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martes, 28 de enero de 2014

Auschwitz


En mí exilio funcional y voluntario en las Galias, tengo pocas posibilidades de estar al día de la actualidad española. Parece mentira que en el siglo de la globalización, y a 150km. de la frontera, uno pueda adquirir el síndrome de Robinsón mediático. Pero es que las emisiones por Internet de TVE, pretenciosamente anunciadas “en directo”, me recuerdan los apagones de luz de los años cuarenta.

Bueno, a lo que iba; he tenido noticias a través del “trasmallo eléctrico” de una ocurrencia más de ese bípedo de la telebasura que se hace llamar Jordi Évole, en su obsesiva puja en la subasta de cupos de basura televisivos, al parecer ha mejorado su propia marca con un esperpéntico (¿o era “experimento”?) pseudo-reportaje, lleno de muñecos rotos de guiñol, con el que trataba nada más y nada menos que de emular al gran Welles de “La Guerra de los Mundos”, mediante una “versión histórica” del 23 de Febrero de 1981. Aunque, al parecer, no le llegó ni a la altura de los tobillos al ínclito doctor Jiménez del Oso, al que hoy recordamos con cierta ternura.

No se me alarmen. No voy a dedicar ni una línea más a este genuino representante de nuestro actual basurero televisivo.

Mí intención era de la de narraros mí experiencia de aquel memorable momento, que empezó para mí aquel día de febrero de 1981 a las cuatro y media de la tarde. Hora en la que me afanaba por terminar unos dibujos para el número de la Gaceta Ilustrada de la siguiente semana.

Estaba escuchando la radio, concentrado en mis lápices, mientras se desgranaba la sonámbula  letanía de una votación en el Congreso de los Diputados.

Justo en aquel momento el locutor describió la entrada de un teniente coronel de la Guardia Civil en el Salón, sin alterar la voz más de lo que lo hubiera hecho si el aparecido fuera un fontanero.

Pero de pronto, los apagados ruidos de aquella monótona sesión se convirtieron en una algarabía de gritos conminatorios poco inteligibles y, acto seguido, en el atronador ruido de unas ráfagas de armas automáticas que debió de durar un eterno par de minutos, hasta que una voz de sargento cuartelero gritó ¡alto el fuego! varias veces, mientras las detonaciones más cercanas al micrófono indicaban que era él mismo quien estaba disparando.

A continuación estalló un silencio ensordecedor. Sepulcral en mí recuerdo.

Súbitamente, se me olvidó el dibujo que tenía ante mí y me quedé mirando el receptor, como esperando una explicación  que me sacara de mí estupefacción.

En los segundos siguientes relacioné rápidamente las palabras del narrador, con el grado del oficial, el Cuerpo al que pertenecía, las ráfagas, el grito y el silencio posterior.  ¡Se los habían cargado…!

Para los que ya tenemos años y memoria suficientes no hace falta recordar el ambiente reinante en los años inmediatamente posteriores a la Transición. Años de violencia callejera,  de una cierta impunidad de los violentos, y una especie de inseguridad e inquietud, mezclados con la esperanza histórica recientemente adquirida, cuya excepcionalidad con relación a los 37 años precedentes nos hacía metabolizar toda aquel ambiente enrarecido como una secuela inevitable de aquella alentadora chicane de la historia.

La sombra amenazadora de un posible golpe militar sobrevolaba el ambiente desde hacia un par de años. Pero los rumores poseen, además de su efecto alarmante, unos efectos narcóticos derivados tal vez de su pertinaz insistencia, lo cual nos permiten vivir resignados en esa borrosa frontera que existe entre el temor y la ausencia, por definición, de certezas verificables.

Bueno, cada cual supongo que tendrá su propio recuerdo de aquel infortunado día. En mí caso particular, no tardé ni cinco minutos en hacerme una idea de lo que vendría a continuación.

