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lunes, 17 de junio de 2013

Robespierre, transparencia y otras obsesiones.


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Del periodismo a secas se pasó al periodismo de “investigación”, modelo Watergate que, por cierto, alertó sobre un fraude electoral, pero no propugnaba un cambio de sistema. Más tarde, el periodismo “testimonial” se escudó tras la pretendida neutralidad de su carácter “notarial”, un hallazgo semántico más de ese "prodigio" del periodismo que fue José María García, “Butanito”.

De estos, y siguiendo la lógica perversa de la búsqueda profesional de la verdad, se derivó al periodismo del “reality show”, en el que supuestamente aparece esa verdad desnuda e inmediata, revelada impúdicamente por el propio protagonista, y consumida con delectación por la mayor cuota actual de espectadores de televisión.

Solo faltaba, para culminar el proceso, la aparición del periodismo de denuncia, y la crisis del sistema actual le ha proporcionado el contexto social y político propicio.

En resumen, ascensión irresistible de la transparencia.

Tratar de discernir qué fue antes, si el huevo o la gallina, es un antiguo dilema al que las diversas escuelas filosóficas no ha sido capaces de encontrar solución. ¿Fue la necesidad de purificación de la sociedad del Ancien Régime, y el barrido de la clase política sobre la que se sostenía, lo que propició la aparición del virtuoso ciudadano Robespierre? ¿O fue este incorruptible personaje, ajeno a cualquier pasión ordinaria propia del ser humano, y que basó su acción política en un novedoso periodismo inquisitorial y denunciador, quien inventó esa necesidad?

El hecho es que, doscientos veinte años más tarde, su espíritu ha renacido y, mediante unas técnicas que harían las delicias de aquel heredero de Savonarola, nos encontramos ante la institucionalización del periodismo, no ya como cuarto poder, sino como primero.

Editores, directores y redactores de los diversos medios de comunicación, compiten en una malvada disputa en pos del liderazgo moral de la sociedad. Las instituciones del estado se han convertido de esta forma en rehenes de un estado de opinión que es manejado, de forma muchas veces irresponsable, por quienes poseen los medios para hacerlo.

De esta forma, tratando de hacerse con el control de la opinión pública, se ha puesto en marcha hace algún tiempo la maquinaria precisa para crear una obsesiva demanda de honestidad, en la que el combustible fundamental es el de la altamente inflamable sospecha.

La sospecha es la precursora de la acusación; y la denuncia el agente activo que la promueve.

La corrupción es algo que lleva potencialmente implícito el ejercicio del poder. Y la sospecha de esa corrupción es consustancial y concomitante con la existencia de la democracia. De hecho, por ejemplo, el estallido público del escándalo del Straperlo, ruleta trucada instalada en varios casinos y de cuyos beneficios participaban varios políticos de la Segunda República, propició la salida del gobierno, en 1935, del líder del Partido Radical, Alejandro Lerroux, y un debilitamiento notable del ya entonces titubeante prestigio de la República.

Los recientes escándalos de corrupción, no son más numerosos, ni más graves, que los llevados a cabo por miembros concretos de la administración desde que la democracia se instauró. Pero ahora se da una circunstancia favorable para el desprestigio de la clase política en su conjunto: la profunda crisis estructural que sufre el sistema, y sus desastrosas consecuencias económicas.

Los gobiernos se ven impotentes ante esa situación, y no puede cumplir adecuadamente su misión de asegurar la seguridad de sus ciudadanos y garantizarles unas condiciones de vida decentes. La consecuencia derivada del anteriormente mencionado estado de opinión es entonces la exigencia de que, si no son capaces de arreglar la situación, ¡al menos que sean honestos!

Pero la sensación de impotencia consiguiente acaba derivando fatalmente en un ¡son todos unos chorizos!

La descentralización del estado ha multiplicado las posibilidades de corrupción, en paralelo a la profesionalización de los órganos rectores de los partidos. Como consecuencia de ello, la frontera entre los fondos públicos y el dinero privado se ha ido haciendo cada vez más borrosa.

Si a ello añadimos la tendencia ontológica de nuestro pueblo a considerar que las diferencias de talento, educación y éxito económico, que se consideran normales en cualquier sociedad democrática, corresponden a una injusticia social, nos encontraremos con que la crisis habrá provocado la tormenta perfecta. Toda diferencia es sospechosa ante la virtud suprema del igualitarismo.

Por otra parte, el estado providencial que se estableció definitivamente  a partir de la Segunda Guerra Mundial depende fundamentalmente de aquellas corporaciones que le proporcionan los fondos necesarios para financiar sus incontables y caros servicios, vía impuestos o financiación, y a esos agentes de sostenimiento les proporciona el estado, a su vez, garantías de status y les acuerda subvenciones y otras ventajas. Esas son las reglas del juego, nos gusten o no.

Esta situación proporciona, como es lógico, munición abundante a los defensores de la pureza. La ceremonia que se deriva de su acción diaria es la de linchamiento general, y este es un síntoma muy preocupante, porque está dejando atrás la exclusiva función de justicia, para poner en primer término el cuestionamiento del propio sistema, que ya es calificado de forma acrítica como un sistema corrupto.

La aparición de un Robespierre que discipline a la sociedad en la virtud, es poco probable. Lo contrario sería temible, ya que Robespierre puso simplemente la retórica de la virtud al servicio de un  régimen criminal, en el que El Terror no solo no resolvió los problemas planteados sino que pavimentó las calles de aquella sociedad con la indignidad de un pueblo denunciador, manchado con la sangre de muchos inocentes.

El porvenir, inmediato o a medio plazo, no parece que vaya a ser una fiesta. No obstante es falso que Imperio Romano se haya desmoronado un día concreto. La decadencia es un proceso largo, que dura lo suficiente como para ser reemplazado por otra cosa. Hasta ahora mejor.

Serán los años, pero yo, al menos, estoy preocupado pero tranquilo.

No sé si me explico.