo que había tomado la iniciativa de traer al muro el dichoso pasquín, persona con la que me he relacionado a lo largo de muchos años y de talante habitualmente moderado, reaccionó, ante mí asombro, con un irritación totalmente desproporcionada, asumiendo como algo propio, al parecer, el mensaje que había colgado.


Pero no acabó ahí la cosa. Un poco más abajo, otro hallazgo de mí amigo correspondía a un dibujo supuestamente humorístico, en el que se representaba a un gallo y una gallina sentados a una mesa, en la que en sus respectivos platos aparecían un par de huevos fritos que se disponían a comer. El texto correspondía a la declaración de la gallina, en la que afirmaba que lo que iban a hacer era muy lamentable como solución, pero que en los tiempos que corren es imposible criar a cuatro hijos.


Se me ocurrió resumir mi impresión ante la viñeta con la expresión : “¡Que horror!” y obtuve una respuesta, por parte de una señora a la que no conozco de nada y que debe ser alguien próximo mi amigo, que me dejó noqueado: “El horror es tu forma de pensar” 



Que ante una manifestación de sadismo antropófago y de falta de respeto hacia quien puede estar pasando un momento económico angustioso, cualquier crítica pueda ser interpretada como la manifestación de una ideología aborrecible, ya sería suficientemente expresivo en mi opinión, pero, no contento con esto, acto seguido mí amigo me ha borrado de la lista de sus contactos, supongo que para evitar cualquier réplica por mi parte.


Más allá de la pura anécdota, la deriva radical experimentada por mi amigo, a sus sesenta años, llegando el extremo de romper una amistad de más de treinta, y el nivel de agresividad exhibido, me produce una gran inquietud, respecto del rumbo que estoy empezando a observar en mi entorno.


Y es así, porque ello representa, en mí opinión, un paso cualitativo muy alarmante. La actual elevación de las apuestas por parte de quienes se dedican a movilizar segmentos de la sociedad que hasta ahora se mantenían en una actitud más o menos pasiva, explotando las actuales circunstancias económicas, no pasaba de ser algo llamativo aunque previsible hasta cierto punto.



Sin embargo, la  irrupción de este grado de exasperación en el ámbito de las relaciones personales, representa exceder los límites razonables del debate, para entrar en el terreno irracional. En el ámbito de la exclusión y la condena de la persona.   


Las expresiones que estoy escuchando o leyendo, día a día, contienen una carga de violencia que no había detectado hasta ahora. Pero lo más llamativo e inquietante para mi gusto, es su desnudez. La falta absoluta de matiz y de pudor.


Es una violencia primitiva, en la que el objeto de la misma es genérico e indiscriminado, y cuya obscena exhibición forma parte de una ciega y suicida estrategia de la tensión.


Por otra parte, las expresiones no son nuevas. Tienen más de setenta años. Y cuando uno reflexiona sobre aquellos añejos acontecimientos, uno los observa con la perspectiva que da la historia. Pero, cuando a uno se le eriza el vello es cuando determinadas actitudes actuales reproducen rigurosamente aquellos estados de ánimo, que marcaron un funesto día nuestro pasado.



Me gustaría equivocarme, pero creo que actualmente se está instalando una corriente de resentimiento que recorre una franja amplia de la población, cuyas manifestaciones revelan algo muy próximo al odio.


El maniqueísmo predicado por aquellos para quienes el mundo se divide entre “opresores y oprimidos”, o “vencedores y vencidos”, o “republicanos y fachas”, provoca habitualmente, y de forma espontánea, la antropofagia social entre la masa.


En la película de George A. Romero, “La noche de los muertos vivientes”, el experimento de un satélite enviado a Venus, habría provocado la resurrección de los habitantes de un antiguo cementerio, que se incorporan buscando desesperadamente carne humana con la que poder revivir.


El experimento llevado a cabo por Zapatero, al descorrer la losa de la tumba de la guerra civil, liberó los cadáveres de unos seres que, reencarnados en los indignados de variado pelaje actuales, empiezan hoy a mostrar abiertamente sus antiguos odios y sus rencores de siempre.


Pero estos cadáveres no son inocentes, como los de la película, y no provocan la compasión por su tormento que el director americano conseguía inspirar a los espectadores de su obra maestra.


Ojalá me equivoque, pero me temo que está llegando la hora de los zombis. Y con esa llegada pueden lograr, en lo que mí respecta, lo que no consiguieron en su día los muertos a los que están reviviendo.