Habían tomado al Congreso, habían asesinado a un número indeterminado de diputados, y España, una vez más, entraba en un oscuro túnel de longitud histórica impredecible.

De lo que no tenía duda era de que yo era probablemente una de la escasas personas que estaban escuchando aquella emisión. Esa era mí única baza favorable. Eran cerca de la cinco de la tarde y la vida continuaba su curso en una capital ignorante de todo aquel episodio.

Inmediatamente llamé a mi amigo y compañero de prensa Lalo Azcona, con quien trabajaba a la sazón, y lo encontré en su casa. No estaba al tanto. Se quedó de piedra y me indicó que salía en el acto hacia Televisión, y que me llamaría desde allí en cuanto supiera algo.

Me calmé y traté de trazar un plan de escape. No entraba en mis cálculos volver a una situación que me había costado 37 años de falta libertad.

Mí ventaja consistía en haberme enterado en directo. Por mucha prisa que se diesen en controlar las salidas del aeropuerto, seguramente disponía de dos o tres horas para largarme.

Mí mujer estaba dando clase en el Instituto Francés, en Marqués de la Ensenada. A un cuarto de hora de mí domicilio. Tendría que recogerla con lo puesto. Saqué mi pasaporte, recogí el dinero que había en casa y me senté, cada vez más nervioso, a esperar la llamada de Lalo.

Pocos minutos después sonó el teléfono. Con voz relajada, me indicaba en clave que en televisión todo estaba en “calma” y que “había tropas vigilando el edificio”. O sea que lo habían ocupado. Era lógico, aquella emisora estaba a dos pasos de los acuartelamientos de Campamento.

Bajé a la calle apresuradamente y cogí un taxi. En el breve trayecto le pregunté con fingida indiferencia al taxista si había notado algo anormal en Madrid, ya que suelen trabajar con al radio encendida. No lo había oído, pero su instinto profesional le indicaba, según me dijo, que  en cuanto me dejase en mí destino, iba a ir a encerrar, “porque había demasiadas sirenas por la calle, y no tenía ganas de líos”.

Al llegar al Instituto Francés, la secretaria de la puerta me indicó que mi mujer estaba en clase, y que debía esperar a que terminase para verla. Le pregunté el número de aula y, en un descuido me colé en los pasillos. Camino del aula me crucé con el director del centro que, extrañado por mi presencia, me preguntó qué hacía allí. Le expliqué que era una urgencia y que tenía que hablar inmediatamente con mi mujer.

Y en aquel momento, aquel respetable caballero se sintió revestido de la autoridad suficiente como para indicarme la puerta con un gesto entre displicente e imperioso. Era exactamente lo que me hacía falta, cuando mi nerviosismo aumentaba por momentos.

Simplemente lo agarré con fuerza de las solapas, lo empujé contra la pared y con la suficiente energía le convencí para que me acompañase a buscar a mi mujer.

Una vez que abrió la puerta, me acerqué a ella y con dos frases le expliqué lo que sucedía, me olvidé de aquel patético personaje, que supongo que horas después habrá comprendido lo poco cortés de mí comportamiento.

Mí mujer trató de calmarme mientras me convencía de volver a casa y pensar de nuevo en la actitud a adoptar. Cuando llegamos, puse la radio y ya todas la estaciones emitían música en bucle.

No sé como, mi mujer me convenció de no partir. Estábamos aislados. Ni por asomo se me ocurrió llamar a las redacciones para las que trabajaba, ya que mí teléfono estaba en manos de gente poco recomendable que solía entretenerse amenazándome de muerte a menudo, como a otro compañeros de redacción, desde una actuación de Interviú en el País Vasco.

Bueno, en vista de las circunstancias, decidí esperar aunque muy inquieto porque era consciente de que en mí barrio, Malasaña, todo el mundo sabía cual era mí trabajo y entre los vecinos más o menos próximos, se encontraba la sede de Fuerza Nueva.

