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domingo, 29 de diciembre de 2013

Diletantismo, o el desinterés decreciente de una inclinación.

El interés (no bancario) es un tipo de dependencia del objeto que lo provoca muy diferente de la inclinación (no espacial). Aunque es más que probable, según Kant, que no pueda producirse la primera sin pasar por la segunda.

Y es que, para el maestro de Könisberg, es una inclinación recurrentemente satisfecha la que origina a la larga el interés verdadero. Y, por si esto no fuera suficientemente interesante, añade que el juicio sobre el objeto que provoca nuestra inclinación, no es un juicio libre más que en el caso de no estar vinculado a un interés, ya que este siempre provoca una exigencia o la produce. Esta clarísimo.

El juicio (de gusto lo llama él) positivo sobre la representación de algo que estimula la inclinación hacia ello, es libre si está desinteresado por lo representado; si se es indiferente ante su existencia. Ya que, en el caso contrario, ese interés provocaría el deseo y eso acabaría con la independencia del juicio. A lo mejor, tiene algo que ver con lo que nosotros llamamos juicio desapasionado.

En fin, como introducción no ha estado mal ¿verdad?

Y ¿a qué viene toda esta interesante reflexión? Pues viene a cuento de dos cosas. Una hace referencia al panorama político que ofrece este fin de año. La otra a una declaración de principios.

Empecemos por lo segundo.

Esta incongruencia prueba fehacientemente que, para empezar, el hecho de que todo venga habitualmente en dirección opuesta a la de un sujeto como yo, se debe únicamente a que son los demás los que son unos kamikazes.

El significado que yo atribuyo al término diletante, con el que describo habitualmente mi más íntima naturaleza, probablemente no coincidirá con el que muchos, o todos, lo definen. Pero eso es así porque, como ya dije, no son más que unos insensatos kamikazes.

El Diletante, así en cursiva para que alcance su mejor expresión formal, es pura y simplemente el producto de una inclinación universal, y un poco obsesiva si queréis, por todo aquello que llama su atención dentro del amplio catálogo de la creación humana.

Y esa inclinación es pura, en el más genuino sentido kantiano, ya que cuando se siente atraído por ello suele ignorar voluntariamente todo lo referente al asunto, no prestando atención más que a su atractivo formal. O sea que no experimenta el más mínimo compromiso o interés por ello. En resumen, está absolutamente desinteresado por su significado.

Es más, a medida que se va involucrando en el asunto, nota como su inclinación comienza a enderezarse, a medida que la citada actividad empieza a demandarle solapadamente un poco más de interés.

Podríamos colegir de todo ello que la medida del ángulo de la inclinación, expresada en grados, determina la cantidad de desinterés de cada momento.

Ese proceso de desinterés decreciente es muy productivo para el diletante, ya que le permite cambiar de inclinación con desahogo y multiplicar el número y la variedad de sus actividades, elemento esencial de esta noble actitud.

Claro que esta gratificante ocupación no goza, considerada en su conjunto, de una gran reputación. Pero es que, para el diletante serio y comprometido con sus inclinaciones, la reputación debe ser solo una deslumbrante chispa instantánea que, si tiene facultades, se iluminará repetidas veces en su carrera. Tantas como distintas disciplinas logre desempeñar.

Los frecuentes calificativos de dandy, snob, pedante, frívolo, superficial o coqueto, con los que suelen tratarle los tristes especialistas, lejos de representar una ofensa para el diletante significarán el reconocimiento del valor de sus performances y le proporcionará la indispensable distancia irónica en la que es preciso instalarse, si se quiere llevar a cabo con éxito este excitante quehacer.

No he conocido demasiados diletantes verdaderos, auténticos profesionales de la diletancia, dejando aparte mi respetado amigo Magnolio. Me he tropezado a menudo, sí, con ese oxímoron del diletante que es el diletante–amateur. Pero este bricoleur de fin de semana nunca llegará a nada, porque está demasiado interesado en serlo.

El desinterés, tantas veces mencionado en esta cuartilla, no es cosa fácil de conseguir. La nefasta tendencia invasora de la especialización, que asoló como un tsunami el rompeolas del espíritu humanista original, provocando la resaca que aun hoy padecemos, sigue golpeando obstinadamente; empujado actualmente por los favorables vientos que soplan impulsados por “la tecnología al alcance de todos los analfabetos”.

Para conseguir estar verdaderamente desinteresado es preciso ser inteligente. Perdón por la inmodestia. El desinterés no es producto de la pereza, ni mucho menos. El diletante mantiene una actividad de observación incansable, porque ese esa su principal cualidad.