Que valore bajo un nuevo y lamentable prisma, el del exilio, lo que no era, hasta el momento, más que un simple proyecto vital fruto de las circunstancias personales.

Irme a vivir fuera de España.

jueves, 9 de mayo de 2013

El relativismo fanático

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El horror sonámbulo a lo particular, que sufre el pensamiento único en su obsesión por lo  general, posee, en su versión más banal que es el pensamiento de izquierdas, una irrefrenable tendencia a la auto-amnistía.


Olivier Ypsilantis, en su magnifico blog Zakhor Online, cita al filósofo alemán Peter Sloterdijk: “La izquierda contemporánea  es la parte de la sociedad que ha adquirido el privilegio de perdonarse sus propios errores”.

En opinión de Ypsilantis, la izquierda ha sustraído a los curas sus poderes de redención, con la diferencia esencial de que si bien estos, al menos, tienen que rendir cuentas a Dios, los profetas de la izquierda no las rinden más que a sí mismos.

La obscena simplicidad de ese pensamiento, que resume la realidad del hombre en una sencilla oposición entre opresores y oprimidos, pasa arrogantemente sobre la gran complejidad que representa cada individuo; cada caso particular.

Nada más sencillo que atribuirse el papel de abogado de la especie humana para convertirse en referencia moral superior y única. La igualdad, como dogma que anula cualquier otra categoría, se traduce a la práctica con la supresión de la singularidad individual, mediante la abolición de cualquier diferencia cualitativa entre los sujetos.

El fanatismo relativista es un oxímoron casi perfecto. Una  especie de contradicción armónica.

“Toda opinión vale exactamente lo mismo que cualquier otra”. La radicalidad de esta afirmación entra en colisión frontal con su propio contenido ya que, siguiendo su doctrina al pié de la letra, la afirmación contraria gozaría exactamente de la misma jerarquía, en cuanto a veracidad.

El relativismo moral se basa, en definitiva, en la simple abolición del mal como categoría.

No era preciso que el último papa Benedicto pusiese este tema prioritariamente sobre la mesa de los creyentes. Una simple reflexión sobre la catástrofe moral que supuso la Shoah, en cuanto a la superación de cualquier límite aceptado hasta entonces para el concepto del mal, sería suficiente para denunciar la falacia.

Además, la realidad es lo suficientemente compleja como para no hacernos demasiadas ilusiones. Por un lado, si tratásemos de encerrarnos únicamente en nosotros mismos, obviando nuestra conciencia histórica, nuestro compromiso con el presente y el futuro, lo que podríamos denominar nuestra historicidad, pronto descubriríamos que somos incapaces de desolidarizarnos, realmente, del porvenir colectivo.

Carecemos de la posibilidad de crear un ideal arbitrario extraído únicamente de nuestra individualidad, perfecto y terminado, y de rehusar en su nombre toda relación con la actividad histórica presente.

Sin embrago, la mencionada complejidad reside precisamente en el compromiso ineludible existente entre nuestra conciencia de individuos y nuestra responsabilidad histórica; referidos ambos a la realidad más inmediata, y lejos de cualquier ensoñación utópica.

Lo que hace de nuestra civilización un concepto que supera al de la simple cultura es precisamente la capacidad del individuo de relacionarse íntimamente consigo mismo, y de construir de esta forma su relato de la realidad. Relato sin el cual toda pretensión de entrar en contacto real con la historia sería inútil.

La izquierda se aleja de lo particular, montada en el caballo del masoquismo culpabilizador de un supuesto egoísmo individualista, para refugiarse en el delirio de una generosidad abstracta de carácter universal, tras la cual suele acechar el fantasma del totalitarismo.

Las pretensiones redentoras de la izquierda ofrecen, como final de su heroico itinerario, la utopía de una sociedad justa y sin clases. Esa utopía tiene la virtud de no desaparecer más que en el improbable caso de su materialización; esto es, en el momento en el que entra en escena ese totalitarismo.

Por eso la utopía, como todas las construcciones abstractas tras las que la izquierda camufla su incapacidad de relacionarse con la realidad, se ha convertido en la bandera de toda la masa de socio-masoquistas vociferantes que disuelven sus frustraciones personales en ese magma colectivo como terapia salvadora.

Hoy nos hallamos hostigados de nuevo por ese comunitarismo que utiliza como combustible las dificultades materiales provocadas por la crisis actual, y que continúa proponiendo sus sempiternas soluciones abstractas a nuestros problemas concretos.