Después de la primeras amenazas telefónicas, y los primeros asesinatos llevados a cabo en las calles por los extremistas de derechas, unos conocidos, que se movían en la frontera borrosa de la delincuencia y el anarquismo, me proporcionaron un arma, que guardaba como una especie de tótem para tranquilizarme, más que como instrumento para una improbable defensa. Ese día la miré con otros ojos.

El recuerdo de los reportajes en directo desde Chile, los primeros días del Golpe de Pinochet, transmitidos por la radio en Francia, más el relato de amigos chilenos, me hacían temer un posible desborde de elementos de extrema derecha. No se pueden describir fácilmente las sensaciones de aquellos momento iniciales.

Una vez concluida toda esta historia me deshice de aquel arma por el mismo procedimiento. Hoy en día todo esto me parece un poco pueril, y exageradamente teatral; pero lo que no he olvidado nunca es la intensa sensación de peligro que sentíamos en aquel momento.

Pasaron las horas, y aparentemente no sucedía nada, al menos en el entorno cercano. Hacia las once, decidí llamar a Pepe Cavero que dirigía una agencia de noticias no lejos de mí casa, en Arapiles. Me pareció que estaban muy relajados, y eso nos tranquilizó un poco dentro de la incertidumbre. Al fin y al cabo ellos debían estar al tanto de los últimos acontecimientos. Necesitábamos estar con alguien amigo, y nos invitó a ir hasta allí.

Cuando salimos a la calle tuve un denso y confuso sentimiento. Por un lado todo parecía en calma, ya que no había un alma en la calle, salvo esporádicos coches de extremistas con banderas, que pasaban veloces por las calzadas vacías. Pero era esa ausencia de gente lo que nos deprimía. Nadie salió a la calle ese día a defender la democracia. Si albergábamos algunas
dudas sobre el espíritu democrático de la gente, esa noche se disiparon definitivamente.

Caminamos despacio y tratando de aparentar naturalidad hasta llegar a la agencia. En la planta baja del edificio, un bar permanecía abierto. Más tarde mis amigos me aclararon que pertenecía a un ex-paracaidista legionario, de Fuerza Nueva, que estuvo toda la noche subiéndonos copas. El negocio es el negocio, oyes…

Allí pasamos la velada y allí escuchamos al rey dar su explicación y acabar, de momento, con la principal inquietud de un posible estallido de violencia si una autoridad suficiente no se hacía con el control, en un país que llevaba mas de ocho horas sin gobierno.

Por la mañana presenciamos aliviados los movimientos de los ocupantes del Congreso y su rendición.

Luego vino la calma y la espera del llamado Juicio de Campamento, al que Julián Lago, mí director en la revista “Tiempo”, me había pedido asistir como dibujante, ya que no permitían fotógrafos en su interior. Pero, en ese ínterim, cambiamos de redactor–jefe en “El Periódico de Madrid” y el enviado a cubrir el juicio, para todo el Grupo Zeta era precisamente el recién designado, Pablo Sebastián.

No le conocía personalmente; pero el día en que íbamos a empezar y me presenté, se dirigió a mí en un tono desairado ante la usencia de una corbata debajo el cuello de mi camisa, al parecer ese era su estilo. Pero resultaba que no era el mío. De modo que me negué a acompañarlo. Era uno de los escasos privilegios de los que gozábamos los pintamonas de la prensa por no figurar nunca en plantilla.

Así es que así me perdí asistir a aquel juicio histórico, en silla de ring.

No obstante, en la redacción, Ricardo Cid, Julián Lago, Pilar Cernuda, Nativel Preciado y otros redactores seguíamos y comentábamos la incidencias a medida que ellos las iban trayendo.

Poco a poco yo iba haciendo, como todos, mí propia tesis de lo ocurrido, tratando de juntar las pieza que iban saliendo en la prensa y otras que no se publicaban.

