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viernes, 21 de marzo de 2014

Cloacas y otros sinvivir.



Todos hemos oído hablar alguna vez de los análisis sociológicos llevados a cabo a partir del examen de los contenidos de los cubos de basura, segmentados por barrios desde el punto de vista socio-económico. Los restos del consumo son una de las pistas más significativas de la capacidad económica y los hábitos de comportamiento de la sociedad desarrollada.

Por mí parte, y dejando a parte el indudable interés epistemológico de esa clase de estudios, siempre pensé en la ingrata labor de esos investigadores de campo, sumidos en una montaña de detritus hasta las cejas.

No hace muchos días, y ante ciertas salpicaduras fortuitas de basura informativa en las redes sociales, decidí dotarme de mascarilla y gafas protectoras y bucear en las alcantarillas cibernéticas. Debo declarar, para empezar, que su rebosante caudal y la ingente multitud de criaturas que las pueblan me dejaron literalmente estupefacto.

Pero esas magnitudes cuantitativas son moco de pavo al lado de los factores cualitativos.

Uno, a la edad que tiene y con una vida abundantemente nutrida de experiencias -que harían las delicias de unos nietos que no tiene- creía casi agotada su capacidad de asombro ante las siempre fecundas manifestaciones de delirio del antropoide desnudo provisto de I-Phone.

Pero es que uno tiene una incurable inclinación al optimismo antropológico.

Desde la aparición de la obsesiva drogadicción a la transparencia informativa que padecemos, va instalándose paulatinamente entre nosotros un nuevo paradigma de la comunicación, basado en el postulado de que toda información transmitida por los medios es falsa por definición.

 Y, claro, esa falsedad no se achaca a una posible incuria, torpeza o inocente holgazanería por parte de los comunicadores, sino a una perversa estrategia de intoxicación diseñada por los poderes ocultos de siempre. Lo que solemos conocer con la displicente expresión de conspiranoia.

Naturalmente, ese axioma viene acompañado de su correspondiente alternativa salvadora, de la mano de lo que se conoce como fuentes independientes. Ese adjetivo de marras, precisamente por no depender de ningún mecanismo de verificación, ni filtro de solvencia, dota a estas fuentes de esa insuperable credibilidad que constituye la ontológica fe en lo inverosímil, lo fabuloso y lo inaudito. El eterno regreso de los magos.

Hasta la irrupción de los enredos de Internet, solo ciertas emisiones radio-televisivas de madrugada daban cobijo a estos divertidos pasatiempos, con sus universos plagados de OVNIS, extraterrestres y otros inventos, de los ingenuamente terroríficos Jiménez de Oso y epígonos.

Pero Face-Book, Twitter y otros desbocados torrentes anónimo-instantáneos han derribado todos los muros de contención del sentido común, y, lo que es más alarmante, han elevado exponencialmente el número de yonquis con síndrome de abstinencia de sustancias tóxico-informativas.

En los faldones de los artículos, webs, blogs, fanzines y yutubes al uso, se instalan salas de happenings, llamadas enfáticamente foros de opinión, que son los espacios en los que los adictos celebran sus aquelarres y estruendosas bacanales de odio paranoico.

Cualquier noticia aparecida en los medios es reinterpretada en su auténtico significado. Este mecanismo se pone en marcha de forma automática. La urgencia con la que se producen las dota de su apariencia periodística. La adaptación de los hechos objetivos al molde siempre caliente del complot y sus actores, es sumamente funcional. La reciente perdida de un avión de línea en Malasia es un ejemplo.

En el avión viajaban cuatro directivos de una empresa china. A esa empresa se la relaciona con el gran capital, como a todas. Y el gran capital tiene asignada una nómina de apellidos paradigmáticos, judíos como es lógico.

La desaparición de los mencionados ejecutivos cobra un dramático significado, ya que sus relaciones societarias, que los autores de la noticia conocen en sus mínimos detalles, determinan la transferencia de sus acciones, y en este caso los derechos de una valiosas patentes al parecer, a su único socio con vida.

¿Quién es el afortunado beneficiario de la tragedia? La escalilla de la ficción responde de forma automática : un Rothschild. ¿Quién sino?

De ahí a construir la pulp-fiction correspondiente hay un paso. La perdición del avión es el resultado de un encargo, por parte de aquel al que favorece el crimen.

Pero esta noticia, como otras, es además una buena oportunidad para recordarles a los catecúmenos los hechos históricos y parábolas de las que consta el evangelio de la información transparente.

Abreviando, la familia Rothschild es la secta que encargó a Karl Marx la elaboración de su teoría del materialismo dialéctico con la finalidad de disolver las sociedades democráticas. Posteriormente financiaron la Revolución Rusa. Del mismo modo que financió al capitalismo sionista americano y, a través de él, ¡a Hitler!

Bueno, es inútil y aburrido seguir esta saga alucinante; ahí abajo os dejo algunos enlaces, por si alguno de vosotros tiene la suficiente curiosidad y humor para echarles un vistazo.

La cuestión que sí tiene relieve, a mí juicio, es que algo que no pasaba de ser una ensoñación infantiloide de ciencia-ficción y aventuras inventadas en torno a los Templarios, está aprovechando el foso cavado en la credibilidad de los medios por los ángeles exterminadores Assange, Snowden, Mediapart, etc,  para difundir a través de él la basura amalgamada.

Una especie de compost integrado por la desconfianza creciente en las instituciones, frustración económica, prestigio del nacionalismo radical, repunte de ideologías totalitarias, etc, ante el que empiezo a creer que más nos convendría cambiar nuestra arrogante sonrisa irónica por una mirada un poco más atenta, por mucho asco que nos inspiren estas inmundas cloacas.