El diletante no acude a academias. Adquiere sus virtudes observando con agudeza y preguntando con delicadeza. Fijándose el los detalles claves; para lo cual, el oficio le ha ido dotando de un mecanismo de discriminación de gran finura, ya que con el correcto descifrado de esas claves se ahorra mucho aprendizaje.

Para acabar este punto, os voy a contar el secreto mejor guardado de un diletante. La razón ( y aquí Hr. Immanuel me podría echar una bronca, porque el desinterés lo es porque no involucra a la razón) la razón, digo, por la que uno se mete, o… quizás mejor, asume por fin su condición innata de diletante, es la certeza que adquiere enseguida, respecto del placer que se detecta en el ejecutante de todo aquello que le deslumbra, y a lo que se lanzará de cabeza.

Y acabando por lo primero, que va un poco de relleno, os diré que ni incluso mi actual relativa lejanía de la madre patria me aliviaría del aburrimiento que la actualidad política provoca, si no fuera por que gozo de un olímpico desinterés por la misma.

Y ese desinterés apasionado me permite observar, por ejemplo, con una distancia académica de entomólogo, las tragicómicas danzas folclóricas de los agónicos escarabajos nacionalistas de la esquina nordeste. Interesante espectáculo introductorio, por otra parte, a la grandiosa traca final del solemne acto de auto-inmolación nacionalista que se oficiará en el famoso referéndum.

De otras decrépitas novedades del país, que me llegan como un lejano y tartamudo eco de vez en cuando, mejor no invertir ni un minuto del resto de mí vida.

También este bello país de Francia me permite observar desinteresadamente sus miserias, que son muchas y variadas, y, a veces me río mucho. Como cuando, recientemente, un conocido actor preguntado por popular periodista político declaró que él no era lo suficientemente inteligente para ser de izquierdas.

Finezza de esa es la que se echa en falta entre sus colegas españoles.

Buen, pues nada… recibid todos mi felicitación más desinteresada, con motivo de la entrada del 2014.

¡Hale...!

martes, 10 de diciembre de 2013

Ni terrorista, ni santo.


            Ya suenan los clarines fúnebres. Ya los cortejos necrófagos se alinean en la comitiva. Ya comienza la ceremonia caníbal del reparto de despojos. Ya los próceres de la revancha y el odio se revisten de la camisa aún tibia del héroe de la reconciliación y la moderación. Pronto no nos quedará nada de Mandela, a los que únicamente (nada menos) vimos en él al hombre que mejor puede simbolizar la esperanza del siglo XXI. Un siglo en el que la razón debería, por fin, prevalecer sobre las decrépitas y emponzoñadas emociones que siguen estimulando a los intolerantes.

Esta nota necrológica apresurada me surgió de forma espontánea ante la plañidera catarata de declaraciones oportunistas y miserables que, no por previsible es menos indignante, la muerte del líder negro ha producido.

Hay de todo en esta orgía retórica. Desde los que no dejan de señalar el pasado terrorista del protagonista, tratando de ser originales ante la desmesura de ciertas hipérboles ditirámbicas, hasta los que olvidan ese pasado; porque lo ignoran o porque estropea la imagen de santo laico con la que las se complacen en describirlo. 

Lo que no abunda es un análisis equilibrado de la figura de alguien, que si bien adoptó a lo largo de su vida muchos de los paradigmas reivindicativos más significativos del siglo XX, lucha contra el racismo; exaltación de las minorías étnicas; militancia marxista; nacionalismo negro frente al supremacismo blanco; lucha armada, etc, etc; adoptó en el momento preciso una posición totalmente inédita en nuestra época. La de la reconciliación.

Y no la adoptó por razones místicas. Lo hizo por razones políticas.

Pero esas razones tienen no solo la virtud política necesaria para resolver un problema político concreto, el del Apartheid; además, son una demostración empírica de la esencia de toda política verdaderamente legítima, que es su naturaleza moral.

Con un régimen abominable ante sí, y media vida pasada en prisión, noventa y nueve de cada cien actores políticos se sentirían sobradamente justificados para llevar a cabo la revancha canónica de la lucha de clases o la de una guerra aniquiladora de liberación nacional.

Y ahí precisamente es donde reside la originalidad de la actitud de Mandela. Una revancha, no solo desencadena un conflicto de duración y resultados inciertos, como la experiencia nos demuestra, sino que además es injusta.

Y lo es, porque sus razones, a la postre, se revelan simétricas de las de los adversarios. Y porque las verdaderas causas en origen del conflicto son menospreciadas o ignoradas, al no tener ningún programa adecuado a su resolución. El relato de una revancha se consume en su ejecución. Los vengadores no tienen nada previsto para el día después.

