En mí exilio funcional y voluntario en las Galias, tengo
pocas posibilidades de estar al día de la actualidad española. Parece mentira
que en el siglo de la globalización, y a 150km. de la frontera, uno pueda
adquirir el síndrome de Robinsón mediático. Pero es que las emisiones por
Internet de TVE, pretenciosamente anunciadas “en directo”, me recuerdan los
apagones de luz de los años cuarenta.
Bueno, a lo que iba; he tenido noticias a través del
“trasmallo eléctrico” de una ocurrencia más de ese bípedo de la telebasura que
se hace llamar Jordi Évole, en su obsesiva puja en la subasta de cupos de
basura televisivos, al parecer ha mejorado su propia marca con un esperpéntico
(¿o era “experimento”?) pseudo-reportaje, lleno de muñecos rotos de guiñol, con
el que trataba nada más y nada menos que de emular al gran Welles de “La Guerra
de los Mundos”, mediante una “versión histórica” del 23 de Febrero de 1981. Aunque,
al parecer, no le llegó ni a la altura de los tobillos al ínclito doctor Jiménez
del Oso, al que hoy recordamos con cierta ternura.
No se me alarmen. No voy a dedicar ni una línea más a este
genuino representante de nuestro actual basurero televisivo.
Mí intención era de la de narraros mí experiencia de aquel
memorable momento, que empezó para mí aquel día de febrero de 1981 a las cuatro
y media de la tarde. Hora en la que me afanaba por terminar unos dibujos para
el número de la Gaceta Ilustrada de la siguiente semana.
Estaba escuchando la radio, concentrado en mis lápices, mientras
se desgranaba la sonámbula letanía de
una votación en el Congreso de los Diputados.
Justo en aquel momento el locutor describió la entrada de un
teniente coronel de la Guardia Civil en el Salón, sin alterar la voz más de lo
que lo hubiera hecho si el aparecido fuera un fontanero.
Pero de pronto, los apagados ruidos de aquella monótona
sesión se convirtieron en una algarabía de gritos conminatorios poco
inteligibles y, acto seguido, en el atronador ruido de unas ráfagas de armas
automáticas que debió de durar un eterno par de minutos, hasta que una voz de
sargento cuartelero gritó ¡alto el fuego! varias veces, mientras las
detonaciones más cercanas al micrófono indicaban que era él mismo quien estaba
disparando.
A continuación estalló un silencio ensordecedor. Sepulcral
en mí recuerdo.
Súbitamente, se me olvidó el dibujo que tenía ante mí y me
quedé mirando el receptor, como esperando una explicación que me sacara de mí estupefacción.
En los segundos siguientes relacioné rápidamente las palabras
del narrador, con el grado del oficial, el Cuerpo al que pertenecía, las
ráfagas, el grito y el silencio posterior. ¡Se los habían cargado…!
Para los que ya tenemos años y memoria suficientes no hace
falta recordar el ambiente reinante en los años inmediatamente posteriores a la
Transición. Años de violencia callejera, de una cierta impunidad de los violentos, y
una especie de inseguridad e inquietud, mezclados con la esperanza histórica
recientemente adquirida, cuya excepcionalidad con relación a los 37 años
precedentes nos hacía metabolizar toda aquel ambiente enrarecido como una
secuela inevitable de aquella alentadora chicane de la historia.
La sombra amenazadora de un posible golpe militar
sobrevolaba el ambiente desde hacia un par de años. Pero los rumores poseen,
además de su efecto alarmante, unos efectos narcóticos derivados tal vez de su
pertinaz insistencia, lo cual nos permiten vivir resignados en esa borrosa
frontera que existe entre el temor y la ausencia, por definición, de certezas
verificables.
Bueno, cada cual supongo que tendrá su propio recuerdo de
aquel infortunado día. En mí caso particular, no tardé ni cinco minutos en
hacerme una idea de lo que vendría a continuación.
Habían tomado al Congreso, habían asesinado a un número
indeterminado de diputados, y España, una vez más, entraba en un oscuro túnel
de longitud histórica impredecible.
De lo que no tenía duda era de que yo era probablemente una
de la escasas personas que estaban escuchando aquella emisión. Esa era mí única
baza favorable. Eran cerca de la cinco de la tarde y la vida continuaba su
curso en una capital ignorante de todo aquel episodio.
