El reciente incidente que ha tenido lugar en la universidad Complutense de Madrid, en el que miembros destacados del partido socialista y del sindicato UGT aclamaron las declaraciones del ex-fiscal Jiménez Villarejo en torno al llamado caso Garzón, y en las que se vertían graves acusaciones a los miembros de la Sala Penal del Tibunal Supremo, pone de manifiesto una actitud históricamente recurrente entre las personas que representan a la voluntad popular; lo que, analizado desde el punto de vista histórico, induce a considerar la exitencia de un grave padecimiento patológico que, al parecer con carácter crónico, afecta a nuestro pueblo.
Esta intuición no sólo es inquietante por el sectario crarácter excluyente que constituye su principal rasgo definidor, sino sobre todo por su contumaz permanencia en el tiempo.
Cuando se leen las delirantes afirmaciones que se han vertido en este acto, e independientemente de su extravagante formulación, cualquier persona que se haya interesado por los orígenes parlamentarios de la catástrofe de nuestra Guerra Civil, encontrará sorprendentes analógias, tanto de estilo como de contenido, entre esas afirmaciones y los incendiarios discursos de algunos diputados y hombres políticos de la Segunda República.
Sería sensato suponer que las abismales diferencias de contexto cultural y político, entre el mundo de los años treinta – no sólo en España– y la época presente, proporcionarían el distanciamiento indispensable para valorar aquellas frecuentes manifestaciones de ausencia de civismo, como una consecuencia inevitable de los turbulentos años que siguieron a la Primera Guerra Mundial y las subsiguientes crisis morales, políticas y económicas que padeció la Europa de la época.
Sin embargo, la terca permanencia en nuestro país de un espíritu vindicativo que excluye la indispensable tolerancia con el adversario, para el ejercicio de la convivencia democrática, obliga a hacer un nuevo análisis que permita comprender mejor las raices del problema actual.
La Guerra Civil fue una clamorosa y trágica demostración de la impotencia de un pueblo para ejercer la vida en común entre sus integrantes, y se saldó con las catastróficas consecuencias que todos conocemos. Esa carencia de espíritu cívico no se manifestó sólo durante los cinco años de la república y los tres años de contienda armada, sino que se cultivó durante treinta y ocho años más de dictadura – en la que las generaciones que hoy ejercen cargos de responsabilidad fueron educados– en virtud de la falaz afirmación de que el pueblo español no estaba ontológicamente capacitado para vivir democráticamente.
La aplastante responsabilidad moral que gravitaba sobre el pueblo que había participado en aquella la carniceria fue asumida de forma diferente por los ciudadanos, dependiendo de sus más o menos arraigadas convicciones políticas. La mayoría de ellos, que no poseían esa convicciones, pasaron paulatinamente del trauma, en un país devastado, a la necesidad de normalizar su existencia cotidiana, asumiendo, poco a poco, la mencionada falacia pseudofilosófica como único refugio moral.
Cuando se analiza franquismo, desde la muerte del dictador, suele hacerse desde el punto de vista de las estructuras del sistema y sus protagonistas, olvidando que sociológicamente hablando la inmensa mayoría de los españoles fueron franquistas por convicción o cómplice indiferencia, en esa época.
Aquellos que fueron adoptando una posición moral o política de oposición al Régimen saben lo escasos que eran sus compañeros de actitud y las hostilidad cotidiana de su entorno próximo.
Una cuestión diferente es la posición de militancia adoptada por los miembros de los partidos políticos que habían formado parte del Frente Popular. Desde la clandestinidad del interior o bien desde el exilio, consideraron la derrota de Abril de 1939 sólo como una batalla perdida y pensaron que, si se conseguía internacionalizar el conflicto al final de la Segunda Guerra Mundial, se podría acabar obteniendo la victoria definitiva. El estallido de la Guerra Fría puso fin a esas especulaciones y con ellas a sus esperanzas de llevar a cabo algo, que acabó siendo únicamente una oposición clandestina casi testimonial y hábilmente manipulada por el bloque soviético, especialmente hasta el final los años sesenta, y controlada a través del Partido Comunista Español.
A pesar de estas evidencias, que cualquier testigo bienintencionado de la época puede confirmar, la lucha política que se inició con la transición, a la muerte del dictador, tuvo unos inicios en los que los intolerantes de todo pelaje pretendían llevar a cabo de nuevo un arreglo de cuentas, con cuarenta años de antigüedad, menospreciando el deseo de muchos conciudadanos de empezar a vivir su própia historia en el segundo período de su vida, después de haber pagado las consecuencias de un conflicto, en el que no habían tomado parte, durante los primeros treintaocho años de la misma.
Afortunadamente, las ambiciones de poder de aquellos primeros protagonistas políticos pudieron más que los viejos rencores, y así se hizo una transición que casi todo el mundo asumió como la mejor solución posible.
Pero cuando la siguiente generación de políticos accedió al poder, y probablemente por no sentirse suficientemente legitimados como simples herederos del mismo, les pareció oportuno revisar la historia de aquella transición y rescatar de las tinieblas del pasado una derrota nunca asumida para llevar a cabo la venganza; algo indispensable para alcanzar finalmente una victoria póstuma.
