Vaya por delante la lamentable constatación del agravamiento
de mi islamofobia. Ya reconocí en su día mi padecimiento. Sufro esta patología
desde el 11 de Septiembre de 2001.
Pero las patologías tienen un origen y un desarrollo; y la
condición preliminar para enfrentarse
a ellas consiste en detectar sus causas profundas a fin de establecer un
diagnóstico preciso, y prescribir la terapia adecuada.
El temor fóbico que padezco está provocado por mi convicción
de que existe una amenaza real para nuestra civilización occidental.
Ese desafío tiene su origen en el último
rebrote -hasta ahora- de la Peste Totalitaria, cuyo actual Zombi se ha reencarnado para esta
ocasión en un rudimentario vestigio religioso de la Edad Media; una especie de
fósil teológico; una curiosidad antropológica que se ha conservado de forma
inaudita en los desiertos marginales del camino de la historia.
Pero esa supervivencia no se debe a ningún prodigio o azar
arbitrario. Se debe a la naturaleza misma de su núcleo doctrinal. En él se
especifica, sin posibilidad de error, la obligación de vivir sometido y de
acuerdo con los inmutables preceptos contenidos en un libro de instrucciones de
origen incierto.
El mencionado manual le fue revelado, al parecer, por un
arcángel (Gabriel; un subcontratado de los otros dos monoteísmos) a Mahoma, que
se había quedado traspuesto en uno de sus frecuentes retiros reflexivos en una
cueva.
El tal Mahoma había hecho lo que se dice un buen matrimonio,
otros lo llamarían braguetazo, al casarse con Jadiya, rica viuda quince años
mayor que él, y propietaria de una importante empresa de transporte de mercaderías
en la ruta Damasco-La Meca, en la que él mismo estaba empleado.
Tras engendrar una numerosa prole, convirtió a Jadiya en la
primera fiel de su recién fundada religión. Luego tomaría otras esposas,
incluso en el límite de la pederastia, según dicen las malas lenguas.
De esa época procede una leyenda en la que se da cuenta que
un Mahoma inmaduro y arribista, trató de medrar acercándose a la comunidad
hebrea de Medina, hasta que su pretensión de hacerse rabino fue rechazada, decisión
que provocó una profunda frustración en aquel ambicioso joven.
El bueno de Mahoma, se dice, era más proclive a la reflexión
que a los trabajos manuales, y fue hacia los cuarenta años cuando, en uno de sus
retiros místicos, Dios le empezó a dictar a través de Yibril(Gabriel), unos
versos conteniendo sus instrucciones. Estaba claro que el marido de Jadiya no
estaba dispuesto a pasar por la vida sin pena ni gloria.
Como parece ser que a nuestro héroe lo de escribir no le
había entusiasmado nunca, a fin de cumplir el mandato divino, echó mano de unos
especialistas que, con el tiempo, derivarían en lo que todos conocemos hoy como
“empollones”, pero que entonces se denominaban jafiz, o sea recitadores de memoria.
Y así fue como, en los primeros veinticinco años de
divulgación de la nueva cosmogonía, esta fue confiada a la mejor o peor memoria
de aquellos profesionales. Después de la muerte del predicador, un califa más
moderno ordenó pasar a limpio el recitado, plasmándolo en un libro. Esta obra
recibió el título de Corán. No obstante, los fieles siguen, a menudo, la
tradición de aprendérselo de memoria en la escuela cuando son niños.
Yo he leído en algún sitio que ese primer libro desapareció años
después en el incendio de un palacio, durante uno de los innumerables saqueos a
los que siempre fueron tan aficionadas las tribus árabes, y que, de nuevo hubo
que recurrir a las habilidades memorísticas de otros jafiz para redactar sucesivas ediciones. No se sabe con certeza si
ya con una versión actualizada.
La ulterior historia de Mahoma, a partir de la supuesta
revelación, es la de un sanguinario conquistador, a quien probablemente le fue
indispensable inventarse una milonga
tan complicada como es un credo, para conseguir seducir a una banda de facinerosos
y saqueadores lo suficientemente numerosa, como para emprender la conquista de
todo el Mediterráneo Sur, todo Medio Oriente y lo que quedaba del Imperio Bizantino.
O sea, aquello mismo que otro “profeta” con bigote de
“mosca” definió siglos más tarde como la búsqueda de un lebensraun (“espacio vital”).
En fin, teniendo en cuanta que en el Corán se encierra el prolijo
conjunto de protocolos que prescriben con todo detalle la existencia entera de
los adeptos, en cualquier orden y circunstancia de su vida, no parece que la
escrupulosa disciplina exigida a sus seguidores, esté en consonancia con el más
que dudoso rigor memorístico en el
que se basa su origen.