Mandela tuvo mucho tiempo, durante su cautiverio, para reflexionar sobre esas causas, mientras contemplaba desolado el fracaso históricos de todos los movimientos en los que se había inspirado, o que él mismo había estimulado.

La diversidad de factores que concurren en cualquier conflicto socio-político, constituyen un problema al que los aprendices de tiranos, que encabezan los movimientos reivindicativos al uso, no pueden prestar atención; porque su propósito pasa por ofrecer soluciones radicales y fáciles de asimilar por una masa desinformada de seguidores.

La complejidad objetiva de la realidad es el obstáculo infranqueable de la revolución.

Pero cuando un político auténtico se enfrenta a esa complejidad, tiene que arriesgarse a la incomprensión que su propuesta va a generar entre sus partidarios, al tratar de aglutinar en torno a ella a todas las partes afectadas por el conflicto. Única forma, no solo legítima sino también eficaz, de romper el fatal círculo vicioso que engendra la violencia.

¿Podríamos imaginar a personajes como Arafat, o cualquiera de los líderes de la llamada Primavera Árabe, por no hablar de los narco-guerrilleros de Colombia, o las bandas yijadistas, adoptando posiciones similares?

Y, sin embargo esos siniestros personajes gravitan desde hace décadas en torno al núcleo de los principales conflictos que el mundo padece. Y, por si esto fuera poco, la mundialización les ha proporcionado nuevos medios de propaganda y difusión, además de neutralizar las soluciones que pasaban, hasta hace poco, por su aislamiento.

Por eso la figura de Mandela, más allá del triunfo concreto que supuso la resolución del problema de su país, representa un nuevo paradigma, una nueva esperanza, para el actual mundo globalizado.

Un mundo en el que aún perduran conflictos enquistados en más de cincuenta años de enfrentamientos, a los que esa dramática duración retro-alimenta cada día con falsas excusas para su perpetuación, y que, el tiempo histórico vertiginoso que vivimos, hace que sus raíces se hundan en la ya remota prehistoria de hace solo medio siglo.

En ese subcontinente austral, que es la República Sudafricana, tan lejana y tan próxima como el resto del planeta, se ha llevado a cabo de forma inesperada un experimento absolutamente innovador, que ojalá empiece ha ser analizado con un poco más de ambición histórica de la que los delirios caníbales del entierro de Nelson Mandela están manifestando.

Al menos ese es el deseo del negro más blanco del Hemisferio Occidental.

Que soy yo.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Pleonasmos y oxímorones.


Vivimos actualmente en España, pero no solo en España, en medio de un clamoroso y contumaz malentendido ante el cual, los profesionales que en el futuro espero que ocuparán el centro neurálgico de la sociedad, esto es, los pensadores, se asombrarán por  la simplicidad aparente del fenómeno y graves consecuencias que, sin embargo, está teniendo.



Me estoy refiriendo a la falta de capacidad que padece la sociedad actual para discriminar dos conceptos que, sin embargo, son diferentes con total evidencia. Se trata de la fatalidad y el problema.



El hombre, evidenció la diferencia que hacía de él un ser vivo pensante, no tanto por el hecho de haber creado el lenguaje simbólico y, simultáneamente, su capacidad de pensar/imaginar, sino por el primer resultado de esa capacidad, que fue la de inventar una herramienta definitiva como es el tiempo. Ese invento asombroso desarrollaba, entre otras ecuaciones esenciales, la de la conciencia de futuro.



Pero como todo invento conlleva indefectiblemente uno o más inconvenientes, el de este consistió en el deprimente descubrimiento de nuestro fatal destino : la muerte.



Bueno, esto tal vez fuera así, o tal vez a la inversa, y haya sido el descubrimiento de la muerte el punto de partida para inventar el tiempo. No importa, esta querella carece aquí de relevancia. Lo que sí es cardinal, para el propósito de esta reflexión, es el adjetivo fatal .



Y lo es, porque de él se deriva un sustantivo, la fatalidad, que enunciará una de las dos características que ciñen a la circunstancia del hombre. Al contexto en medio del cual trata de aproximarse a la realidad. La otra la constituyen los problemas.



Y está al alcance de cualquier mente desarrollada ver la diferencia. La fatalidad escapa a la voluntad del hombre y, en consecuencia, carece de solución; y el problema, por definición, contiene una solución que es posible encontrar.



De hecho, el problema no pueden ser de ninguna manera una fatalidad, ya que consiste, en multitud de ocasiones, en una consecuencia directa de ella. El ejemplo más palmario es el de la lluvia. Ese meteoro, como todos, es inevitable. Es fatal. Sin embargo, el efecto que provoca, el hecho de mojarnos, ese sí es un problema. Y el hombre, inventando el paraguas, lo resuelve.