La manipulación de la historia, y la apelación a los sentimientos agraviados de los descendientes de las víctimas de las atrocidades de una de las partes – olvidando deliberadamente la existencia de otros seres igualmente ofendidos en el otro bando – han sido los malvados recursos utilizados por ellos en los últimos tiempos, y cuyas consecuencias están aún por ver.
Pero que unos políticos mediocres traten de hacer, en su mísera actuación como tales, algo que pueda ser recordado por la historia, no pasaría de ser el banal síntoma de una enfermedad relacionada con su pauperrima autoestima. Sin embargo, su coducta se convierte en una amenaza para la comunidad cuando su instinto parece indicarles que existe la posibilidad de encontrar un eco de sus delirios en la eterna condición cainista de sus conciudadanos.
Las dudas que pueden albergar respecto de esa posibilidad, les obliga a esforzarse por encontrar argumentos más allá del raquítico ámbito de su difunta ideología. Y es en algunos escenarios de mayor prestigio donde han ido a buscarlos.
En el final de la Segunda Guerra Mundial, el Juicio de Nüremberg fué un dificil ejercicio legal en el que se hacía necesario establecer nuevos criterios y definiciones jurídicas, que respondiensen a unos hechos delictivos que no estaban previstos en los códigos de la guerra en vigor. El encaje de esos nuevos supuestos en los diversos textos legales de las potencias vencedoras no supuso un trabajo fácil para los encargados de hacerlo. Al final se consiguió sobre todo establecer conceptos morales que ampararon a unas nuevas leyes, y los responsables de delitos a los que se pudo alcanzar fueron rigurosamente sometidos a ellas.
La definición de delitos como el genocidio y los crímenes contra la humanidad sentaron unas nuevas bases, de esta forma, como respuesta a las hasta entonces inimaginables atrocidades llevadas a cabo por los regímenes totalitarios vencidos.
Los nuevos intereses geoestratégicos que provocó la Guerra Fría no fueron ajenos al pragmatismo con el que, en el plano político, esas potencias trataron al régimen franquista. Pero esa afortunada circunstancia que favereció al dictador, poco o nada tiene que ver con aspectos jurídicos. Las potencias occidentales no consideraron que los hechos llevados a cabo por dicho régimen respondiesen a los supuestos delictivos establecidos en Nüremberg.
El franquismo, en su opinión, respondía más bien al perfil própio de los pronunciamientos decimonónicos o de los caudillismos latinoamericanos, que al de los régimenes extrictamente totalitarios como eran el nazismo, el fascismo o la dictadura stalinista. Y la represión posterior a la guerra a la más elemental de las crueldades.
El machaconamente repetido tópico de que el levantamiento de los militares rebeldes se hizo contra la República legítimanente instaurada por el pueblo español no deja de ser una interpretación abusiva de unos hechos que cualquier observador imparcial de los mismos rechazaría sin dudarlo. Sabemos que el gobierno de dicha república, tras las elecciones de Febrero de 1936, había sido ocupado por el Frente Popular, quien no se recató en ningún momento al declarar sus intenciones revolucionarias, término este que es necesario interpretar en el contexto lingüístico de la época.
La nómina de víctimas de ideología inequivocamente republicana que ese gobierno aniquiló, o que se vieron obligados a exiliarse, es lo suficientemente elocuente como para no albergar ninguna duda sobre el carácter antirepublicano del mismo, que ya se había manifestado en la revolución de Octubre de 1934.
A pesar de ello, desde el final de la última guerra mundial, una buena parte de los círculos intelectuales europeos y estadounidenses, próximos a posiciones izquierdistas, han mantenido tercamente una interpretación del proceso histórico de la Guerra Civil y de la posguerra, que ha convertido esa visión acrítica en un tópico romántico que goza de una asombrosa permanencia en el tiempo, a pesar de la sucesiva aparición de infinidad de análisis y de estudios históricos que la desmienten.
Apoyándose en este contumaz malentendido, se ha visto en los últimos años como nuestros gobernantes han emprendido una labor de amalgama de conceptos heterogéneos, con la que intentan llevar a cabo la inclusión del franquismo en la nómina de los totalitarismos condenados en Nüremberg, pretendiendo rectificar el supuesto error de aquellos jueces, que no lo hicieron en su momento.
Así vemos, por ejemplo, como los combatientes del Frente Popular, refugiados en Francia al final de la guerra civil y que los nazis deportaron a campos de concentración –no de exterminio–, son equiparados a las víctimas de la Shoah con un impúdico oportunismo.
Una revisión de los delitos cometidos por el régimen franquista hoy, sólo se comprendería, al margen du su estéril oportunidad, si se llevase a cabo simultaneamente a un ejercicio simétrico sobre los perpretados por el gobierno del Frente Popular. En ese supuesto, el fantasmagórico proceso de Franco podría tener unas consecuencias muy problemáticas para algunos presuntos implicados del otro bando que, estos sí, aún están vivos.
La pregunta que se hacen con cierta alarma algunos españoles hoy es sí sería posible, desafortunadamente, que declaraciones como las que se han oído en la Universidad Computense pudieran tener algún eco en sectores ámplios de la actual sociedad.
En caso de que la respuesta fuese afirmativa contituiría un grave síntoma de un síndrome español incurable.