Y fue así como le gané una comida a Pilar Cernuda, que nunca me comí por cierto, cuando le aposté que el Comandante Cortina, a pesar de las aplastantes pruebas que le acusaban como parte importante en la organización del complot, saldría absuelto. Y no era porque yo tuviera dotes de adivinación ni poseyera una bola de cristal. Era mucho más sencillo. Cortina era la pieza clave de mí tesis.

(continuará)


lunes, 13 de enero de 2014

Una armónica disonancia.


Mí querido y respetado amigo Joseán Blanco ha publicado un artículo en elDiario.es (http://www.eldiario.es/norte/menoslobos/Sobredosis-ficciones_6_216688344.html) que os recomiendo, en el que con su sobrio y ajustado estilo habitual se apoyaba en otro de Antonio Ribera para dejarnos unas reflexiones sobre las medidas a tomar en la reconstrucción de una democracia supuestamente tambaleante.


Me ha gustado mucho, como suele sucederme con todo lo que escribe. Tanto por la honestidad que envuelve habitualmente sus comentarios, como por su rechazo de cualquiera de los muchos estereotipos que han ido balizando desde hace unos años el discurso de unos y otros.


Como suele suceder, mantengo ciertas discrepancias con algunos de los argumentos que utiliza en su relato. Y por eso me he puesto escribir. Dios, y él, disculparán semejante osadía.


Para empezar, y esta argumentación afecta a los diversos aspectos que trata el artículo, no me parece que la democracia liberal se funde sobre una falacia, en la que unos derechos se convierten en retóricos por no corresponderse con la desigualdad de recursos económicos de los ciudadanos.


En mí interpretación de la naturaleza esencial de la democracia, esta se basa sobre el reconocimiento de la capacidad de cada cual, si las leyes le protegen, para alcanzar el grado deseado de felicidad o, lo que es lo mismo, de satisfacción de sus legítimas aspiraciones. Esto no implica, y de ahí es de donde parte todo el malentendido a mí juicio, que esos anhelos deban ser idénticos para todo individuo, y aún menos que exista un orden jerárquico en su relación.


Uno de los recursos más solapados, pero más eficaces, del ejercicio del poder consiste en inducir por el medio que sea una catálogo de aspiraciones modélicas y aparentemente al alcance de cualquiera, cuyos símbolos son tan elementales que no requieren ni siquiera que el sujeto esté alfabetizado. El paradigma de esas aspiraciones lo representa el dinero.


Ese símbolo del valor de las cosas, ha tenido una indudable eficacia como medio; porque establecía en teoría un elemento homogeneizador simbólico que permitía un trueque más equilibrado entre los diferentes y heterogéneos productos de la creación humana. Pero eficaz en la medida que conservase exclusivamente su  papel de herramienta en esa relación comercial. Lo que no fue el caso.


Cuando la dinámica de la historia, o de su manifestación más perversa que es el poder, han identificado la acumulación de dinero con la única finalidad indiscutida de la existencia, las diferencias de origen, lógicamente establecidas en función de la mayor o menor disposición del mismo, han determinado un concepto abstracto y falaz como es la llamada injusticia social y su no menos falsa formulación ontológica, el determinismo social.


En mí criterio, la democracia define, otorga y defiende como ningún otro sistema de organización social el único atributo que hace de nosotros unos individuos, y que es la libertad.


Ese es su único propósito, y no hace más que proporcionar un escenario de igualdad, en cuanto a los derechos que garantizan esa libertad, precisamente porque reconoce la singularidad de los seres humanos al definirlos como individuos.


Diferentes tanto por su circunstancia física como, en teoría,  por el catálogo de sus aspiraciones.


En ningún lugar de la Declaración Universal se establece definición alguna de la felicidad ni de los caminos para alcanzarla, aunque esa finalidad genérica sí esté explícitamente señalada como propósito básico de la misma. Y mucho menos aun se presentan como garantes del éxito de la búsqueda de cada cual.