Pero entrando en núcleo de la cuestión, nos encontramos con un caso paradigmático del mencionado malentendido. Así lo constatamos cuando, en uno de los fenómenos más típicos de los dos últimos siglos, el nacionalismo, el equívoco adquiere unas características muy significativas.



El nacionalismo, además de los múltiples vicios que lo caracterizan, posee uno que le es esencial; el de convertir una fatalidad en un problema.



Porque, pocas cosas pueden ser más fatalmente arbitrarias que el lugar de nacimiento. Si uno pudiera escogerlo, como dicen ellos, seguramente el país vasco estaría pletórico de población.



Y así ha sido como el problema del nacionalismo, trágicamente devastador aún recientemente, como todo ser decente recordará, ha surgido directamente de un desdichado malentendido.



Si los seres nacidos en un lugar cualquiera, considerasen ese hecho fortuito con la misma in-diferencia que la de ser alto o bajito, rubio o moreno, flaco o gordito, nos hubiésemos ahorrado montones de penalidades.



A un devoto de Las Luces como el que esto escribe, siempre le inquietó la fascinación que aquellos revolucionarios sintieron por las razas negra o cobriza, en las que no vieron más que lo concerniente a su interpretación científica. Poco sospechaban las consecuencias que se iban a derivar de su culta curiosidad.



Y así hemos pasado de aquella fascinación por el conocimiento, y la asimilación que este supone respecto de los diferente y desconocido, a una fraudulenta exaltación de la diferencia.



Es como el desmontaje de las muñecas sucesivas de la matrioska. Cada una de ellas contenida en la anterior. Como actualmente cada una de las partes de la humanidad van singularizándose respecto de la unidad más grande del conjunto. Incluidas cada una en otra mayor, se van extrayendo hasta quedarse en la penúltima figura, hueca como las anteriores, que representa el terruño, la aldea de la tribu.



Pero nunca alcanza a la última, la sólida, la que es el origen de las restantes, que es el individuo.



Entre las plagas pseudo-religiosas que han adquirido más éxito en estos últimos cien años, se encuentran las actuales “ideologías” desintegradoras. Como por ejemplo, esa categoría polimorfa de nacionalismo que es el multiculturalismo, o ese otro acantonamiento en minorías de cualquier género -pero no de cualquier número- que nunca se expresan en singular.



Y en eso estriba precisamente la cuestión. Cuando Johann Kaspar Schmidt, conocido bajo el seudónimo de Max Stirner tuvo la audacia de declarar “Yo soy único, no hay nada por encima de mí y por eso fundo mi causa sobre nada…”, aparte de escandalizar a Karl Marx que intuyó tras la verborrea de este jovenzuelo filósofo el nacimiento del anarquismo, estaba poniendo su dedo sobre una llaga que aún escuece.



Porque…¿dónde está en este momento el espacio al que gente como yo tenemos legítimo derecho? Porque fuera de las infinitas y oscuras cuevas platónicas actuales, no parece existir ningún sitio.



Así es que el pleonasmo que constituye el “ser individual”, se ha convertido en una especie de oxímoron. Porque el ser, lo que se dice un ser, o es colectivo o, simplemente, no es. ¡Ahí quisiera ver yo al bueno de Martin Heidegger!



El implícito racismo de los movimientos anti-racistas actuales, se manifiesta explícitamente en su reclamación, no de la integración, sino de la diferencia racial. Del mismo modo que el feminismo radical no oculta su sexismo por idénticas razones. La segregación que llevan a cabo los lobbies gays, respecto de los que ellos denominan heteros, sigue el mismo rumbo. Por no hablar de las reclamaciones de libertad de predicación, de confesiones religiosas tan “decididamente tolerantes” como el Islam. Todos ellos son modelos reiterados de oxímoron.



Algunos ejemplos de las consecuencias de una época tan fabulosa de la que disfrutamos, dicho en el sentido más literal del término, la tenemos, por ejemplo, en la transformación de otro pleonasmo, como es la de la cultura burguesa, devenido en otro ejemplo de oxímoron, en virtud de la campaña de derribo incontrolado al que se la está sometiendo, desde hace años.



Tomemos el ejemplo de la Catedral de Estrasburgo, a la que esa cultura ha convertido en un esplendoroso museo, visitado por miles de turistas venidos desde las más variadas procedencias culturales y religiosas. No muy lejos de él, se ha levantado la que pasa por ser la mayor mezquita de Europa, atiborrada, exclusivamente, por miles de fieles mahometanos.