Disciplina esta en la que, a la vista del terrorífico
catálogo de castigos previstos para los fieles eventualmente traviesos o indisciplinados,
queda puesta de manifiesto la severidad de sus propósitos.
Y aquí es donde reside el origen de la extraordinaria inmutabilidad de esta
secta. Al decretar y exigir en términos de estricto fanatismo la fe de sus
adictos, no dejó resquicio para la apostasía, la herejía, la desviación, la
interpretación, la contestación, etc. En definitiva, para la evolución. En consecuencia, el tiempo se
detuvo en el seno de esa cultura.
Tras 700 años de dominio, sus descalabros en Al Andalus y Lepanto, una vez desplazado el centro del poder islámico hacia Constantinopla, los caminos comerciales empleados por
Occidente siguieron atravesando alguno de los territorios habitados por
musulmanes en versión turca ahora, manteniendo estos así algún vínculo, aunque escaso, con el mundo
civilizado.
Y así transcurrió su existencia, dedicados a alguna de las disciplinas
más primitivas de vida, como era el nomadismo, la trata de esclavos o el
lucrativo negocio de la piratería y el secuestro, con rescate incluido, hasta
la aparición de la era de la segunda colonización.
Ella trajo consigo la apertura de rutas oceánicas de
comercio que tocaban necesariamente litorales habitados por ellos,
estableciendo bases comerciales y acabando con la inseguridad marítima. A pesar
de que estos contactos mercantiles se establecieron con carácter regular, la
cultura musulmana se mantuvo herméticamente impermeable a cualquier influencia
del progreso.
La posterior industrialización, y la consecuente utilización
de esa materia prima, que tan poca utilidad había tenido hasta entonces, y que
era la brea, llamada ahora petróleo, significó un cambio radical en cuanto a la
notoriedad de esta cultura en el mundo.
De ser unos míseros parias
primitivos y analfabetos, pasaron súbitamente a ser unos acaudalados déspotas primitivos y analfabetos. De
ello cabe deducir que esas lamentables cualidades no eran la consecuencia de su
miserable situación económica anterior, sino de la actitud vital preconizada
por sus creencias religiosas.
Y, ¿en qué nos afecta a nosotros
ese cambio?
Bueno, esencialmente no es el cambio lo que nos afecta. El
cambio no es más que una alteración
de las condiciones. Ni menos tampoco;
ya que esa alteración ha hecho reaparecer
la antigua vocación medieval de su expansionismo hegemónico, a costa de
aquellos que se suelen denominar “infrahombres” en cualquier totalitarismo, y a
los que en este caso ellos denominan “infieles”.
¿Es simplemente imaginable una agresión a un mundo
híper-tecnificado y ultra-protegido
como es el nuestro por parte de unos dogmáticos medievales, por muy
ricos que estos sean?
No. Hasta hace unos quince años la respuesta no ofrecía
duda. Pero algo ha cambiado desde la tragedia de las Twin Towers. Y lo que ha
cambiado es simplemente que hemos despertado, y hemos comprendido que dormíamos
en medio de una pesadilla, sin enterarnos.
Bueno, creo que estoy pecando de voluntarista. Algunos hemos
despertado. Otros siguen atónitos ante el descubrimiento. Están paralizados.
Era tan imposible para ellos que
ocurriera lo que ocurrió, que, desde entonces, siguen tratando de no mirar la
realidad a fin de que esta no exista.
Hay un montón de razones para que un delirio como este se torne
real. La primera y más importante es la auto-demolición moral a la que nuestra
sociedad se ha dedicado con entusiasmo, desde que la influencia del
totalitarismo comunista en la postguerra introdujo en ella, y esencialmente en su
estructura intelectual y educativa, las dudas morales adecuadas para que
actuasen de cargas de demolición social, con espoleta retardada.
Hoy somos una sociedad carcomida por graves complejos de
culpabilidad. Inducidos entonces por aquellos gánsteres ideológicos, y
aprovechados ahora por estos rufianes religiosos.
Resulta siempre fascinante leerte... En el caso del problema que apuntas, todos esos musulmanes que prefieren ser temidos que amados, el verdadero problema es la ausencia de tiempo real. El tic tac biológico no perdona, nos pone canas a todos y decide qué naciones sobrevivirán y cuáles desaparecerán. Mientras el viejo mundo redescubre las alegrías del furor del medioevo con nuevas Guerras Santas y nuevas Cruzadas, los chinos, los indios y el nuevo Japón se quedarán con el dominio del mundo. Porque una de las pocas cosas que la historia enseña y debemos aprender, es que las segundas oportunidades no existen. Y si no, al tiempo...
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