Ante este renovado intento de usurpación de la realidad, tal vez cabría responder como lo hizo Hannah Arendt al definir al pueblo judío, no como un ente abstracto ajeno a la humanidad, sino como una simple parte concreta de la misma, atormentada por la barbarie:

“Yo no amo a ningún pueblo. Solo amo a mis amigos”.  

miércoles, 1 de mayo de 2013

PSOE. La intriga que no cesa.


Circula estos días, por las llamadas redes sociales, una solicitud de firmas “para pedir la dimisión del gobierno en bloque y la convocatoria de elecciones”. En ella se afirma que la cifra de las ya conseguidas es de 6.202.700, y se calcula en 6.046.117 las aún necesarias para conseguir la finalidad perseguida.

El empelo del modo imperativo en los mensajes públicos de toda índole, especialmente en el de la publicidad, en el que la tasa de utilización alcanza el 90%, ha conseguido la notable hazaña de convertir en banal un modo verbal, cuya utilización hasta hace poco tiempo estaba restringida a aquellas estructuras en la las que la autoridad es su elemento esencial. Como por ejemplo las fuerzas armadas o el mundo judicial.

La dureza de la expresión imperativa trata de suavizarse en esos mensajes mediante otra novedosa utilización pronominal, seguramente fruto de la juvenil horizontalidad social que nos anega, y que consiste esa tendencia igualmente mostrenca del uso inmoderado del tuteo.

¡Firma la petición!

Esta sutil manera de inducir amablemente al ciudadano a participar en algo que en el mundo democrático no cabe otra forma de definirlo más que como golpe de estado no violento, en la medida que trata de alcanzar el poder mediante un mecanismo ajeno a sus reglas del sistema, no es una estrategia nada novedosa respecto de los hábitos históricos de una izquierda como la representada en España por el Partido Socialista Obrero Español.

Esta práctica está históricamente unida a dicho partido, siempre que este se ha encontrado en la oposición. Es decir, la idea que prevalece en esa formación política es la de que, cuando se pierden unas elecciones y teniendo en cuenta la enraizada convicción de que el término democracia va exclusivamente ligado a un gobierno de la izquierda, cualquier medio es aceptable para restaurar esa democracia. Esto es, para hacerse con el poder.

Las formas concretas adoptadas por el PSOE, en los intentos de extorsión política que han tenido lugar a lo largo de los períodos democráticos en nuestro país, han recurrido a modalidades diversas y acordes con las circunstancias.

Tras el triunfo electoral del centro-derecha en el segundo bienio de la II República Española, 1933-1935, llamado “bienio negro” por la izquierda, tuvo lugar la forma más radical del fenómeno mencionado con la declaración de una huelga general revolucionaria, que en el caso de regiones de mayoría de votantes de izquierdas como Asturias tomo forma de revolución armada, con los lamentables resultados conocidos.

Las elecciones de febrero de 1936, cuyo escrutinio deja mucho que desear a juicio de muchos historiadores, dio el triunfo a la coalición del Frente Popular y su mayoría exigua no fue obstáculo para el establecimiento de un estado pre-revolucionario en el que se llevaron a cabo excesos como el del ataque al clero católico, con la quema de numerosas iglesias y conventos, y con las fatales consecuencias finales que todos recordamos.

Una constante en la labor desestabilizadora practicada por el PSOE fue su permanente presencia en el seno de las fuerzas policiales, que culminó con el asesinato de José Calvo Sotelo a manos de un mando de la Guardia de Asalto, el equivalente de la guardia republicana francesa, miembro del partido. Hecho que constituyó la coartada esgrimida por los militares golpista del 18 de Julio.

Tras la peor de las consecuencias de estos hechos, como fue una dictadura de treinta y siete años de duración, de nuevo apareció la democracia en este desdichado país. La primera elecciones fueron perdidas por un PSOE rejuvenecido, pero en cuyo ADN seguía anclada su tendencia a no respetar los resultados electorales adversos.

El ataque permanente al poder instituido en 1977 democráticamente, se llevó a cabo mediante los medios moderados propios de los períodos de calma política; agitación en las calles, huelgas generales y la eficaz colaboración de medios de comunicación afines. Pero algún detalle poco conocido del público deja percibir incluso ciertas sombras sobre el papel del PSOE en el grotesco intento de golpe del 23 de Febrero de 1981.