La convivencia, que no es lo mismo que la asimilación, de estos dos exponentes de ambas culturas, no redundará en beneficio de la mas débil, por su espíritu heterodoxo, que es el museo, sino a favor de la férrea ortodoxia de la mezquita. Y, esa supuesta convivencia es, cómo no, otro oxímoron.



Si Dios no lo remedia.


viernes, 25 de octubre de 2013

No hay chivo expiatorio

He leído recientemente una columna de Andrés Trapiello en torno a la exasperante salida de ese despojo moral, con forma de mujer, llamado Inés del Rio, en la que, al hacer referencia a las víctimas de los terroristas, sostenía que estas desgraciadamente ya no existen.

Trapiello es uno de los escasos comentaristas de la actualidad, junto con Espada, Juaristi, Terch, Albiac, Pérez Maura, Uriarte y espero dejarme alguno más, que reúne, en mí opinión, las condiciones mínimas exigibles a cualquier miembro de esa digna profesión. Pero, dicho esto, en esta ocasión creo que le ha faltado finura en su apreciación.

Cuando cometieron el atentado de Atocha, traté de explorar todos los recovecos de la angustia que me produjo y me encontré con algo inesperado. La urgente compasión por aquellos que se vieron privados de su vida o malheridos ocultaba una parte de esa angustia. Aquella producida por la repentina conciencia de que yo, y todos los que me rodeaban, éramos también víctimas. No consumadas, en efecto; pero igualmente destinatarios de aquel siniestro mensaje explosivo, que no recogimos por que, simplemente, no nos encontrábamos en el lugar preciso para hacerlo.

Un atentado se dirige directamente al conjunto de la sociedad. Y, cuando tiene lugar, esa sociedad es herida; mutilada de algunos de sus miembros. Y esa es la razón que explica el dolor lacerante que nos afecta a todos cuando sufrimos esa mutilación.

Las víctimas son aquellos que sufren. Aquellos a los que se les arrebató definitivamente el objeto de su afecto. Familiares, claro; y amigos; pero también conciudadanos que ya no somos exactamente lo mismo, tras el trauma que supone el saber de la desaparición de unos semejantes a manos de los asesinos.

Víctimas, en definitiva, son sobre todo los que no encontrarán consuelo para su pena ya definitiva.

Paro también somos agredidos permanentemente por otra realidad no menos violenta. Aquella que perpetran los excarcelados con su simple presencia entre nosotros. Ellos matan de nuevo, cada vez que una de sus víctimas, nosotros, lo reconoce en la calle, travistiendo su identidad de matón sanguinario con la apariencia de un ciudadano corriente. O sea, de una víctima anónima. Usurpando, para colmo, la imagen del dolor ajeno.

Ciertas personas, los socialistas sin ir más lejos en su obsesión por ser los guardianes de toda moral, rechazaron una posible reforma del código franquista, con el argumento bíblico de que la propuesta estaba inspirada por la venganza.

 Pues bien, en su simpleza intelectual nunca cupo la intuición de que el perdón pudiera ser la versión más sublime de esa venganza, por el peso moral aniquilador que carga sobre los hombros del culpable perdonado. Pero esto es demasiado sutil para el sanedrín moral socialista.

¿Qué decir, pues, sobre Estrasburgo, que no haya sido repetido hasta la extenuación estos funestos días? Pues, tal vez algo que suena a provocador. Yo estoy de acuerdo con la sentencia de ese tribunal.

Claro que las provocaciones siempre deben ser fundadas y argumentadas, si lo que el provocador pretende es utilizarlas como factor estimulante y no como una simple gesto de dandismo intelectual.

Debo, por tanto, aclarar que soy partidario de que las layes se cumplan. Las leyes contenidas en los Códigos, claro. Como ha hecho el TEDH.

Por lo tanto, la llamada doctrina Parot, que algún día alguien nos explicará porqué se llamó así, con grave riesgo de sugerir que este bárbaro preconizaba algo distinto de sus fechorías, esa doctrina digo, no es una ley como Dios manda. Es una patética chapuza legal, con un intolerable carácter retroactivo, desde el punto de vista judicial.

Un averiado parche que trataba de cerrar las fisuras por las que, en virtud de las benevolentes leyes del franquismo, se escapaban los años de condena de quienes deberían permanecer encerrados en sus confortables mazmorras hasta el día que los sacasen en un cajón de pino.

Así pues, si algún responsable hay, en lo que refiere a la salida de la cárcel de los malos, ese responsable habrá que buscarlo entre los políticos que no tuvieron en su día la voluntad de cambiar ese estado de cosas, por las razones que fuese, y no en el TEDH.