De donde se deduce que la denuncia de una supuesta insuficiencia democrática, por parte de aquellos que no consiguen sus ambiciones grandes o pequeñas, calificándola de falsa democracia, frente a una delirante "democracia auténtica" sinónimo de estado de beneficencia total, simplemente corresponde a un actitud anti-democrática. 


A partir de estos presupuestos, constatar que las diferencias sociales engendran una evidente injusticia, en cuanto a las oportunidades de alcanzar lo que se considera el bienestar, no deja de ser una afirmación objetivamente cierta, pero fraudulenta.


Nadie debate sobre una posible definición del concepto de bienestar; más allá de las necesidades básicas de supervivencia naturalmente, cuya utilización como argumento en el debate demostraría una miserable ausencia de honradez intelectual.


Y, sin embargo, ahí está la clave del problema, en mí opinión. Salvo que admitamos que un error compartido por millones de personas deja de ser un error, la ausencia de actitudes individuales significativas que establezcan prioridades vitales solo parcialmente condicionadas por los medios económicos, demuestra un nivel de carencia de iniciativa poco acorde con las capacidades del individuo. Esto sucede en sociedades, como la nuestra, que han superado ampliamente el umbral las mencionadas necesidades de supervivencia.


Algo debe tener que ver en este fenómeno social la educación. La actual educación es la vía por la que circula el fluido de una concepción del poder económico como prioridad, en sus diversos niveles, en el que los distintos símbolos que el consumo pone al alcance de los ciudadanos, constituyen los signos de evidencia de patéticos triunfos o fracasos en esa desenfrenada carrera hacia ningún sitio.


Tal vez suene a provocación la declaración de que no tengo nada en contra de los ricos ni de los poderosos, sencillamente porque yo soy un desobediente y además no corro en su circuito. Y, así mismo, tampoco tengo especial simpatía o antipatía por esos aspirantes a ricos que son los pobres de occidente. Ellos si corren en el circuito mencionado, pero en los puestos de atrás en la salida. Su lucha para tener una más justa oportunidad de hacerse con la pole position, es algo que me resulta moderadamente interesante.


Josean Blanco recorre con lucidez el itinerario de las contradicciones que nuestro sistema padece y hay un punto de amarga y lúcida ironía en su relato. Nuestro único desacuerdo tal vez se reduzca al número y naturaleza de los componentes del catálogo de mentiras y mitos que balizan ese camino.


O, a lo mejor, también en ese concepto cristiano de la compasión que el llamado estado laico secularizó, como todos los demás por cierto, denominándolo con ese neologismo del siglo XIX que es la solidaridad, y que no es apto en mí vocabulario. Ni tampoco la denominada distribución de la riqueza. ¿La riqueza? ¿Porqué hay que ser rico? ¿Proporciona alguna satisfacción especial el alcanzar ese estatus, más allá del sempiterno reto de serlo cada día más? Allá cada cual.


Como no creo que pueda comer más de un par de bocadillos de Ibérico al día hasta que me muera, en eso al menos ningún rico será más rico que yo, o se morirá de indigestión.


Se han dado casos.


jueves, 2 de enero de 2014

Roces y sarpullidos.




Siempre me interesó el irregular director de cine  John Boorman, que estaba fascinado por los efectos explosivos que provoca la proximidad paradójica de una civilización súper-desarrollada con un mundo salvaje y primitivo, en el continente americano. Incluso en los USA, como en Deliverance.



En esta película, una banda de capullos ociosos en camiseta de neopreno, se tropieza con una comunidad de blancos primitivos, que viven de manera semisalvaje (hillbillies), en un valle que va a ser inundado por la civilización que representa una gran presa hidroeléctrica en construcción. Y se arma la de dios.