Y, sino, al tiempo.


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miércoles, 12 de marzo de 2014

Hoy, 11 de marzo.

No sé a vosotros pero a mí, diez años después, esta maldita fecha sigue poniéndome un nudo en la garganta. No el mismo nudo que sentí aquel día funesto. Aquel era un nudo que deshacía con  alivio porque, a pesar de estar en el punto de mira de los asesinos (como todos nosotros), esta vez, a mí, no me había tocado.

Esta amargura es distinta. Es la que me provoca el hecho de observar como la sociedad metaboliza sin problema aparente los venenos más mortíferos en su eterno discurrir. Nací con cien millones de muertos aún calientes a la espalda. Pero esos, o ya estaban muertos o morían  mientras mi receptor consciente aun no estaba activado. Me los presentaron más tarde los historiadores.

Pero estos eran yo mismo viajando en un tren que, esta vez, no tomé. Y a esta sensación agobiante de impotencia ante la injusticia contribuye la ausencia de un nombre, un símbolo, unas siglas a las que identificar con la culpa. A las que detestar. O perdonar. Esa otra forma sublime de venganza.

La necesidad de encontrar una miserable explicación a lo inexplicable ya la hemos experimentado desgraciadamente durante años, aunque siempre quedaba satisfecha con unas señas de identidad perversamente familiares. Por eso, esta vez, nos aferramos una vez más desesperadamente a ellas, en los primeros momentos de la tragedia. La visión de unas fauces conocidas y temidas, no evitan el dolor de la dentellada, pero nos permiten reconocernos como víctimas de la malvada lógica de la fiera.

Cuando ese dolor nos desgarra sin firma, anónimo, de alguna manera la herida se resiste a cicatrizar.

Habrán de pasar muchos años seguramente para que el asombro y la vergüenza que nos provocan las circunstancias que rodearon este hecho sangriento sean valorados en su justa medida. De momento nos hemos conformado con la fractura social irreconciliable habitual, en la que 191 muertos son zarandeados sin compasión por unos y por otros.

No hay casualidades en la historia. Cualquier vestigio de irracionalidad que creamos ver en la combinación de los hechos que concurren en un momento concreto de ella, es un simple subterfugio que nos inventamos al sentirnos incapaces de asumirlos, cuando eso hechos rebasan una determinada escala inédita hasta el momento, como ha sido en este caso.

Pero ninguna partida se gana rompiendo la baraja, ni ningún problema se resuelve disfrazándolo de fatalidad.

Lo único que quedó claro sobre el desolado escenario de la tragedia fue la incompetencia de unos y la vileza de los otros.


Lo demás, aún nos lo deben.

martes, 4 de marzo de 2014

Odio.



Decenas de dueños de preferentes aporrean el coche de Blesa al grito de 'hay que matarle'. ( El Mundo)


-Si, es cierto, hay que matarlo.
-Mejor colgarle, por ladrón.
-A perro muerto se acaba la rabia.
-Guillotina.
-¡Matarlo, copón, matarlo!
-Madame guillotine.
-K lo maten.
-Matarlo.
-A veces me pregunto dónde están los asesinos en estos casos.
-Que sí, hay que ejecutarlo.
-Tendrían que haber dado vuelta al auto, si se muere no se iba a poder identificar al autor, porque eran muchos, como Fuenteovejuna.
-La pena es que no se lo cargaran.
-Sinceramente, no me importaría mucho que lo linchen hasta acabar con su vida.
-Hay que matarle para que los demás aprendan la lección.
-Pues sí, tenían que linchar a uno, así, de aviso a navegantes.


Y así, 136 comentarios hasta las once de la noche en ¡un solo hilo de Facebook!

Este es el escalofriante testimonio directo de hombres y mujeres de este país que, en este momento en 2014, expresan un odio desenfrenado en el que la palabra muerte ha alcanzado el nivel de banalidad preciso para permitir el siguiente paso. El paso al acto.

Si no fuera por que me resulta casi intolerable la idea, yo diría que estados de ánimo colectivo como el que este ejemplo revela, servirían por sí solos para explicar la causa principal de fondo de otros acontecimientos históricos que han marcado de forma permanente nuestro inconsciente colectivo, al parecer, como fue la Guerra Civil.

Cuando muchas veces uno se pregunta cómo fue posible una tragedia como aquella, no es capaz de imaginar que pueda existir esta carga de ímpetu homicida, compartida por gente normal, honesta y amante de sus hijos. Y aunque la triste experiencia nos ha dejado su certificación del hecho, una cosa es tener acceso a la información a través del conocimiento de la historia, y otra bien distinta asistir en directo a su cruda manifestación.

Si a esto sumamos la capacidad de movilización que las redes informáticas proporcionan, solo faltará la aparición del guía adecuado para desencadenar la tragedia.

Todo esto confieso que me ha sobresaltado. Me pregunto si no habremos ido instalándonos lentamente sobre un barril de pólvora; envenenándonos en pequeñas dosis sucesivas que han ido creado una situación tóxica, cuyos síntomas van a ir manifestándose cada día con mayor evidencia, como ha sido el caso presente, y cuyo estallido o estallidos, pueden producirse en cualquier momento.

Ojalá me equivoque, pero hoy por la noche, muy alterado por este hecho, lamento la lentitud burocrática que entorpece mi solicitud de la nacionalidad francesa.


Bonne nuit à tous.