Y, de entre ellos sería injusto no destacar la responsabilidad del Partido Socialista, que en función de sus condiciones de poder, compartiéndolo si preciso era con los nacionalistas vascos, supeditaron durante lustros la reforma de ese código a sus particulares intereses políticos.

Y así llegamos al día de hoy y su especial circunstancia.

Ante la legítima carga emocional asociada a las víctimas, su desgarrador clamor ensordece el escenario llenándolo de expresiones de una solidaridad general que trata de arropar el desamparo de las mismas, al que todos hemos contribuido un poco con esa suave indiferencia con la que toda situación enquistada durante años acaba convirtiendo en banal lo fundamental.

Pero esa indignación renovada, instalada hoy en el primer plano de la escena, conduce tal vez al desenfoque de un urgente e indispensable análisis de las causas profundas de la situación, compensándolo con la búsqueda inmediata de un chivo expiatorio. En este caso, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Pero cuando se toma la molestia de no conformarse con las soluciones fáciles, poco a poco, un acontecimiento como el presente no por fatalmente esperado menos traumático, empieza a poner en evidencia la dimensión histórica de la catástrofe que ha supuesto para nuestro país el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.

Cuando oigo hablar del triunfo del estado de derecho sobre el terrorismo de ETA, detecto en esa expresión un peligro real. Un peligro tanto más insidioso cuanto que se embosca tras la veracidad literal de esa afirmación.

En efecto, ETA ha sido derrotada. Pero lo ha sido únicamente en cuanto a su objetivo delirante de establecer una república marxista-leninista en el territorio del País Vasco, y también en el terreno de la lucha armada empleada en ese empeño. Nada más.

Pero si pensamos en la posibilidad de que esa gente, asesinos pero no estúpidos, desde hace años hubiesen cambiado su estrategia y emprendiesen otra vía, de la misma forma que lo hizo Hitler en 1923 una vez que el fracaso del putch de Munich le hiciese valorar la alternativa parlamentaria para la toma del poder, en ese caso, esa derrota habría que revisarla a la baja.

No se trata de política ficción. O al menos, la ficción en esta ocasión podría no serlo.

El único factor desfavorable para ETA, en un supuesto cambio estratégico de esa naturaleza que presupone un acuerdo de paz, era el color político de su posible interlocutor en el momento de plantearlo.

El gobierno del Partido Popular, con el cual después de los tanteos secretos habidos se habría descartado cualquier compromiso favorable a su nueva estrategia, era un obstáculo definitivo para sus fines.

Modificar esa situación requeriría entonces cambiar de interlocutor. Se iniciaron para ello unos nuevos contactos confidenciales. El acercamiento a otra opción política más favorable, como era el PSOE, seguramente requirió la intermediación de otros intereses paralelos y de vocación oportunista, como son los el Partido Nacionalista Vasco, cuya prolongada experiencia en el tránsito por las cloacas de la política facilitaba la operación.

Esa formación política, mayoritaria en el País Vasco, le ha otorgado siempre a los radicales un papel secundario, y posiblemente indispensable como referencia, en su idea de un estado soberano en el que tendría una superioridad política y sociológica inalcanzable para los demás.

Los objetivos de ETA, consciente de este hecho, serían limitados pues, a corto plazo. Y todos sabemos lo que eso significa para todo revolucionario experimentado. Le bastaría, de momento, con una presencia institucional más o menos fuerte, dependiendo de los diferentes escenarios.

Pero lo esencial era para ETA no desgastarse más en una estrategia armada condenada irremisiblemente al fracaso.

Por su parte para el PSOE, cadáver viviente tras el desplome de la izquierda con la caída del muro de Berlín, pero con la suficiente inercia histórica como para satisfacer la ambición de sus cuadros dirigentes en un presente sin futuro, toda esperanza de llegar al poder en un país que aparentaba, ahora lo sabemos, una realidad boyante de la mano del PP, rayaba en el cero absoluto.

¿Qué prodigio podría proporcionar satisfacción a las esperanzas de los terroristas y las de los deprimidos aspirantes socialistas? Habría que explorar las posibilidades con cuidado. En cualquier caso, la parte objetiva de la situación estaba clara para ambos. De alguna manera, sus ambiciones parecían marchar en paralelo. Solo faltaba establecer las condiciones de un compromiso.

El diploma de Artífice de la Paz era prioritario, porque constituiría por sí mismo, para el PSOE, la garantía de una permanencia estable en el poder, si sabían administrar ese activo convenientemente. Pero ese diploma lo tendrían que firmar los dos contendientes y se trataría, en realidad, de un auténtico tratado de paz. Con sus clausulas, naturalmente.

