Hay que reconocerlo sin rodeos, nosotros, la generación de
los sesenta, somos los verdaderos autores de una partitura original, cuyo
desarrollo sinfónico ha culminado en el confuso y ensordecedor concierto al que
asistimos hoy en día.
Una generación que introdujo, en la secular estructura
familiar de los niños, los adultos y los viejos, una nueva categoría, los jóvenes.
Inédita y con vocación hegemónica.
Nuestra arrogante actitud, respecto a la generación
anterior, se basaba en un hecho histórico. Éramos la primera generación de la historia que no se había visto envuelta
en ningún conflicto bélico. Nosotros,
teníamos las manos limpias de sangre. Nuestros padres no. La historia
precedente era el relato de un inmenso fracaso moral.
Así es que, juventud
era sinónimo de inocencia. ¡Menuda
posición de salida!
El sentido de la vida anterior, burgués, caduco y aburrido,
solo representaba una referencia de la que alejarse conducidos por el culto
sacralizado de lo joven y lo audaz.
El lado positivo de este vertiginosa apuesta lo constituyó
la invención de un mundo autónomo y exclusivo, alejado de las estructuras
existentes mediante la creación de un mercado de consumo diferente, en el que
los productos que lo integraban, la moda, la música, las nuevas profesiones,
etc, estaban concebidos, desarrollados y consumidos por una generación que se
identificaba simbólicamente con su innovador estilo.
Este fenómeno social imparable, que tenía su ámbito natural
en la burguesía universitaria occidental, no pasó desapercibido para uno de los
bandos enfrentados en la guerra fría que contextualizaba aquella época, y supo
aplicar sus solventes métodos de proselitismo con resultados muy palpables.
Paris, Mayo de 1968.
La teoría era muy simple. Y la palabra clave que la resumía
era contestación.
La victoria de esta propuesta, la determinó la rendición sin
condiciones del adversario.
Se rindió la autoridad como concepto. En la escuela y
en la familia, instituciones formativas del antiguo orden. En la amalgama
disolvente puesta en práctica, daba igual que esa autoridad tuviera carácter
moral o dictatorial. Tábula rasa.
El tuteo igualador entre alumnos y profesores, entre mayores
y adolescentes, se impuso como símbolo del triunfo de una juventud espontánea y creativa. El lenguaje y la
apariencia general se hicieron jóvenes, con el arrinconamiento de toda
evocación a la edad o la experiencia.
El mercado de consumo
detectó astutamente la tendencia, y la moda se hizo joven. Los gimnasios, la
industria de adelgazantes y la clínicas estéticas acudieron renovadas a la
llamada angustiada de la carne fláccida
y las arrugas. Nadie quiere perder el tren de la eterna juventud.
El retrato de Dorian Grey preside el salón de todos los
hogares modernos.
Pero la inundación alcanzó también al mundo de las
estructuras políticas. Hoy en día, no hay país desarrollado que no se haya actualizado, en términos de rejuvenecer
esas estructuras.
Ya había inaugurado su escaparate al inicio de esta
revolución, con el joven presidente Kennedy. Los yankees siempre con veinte
años de adelanto.
Empezó por la rebaja en la edad del votante. Casi nada. Tres
años en la corta vida de alguien con dieciocho. Y, claro si el votante es casi
un adolescente, ¿cómo los políticos pueden entender sus anhelos a los sesenta?
Consecuencia directa; los
políticos deben ser jóvenes. Un político maduro está incluido en la lista
de los sospechosos, cuando no en la de los culpables, por su edad.
En Francia, los partidos clásicos, como el PS o la UMP, les
han dejado claro el papel de comparsas a los miembros jóvenes que la ola
renovadora ha hecho indispensables. Pero Marine Le Pen, ha hecho formar en sus
alcaldías al regimiento de reclutas, elegidos por su masa mayoritaria de votantes de poca edad.
En España, una simple ojeada al panorama, nos ofrece esa
tendencia, inaugurada por el inmaduro Zapatero, que alcanza ya a un PP en el
que la joven Soraya Sainz de Santamaría empuja fatalmente al maduro Rajoy hacia
su sillón de jubilado. El PSOE busca desesperadamente un candidato en su jardín
de infancia, mientras un joven providencial, disfrazado de soixante-huitard de
pacotilla, hace suspirar a la legión de votantes imberbes, en sentido directo y
figurado, que le aclama su ayuno discurso político.
Por no hablar de ese joven engendro del Pequeño Nicolás...
Y uno, que a sus setenta pasados sostiene que solo hace más
tiempo que otros que es un niño, se
siente, una vez más, desconcertado ante su contradicción.
¡Señor! ¿cuándo maduraré de una puta vez?