En La selva esmeralda, una sofisticada explotación petrolífera se codea, con un bardal como frontera, con una tribu de aborígenes que, mediante unos misteriosos polvos que se meten por la nariz,  se creen invisibles. La película acaba bien, gracias a dios y a un sabio chamán, y cada mochuelo vuelve a su rama.



A veces pienso que lo más parecido que han conseguido hacer los europeos, respecto de la problemática e imprevisible promiscuidad cultural, es esa intromisión en los mundos ajenos, siempre bien protegida por el preservativo tecnológico, que es el París-Dakar.



Aquí, en este viejo continente recauchutado de sus múltiples pinchazos históricos, somos como uno de esos gatos perezosos y bien alimentados que no han cazado un ratón en los últimos treinta años y, cuando encuentran uno aplastado por un camión, le disecan la cabeza para colgarla en el cuarto de estar.



En la Francia actual han acuñado un término eufemístico, les quartiers sensibles, heredero de otro algo menos cool, les banlieues problématiques de los años ochenta, para designar a aquellos barrios en los que dentro de poco, si alguien no lo remedia, un musulmán con barba pedirá el pasaporte. Esa frontera ya existe.



Dos mundos que no tienen nada que decirse porque no comparten ningún código conceptual, se rozan con una calle de por medio, y hace ya tiempo que salen chispas; y, como suele ser frecuente, términos como los descritos, sabiamente escogidos, tratan de neutralizar ese grave problema con la eficacia de una tirita sobre una herida gangrenada.



De nada han servido, sino para empeorarlo, los sucesivos “Planes Marshall para los Suburbios” aplicados limitadamente por los sucesivos gobiernos, desde el estallido de la emigración ilegal.



Y eso es así porque ningún gobierno puede enfrentar el verdadero problema, sin poner en riesgo sus resultados electorales, dadas las causas que lo origina.



Y es que ese problema tiene que ver con las contradicciones intrínsecas de un sistema de protección social, como el que propone la insaciable sociedad del bienestar, que no tenía prevista la “original” interpretación y uso que de él suelen hacer las personas procedentes de otras “civilizaciones”.  



Dada una sociedad que, entre otros privilegios innatos, pretende gozar de una confortable buena conciencia social, a cargo del contribuyente, plantear un discurso de cumplimiento riguroso de la leyes republicanas provee de munición política de grueso calibre a un izquierdismo prescriptor, y detentador en exclusiva, de las reglas del buenismo imperante.



Hoy en día, pasearse por ciertos barrios, no tan periféricos como podría esperarse, de las ciudades y pueblos franceses, supone una experiencia que no se aleja demasiado de la del turismos solidario de ciertas ONGs por los confines de la civilización occidental.



Pero basta medir la altura de la cintura a la que suelen situar los pantalones los jóvenes actores de la actual realidad (procedente, como muy bien apunta mi amigo Magnolio, de la imagen de los delincuentes en los penales a los que se les prohíbe el uso del cinturón) mientras gozan extasiados de la diarrea semántica de esos nuevos predicadores de la libertad patibularia que son los raperos.



Síntomas como ese, además de hallazgos lingüísticos como el de las tribus urbanas, no dejan de ser expresivos de una realidad que mantiene perplejo a cualquier ciudadano sensato, que no sea adicto al vértigo que provoca este recodo de la evolución humana en el que derrapa, más o menos controladamente, la actual sociedad de la globalización.



Parece evidente que, con control o sin él, el paradigma social existente hasta hace unos años está cambiando. La mala noticia es que las normas protocolarias del nuevo no están siendo redactadas por nadie, y su perfil es más bien gaseoso; a eso contribuyen también generosamente los innumerables profetas de los fines de la civilización y otras divertidas elucubraciones con las que vamos pasando el rato.



Uno echa en falta a los verdaderos intelectuales y su papel orientador y estimulante. Quién sabe, tal vez sea una especie en extinción.



Si eso fuera así, sí que sería el principio del final. Como en tiempos de los dinosaurios…



Dios no lo quiera.