¿Y de qué condiciones se trataba en el caso de la ETA? Estaba bien claro. ¿Cómo iban a presentarse delante de su público derrotados y sin ningún objetivo alcanzado? Algo positivo tendría que exhibir. Para empezar, su legalización política y las ventajas de poder asociadas a ella. Y, a continuación, una lista de bajas penitenciarias presentable, con todos los viejos héroes asentados en sus respectivos pueblos, como factor de prestigio histórico y dispuestos a llevar a cabo la misma lucha por otros medios.

Una vez alcanzado el acuerdo, solo faltaba el pequeño detalle de encontrar el medio de ganar unas elecciones que se presentaban con un pésimo pronóstico.

Pero, de pronto, unos árabes a los que nada se les había perdido especialmente en Al-Andalus, sin saber muy bien cómo diablos se les había ocurrido aquella idea, ni porqué todo resultaba tan fácil, ni porqué escogían una fecha como el 11 de Marzo, decidieron cambiar la historia de uno de los más viejos países europeos, por el simple método de comunicarlo mediante una vulgar llamada telefónica.

El resto es conocido. El esperado prodigio se había producido y PSOE se hizo con el gobierno. Y se dispuso, a continuación, a cumplir su parte del compromiso. Con lo que no contaban es con el hecho de que gobernar es algo más complicado que complotar; error tras error se enterraron en un montón de basura demagógica ineficaz y autodestructiva, y con el autobús cuesta abajo y sin frenos, se vieron obligados a aplazar sus obligaciones contractuales.

Sus socios se impacientaron y les mandaron un aviso a la T4 de Barajas. Pero aunque lento el proceso seguía su curso implacable y, poco después, cumplimentaron la primera cláusula del contrato; la legalización prometida.

Y… ¿qué pasó ahora? Pues nada más y nada menos que la segunda de las condiciones del proceso se ha cumplido. Después de que un náufrago abandonado en la isla desierta de Estrasburgo, tras el hundimiento del bajel socialista, lo haya llevado a cabo. Tras haber participado también, él mismo, en el cumplimiento de la primera condición. Porque, a pesar de que el capitán pirata nunca se hiciese con el ansiado diploma… una palabra es una palabra. Ese naufrago olvidado se llama Luis López Guerra y es juez.

Así que… no se equivoquen amigos, no hay chivo expiatorio. Ni falta que hace.


martes, 22 de octubre de 2013

¿Qué de nuevo por Oriente Medio?

El Centro Mundial para la Investigación del Holocausto, Yad Vashem, de Jerusalem, otorga el título de Justo entre las Naciones a toda aquella persona o institución, de condición no judía, que, durante la época en la que la catástrofe tuvo lugar, hubiera salvado la vida de ciudadanos judíos en peligro. Entre la lista de nombres que, desde el año 1963, han recibido ese honor, no figuraba el de ningún árabe hasta hace poco tiempo. Bueno, a decir verdad, sigue sin figurar, como consecuencia de los hechos que voy a relataros.

El doctor Mohamed Helmy, nacido en Jartum en 1901, de padres egipcios, partió hacia Alemania a los veintiún años, con el propósito de estudiar en ese país la carrera de medicina. Durante su estancia, que debió prolongarse -mi información carece de estos datos- a juzgar por la fecha de los hechos, el buen doctor tuvo a bien pronunciarse contra la política racista del régimen nazi, recibiendo por ello numerosas amenazas.

Pese a ello Mohamed, poniendo en riesgo su vida, decidió ayudar a una familia judía amenazada, y más concretamente a una joven de veintiún años llamada Anna Boros (Gutman después de la guerra), a la que escondió. Pero también ayudó a la madre de la chica, a su suegro Georg Wehr, y a la abuela Cecile Rudnik.

Cuando la institución judía cerró el dossier y decidió otorgar, a título póstumo, el nombramiento de Justo entre las Naciones al doctor, abría de esta forma un interesante precedente que, por razones obvias, aportaba a contribución su excepcional significación política para la creación de una atmósfera de confianza, cuya ausencia tanto dificulta la solución del conflicto árabe-israelí.

Sin embargo ha aparecido un inesperado obstáculo en el recorrido de esta justa decisión.

La familia del primer árabe galardonado con la citada distinción, rechazó dicho reconocimiento por razones políticas. Marvat Hassan, un miembro de la familia del galardonado, ha declarado a la agencia Associated Press que “si cualquier país hubiera decidido honrar a Helmy, nos mostraríamos muy contentos “.

“Por el contrario, puntualizó, en este caso no estamos interesados, en razón de las relaciones hostiles entre Egipto e Israel. Aunque respeto al judaísmo como religión, al igual que  a los judíos. El Islam reconoce al judaísmo como una de las religiones del Libro”.

