“Estos crímenes, a mí juicio, no pueden ser
asumidos jurídicamente y es precisamente en eso en lo que consiste su
monstruosidad […], esa culpabilidad es tan inhumana como la inocencia de las
víctimas. Los hombres no pueden de forma alguna ser igual de inocentes que lo
eran, en conjunto, ante las cámaras de gas. Nada se puede hacer, humana y
políticamente, con una culpabilidad situada más allá del crimen, y una
inocencia asentada más allá de la bondad y la virtud. Porque los alemanes están
abrumados por millares, o decenas de millares, o centenas de millares de
crímenes que no pueden ser castigados de forma adecuada por un sistema legal;
y, nosotros los judíos, estamos abrumados por millones de inocentes, en razón a
los cuales cada judío de hoy se siente como la inocencia personificada.”
[Hannah Arendt/Karl Jaspers Briefwechsel,
1926-1969 / Lotte Kohler et Hans Saner (éd.), Munich, 1985]
Al día siguiente de la Segunda Guerra Mundial y ante el
descubrimiento, que hoy se conmemora, de las fábricas de muerte nazis, Hannah
Arendt hacia participe de esta reflexión a su antiguo maestro, Karl Jaspers.
Años más tarde, el psicoanalista israeí Zvi Rex, resumiría
el resentimiento engendrado por la mala conciencia inconmensurable ligada a la
destrucción de los judíos de Europa en esta frase lapidaria:
“Los europeos, no
perdonarán jamás Auschwitz a los judíos.”
Anunciaba de esta forma, con una extrema lucidez, el
antisemitismo que se iba a engendrar, no “a pesar de Auschwitz”, sino
precisamente “a causa de Auschwitz”. Porque la supervivencia y la intolerable
presencia de ese pueblo, representa su encarnación en el recuerdo lacerante de
los crímenes cometidos contra él.
Los nazis no consiguieron culminar el delirio de destruir un
pueblo hasta sus raíces porque, a pesar de abolir los límites morales que hasta
aquel momento separaban lo concebible de lo inconcebible, algo así está fuera
del alcance humano.
Pero lo que sí provocaron fue la aniquilación de la
inocencia.
Cuando la culpabilidad colectiva atribuida a un conjunto de
individuos se fundamenta en el mero hecho de haber nacido, y alcanza, en
consecuencia, de forma idéntica a un ser adulto y a un recién nacido, la
inocencia deja de tener significado. Eso, ocurrió hace setenta años en el
terrorífico mundo que hoy simboliza Auschwitz.
El eterno tabú de la esencial inocencia colectiva de
cualquier pueblo fue abolido, sustituido por el mito de la culpabilidad
ontológica de un pueblo en su conjunto.
Pero el crimen fue cometido, a su vez, por todo un pueblo.
El pueblo alemán. Eso planteaba un grave problema inédito, como indica Arendt.
Ningún mecanismo legal contemplaba un banquillo de acusados de ochenta millones
de encartados.
La inocencia dejó de existir por sobredosis, y la
culpabilidad también.
Ambos conceptos, con sus costuras deshilachadas y vacíos de
cualquier significado, han estado flotando inertes en una atmósfera de valores
relativos y, hoy en día, hay mucha gente que ya no recuerda la última vez que
se sintió culpable de algo.
Los grupos que cosechan simpatías, como los partidos
políticos, lo suelen hacer sembrando carnets de inocencia. Todo consiste en
identificar con claridad a los culpables, y ofrecerlos bien empaquetados y
etiquetados.
La inocencia, ha dejado de ser aquella cualidad que
caracterizaba, en ocasiones, a las víctimas de determinadas situaciones
injustas, para convertirse en un rasgo antropológico. Actualmente, se es
inocente como se es rubio, bajito o zurdo.
Conviene tener estas cosas claras y, para eso, lo mejor es
recordar dónde y cuando empezó todo.
Por si acaso.