Yo escuché personalmente a Enrique Mújica, presidente de la Comisión de Defensa, describir el almuerzo que mantuvo, junto con otras personas, con el jefe anunciado del golpe, el general Alfonso Armada, en las vísperas del asalto al Congreso, y una vez conseguida en el mes de Enero la nunca explicada renuncia del presidente Adolfo Suarez, a quien el PSOE llevaba dos años hostigando de forma inmisericorde con todos los medios a su alcance.

En el juicio subsiguiente a la fracasada intentona, algunos de los militares golpistas acusaron a Múgica de haber participado en una conversación en la que se habría aludido a la necesidad de dar un golpe de timón. Incluso no hace tanto, en 2009, el ex presidente de la Generalitat Jordi Pujol declaró que Mújica habría consultado su opinión, en 1980,  acerca de la posibilidad de forzar la dimisión de Suarez, y su sustitución por un militar moderado y demócrata.

Tras el largo y problemático período felipista, cuando el Partido Popular ganó las elecciones de 1996, la nueva situación del PSOE en la oposición volvió a reflotar las prácticas habituales de hostigamiento al gobierno desde la calle. La catástrofe ecológica provocada por el naufragio del buque Prestige, en el litoral gallego, propició una oportunidad de movilización callejera que no supondría más que un prólogo a la gran campaña desatada contra la intervención de España en el conflicto de Irak, dentro de alianza de países occidentales.

Pero cuando se puso en marcha el verdadero ataque frontal al partido que se presentaba con una gran ventaja en los sondeos de las elecciones de 2004, tras el fracaso de la huelga general del 2002, fue el desencadenado a raíz del atentado terrorista de la estación de Atocha,

En este caso, parece evidente que el gobierno fue intoxicado desde unos centros policiales, en los que figuraban significados responsables de militancia socialista, en las primeras horas tras la tragedia, de manera que manipulando unos supuestos indicios iniciales, indujeron unas declaraciones gubernamentales que atribuyeron a la ETA la autoría del atentado, como por otra parte una mayoría de ciudadanos sospechaba.

El súbito desencadenamiento de una movilización callejera, no tan numerosa como ruidosa, tenaz y activa, junto con una actuación de los lideres socialistas de total desprecio de las reglas más elementales de la democracia y el apoyo cerrado de ciertos medios de comunicación, dieron como resultado un inesperado vuelco en las votaciones.

Conviene ser prudente en casos como este, pero la actitud claudicante del ganador partido socialista en un llamado proceso de paz con los etarras, desde los primeros momentos del gobierno Zapatero, no dejan de provocar una cierto número de interrogantes respecto de la enmarañada e inconclusa investigación del atentado.

Difícilmente podría calificarse lo ocurrido en el plazo de esos pocos días de otra forma que con el término de golpe de estado institucional.

En el presente, de nuevo el PSOE ha perdido hace un año las elecciones y de nuevo han aparecido exactamente los mismos síntomas. Montados esta vez sobre diversos argumentos en los que el karma de el gobierno nos miente, que tan buenos resultados les dio en marzo del 2004, vuelve a saturar las pancartas de las movilizaciones.

En esta oportunidad, grupos sociales de una inconsistencia ideológica patente, como el llamado movimiento de los indignados, o los afectados por la llamada crisis de las hipotecas, toman el papel de comparsas útiles, como en el 11M lo fueron los grupos anti-sistema. Los acosos a líderes del partido del gobierno es la parte novedosa del asunto.

La música de fondo sigue siendo la misma que en 1934. La letra es una versión adaptada a los tiempos presentes.

El ciudadano ignorante y bienintencionado, no suele pararse a pensar que la llamada socialdemocracia no es más que una versión del comunismo que trata de alcanzar los mismos fines, es decir, la toma del poder del estado y el establecimiento de una sociedad sin clases, pero utilizando los medios que la democracia le proporciona.

Salvando las distancias, es exactamente la misma estrategia que decidió Hitler, tras el fracaso del putch revolucionario de Munich en 1923.

Por eso rompen sin complejo alguno cualquier regla democrática que obstaculice su objetivo de hacerse con el poder, cuando están en la oposición. Y esto, a pesar de que la izquierda haya muerto definitivamente en 1989, valga la tautología, cuando su alma mater, la Unión Soviética, agotó su sueño totalitario.

Lo que queda es enterrar ese cadáver de una vez por todas.  

(y para que no haya dudas sobre quien escribe esto, sabed que ese cartel de ahí arriba lo dibujé yo cuando aún creía que los pájaros mamaban)