Marvat se presentó portando un velo. Esta mujer de 66 años, y que vive en un barrio acomodado de El Cairo reconoció su temor a las posibles “medidas” que podrían imponerle sus vecinos.

Por su lado, Yad Vashem no quiere perder la esperanza. “Hay otros nombres en la familia de Helmy. Vamos a indagar por ese lado. Sería impensable que la memoria de este hombre no fuese respetada por sus familiares”.

Son 3.328 las personas que mostraron en su vida una compasión y una solidaridad humana que les hicieron merecedores del título de Justos entre las Naciones, entre los que se encuentra, por ejemplo, el diplomático español Sanz Briz, salvador de varios miles de judíos en Budapest.

Y mientras esta buena señora mostraba su “incomodidad” por el homenaje otorgado a su pariente, un post en francés, en Facebook, denuncia la violación de una mujer cristiana en Egipto, perpetrada por veinte bárbaros que la torturaron a continuación, antes de acabar con su vida.

Seguramente Ahmed Mahmud Aabdalá, propietario de la televisión fundamentalista “Al Umma”, habría encontrado “sólidas razones” para explicar esta salvajada; ya que, en su opinión, ciertas mujeres “van desnudas y sin velo para ser violadas”, según ha declarado en un vídeo difundido en internet.

Según este prodigio, “Uno se encuentra con estas mujeres con el cabello despeinado, como un demonio. Son demonios llamados mujeres”; e insta a estas potenciales víctimas a aprender de las mujeres musulmanas veladas. Añadiendo que, "el 90 % de estas son “cruzadas” y el resto viudas que no tienen a nadie que las controle y se preocupe de ellas”.

Sin embargo, la activista egipcia Farah Shash, del Centro Nadim para la Rehabilitación Psicológica de las Víctimas de Violencia y Tortura, ha declarado a la agencia EFE que cada vez "los ataques son más violentos y los testimonios de las afectadas demuestran que los agresores están organizados".

Y, claro, uno se pregunta qué están haciendo los gobiernos occidentales ante este panorama terrorífico. De momento, mirar para otro lado.

O tal vez peor. Hen Mazzig es un israelí de ideología de extrema izquierda, que ha relatado sus experiencias mientras participaba a una conferencia de la BDS (Boycott Désinvestissement Sanctions, obviamente contra Israel) en Portland, y en las que ha descubierto una atmósfera de hostilidad hacia su país, que difícilmente podría calificarse de otra forma que de judeofóbica.

Cuenta como ha sido tratado de asesino en varias ocasiones; y así, cuando expresó en el citado congreso su ardiente deseo de que una paz con los palestinos llegase lo antes posible, una mujer de unos sesenta años se levantó gritándole “¡Vosotros sois peores que los nazis. Usted es exactamente como las Juventudes Hitlerianas!”

Pero aún no había escuchado lo peor. Esto fue cuando una profesora le preguntó si sabía cuantas mujeres palestinas habían sido violadas por los soldados israelíes. “Que yo sepa, ninguna”, respondió Mazzig.

Entonces la profesora, con aire triunfador, le respondió que efectivamente tenía razón pues, añadió, ”ustedes los soldados israelíes no violáis a las mujeres palestinas, porque los israelíes sois racistas hasta tal punto, que rechazáis hasta el mínimo contacto físico. ¿Porqué detestáis a las mujeres árabes palestinas? ¿Porqué no las violáis? ¡Porque sois unos racistas!”

Y, claro está, como los árabes musulmanes que viven en Judea Samaria son infinitamente menos racistas que los judíos, no tienen ningún inconveniente en violar mujeres occidentales. En una encuesta llevada a cabo por el periódico Haaretz, poco sospechoso de tendencia pro-gubernamental, se da cuenta de que, en un período de dos años, al menos seis violaciones tuvieron lugar en Judea Samaria y en Jerusalem Este; dos en Sheikh Jarrah; cuatro en la región del monte Hebron, en Masra, en Kfar-a-Dik, y una tentativa de violación en Umm Salmona, cerca de Bethlehem.

Así están las cosas por esos mundos medio-orientales, por los que suspiran los turistas que se han visto obligados a escoger destinos menos exóticos y llenos de culturas ancestrales.

Esperemos que las tradiciones guanches no sean “recordadas” por algún chamán desnortado de las Islas Canarias, al estilo mítico-histórico de los catalanes de sir Arthur More, y sigan esa afortunadas islas sirviendo de destino turístico alternativo, para el bien y la hacienda de mis queridos amigos isleños.


Inch Allah!