Inmediatamente llamé a mi amigo y compañero de prensa Lalo
Azcona, con quien trabajaba a la sazón, y lo encontré en su casa. No estaba al
tanto. Se quedó de piedra y me indicó que salía en el acto hacia Televisión, y
que me llamaría desde allí en cuanto supiera algo.
Me calmé y traté de trazar un plan de escape. No entraba en
mis cálculos volver a una situación que me había costado 37 años de falta
libertad.
Mí ventaja consistía en haberme enterado en directo. Por
mucha prisa que se diesen en controlar las salidas del aeropuerto, seguramente
disponía de dos o tres horas para largarme.
Mí mujer estaba dando clase en el Instituto Francés, en
Marqués de la Ensenada. A un cuarto de hora de mí domicilio. Tendría que
recogerla con lo puesto. Saqué mi pasaporte, recogí el dinero que había en casa
y me senté, cada vez más nervioso, a esperar la llamada de Lalo.
Pocos minutos después sonó el teléfono. Con voz relajada, me
indicaba en clave que en televisión todo estaba en “calma” y que “había tropas
vigilando el edificio”. O sea que lo habían ocupado. Era lógico, aquella
emisora estaba a dos pasos de los acuartelamientos de Campamento.
Bajé a la calle apresuradamente y cogí un taxi. En el breve
trayecto le pregunté con fingida indiferencia al taxista si había notado algo
anormal en Madrid, ya que suelen trabajar con al radio encendida. No lo había
oído, pero su instinto profesional le indicaba, según me dijo, que en cuanto me dejase en mí destino, iba a ir a
encerrar, “porque había demasiadas sirenas por la calle, y no tenía ganas de
líos”.
Al llegar al Instituto Francés, la secretaria de la puerta
me indicó que mi mujer estaba en clase, y que debía esperar a que terminase
para verla. Le pregunté el número de aula y, en un descuido me colé en los
pasillos. Camino del aula me crucé con el director del centro que, extrañado
por mi presencia, me preguntó qué hacía allí. Le expliqué que era una urgencia
y que tenía que hablar inmediatamente con mi mujer.
Y en aquel momento, aquel respetable caballero se sintió
revestido de la autoridad suficiente como para indicarme la puerta con un gesto
entre displicente e imperioso. Era exactamente lo que me hacía falta, cuando mi
nerviosismo aumentaba por momentos.
Simplemente lo agarré con fuerza de las solapas, lo empujé
contra la pared y con la suficiente energía le convencí para que me acompañase
a buscar a mi mujer.
Una vez que abrió la puerta, me acerqué a ella y con dos
frases le expliqué lo que sucedía, me olvidé de aquel patético personaje, que
supongo que horas después habrá comprendido lo poco cortés de mí
comportamiento.
Mí mujer trató de calmarme mientras me convencía de volver a
casa y pensar de nuevo en la actitud a adoptar. Cuando llegamos, puse la radio
y ya todas la estaciones emitían música en bucle.
No sé como, mi mujer me convenció de no partir. Estábamos
aislados. Ni por asomo se me ocurrió llamar a las redacciones para las que
trabajaba, ya que mí teléfono estaba en manos de gente poco recomendable que
solía entretenerse amenazándome de muerte a menudo, como a otro compañeros de redacción,
desde una actuación de Interviú en el País Vasco.
Bueno, en vista de las circunstancias, decidí esperar aunque
muy inquieto porque era consciente de que en mí barrio, Malasaña, todo el mundo
sabía cual era mí trabajo y entre los vecinos más o menos próximos, se
encontraba la sede de Fuerza Nueva.
Después de la primeras amenazas telefónicas, y los primeros
asesinatos llevados a cabo en las calles por los extremistas de derechas, unos
conocidos, que se movían en la frontera borrosa de la delincuencia y el
anarquismo, me proporcionaron un arma, que guardaba como una especie de tótem para
tranquilizarme, más que como instrumento para una improbable defensa. Ese día
la miré con otros ojos.
El recuerdo de los reportajes en directo desde Chile, los
primeros días del Golpe de Pinochet, transmitidos por la radio en Francia, más
el relato de amigos chilenos, me hacían temer un posible desborde de elementos
de extrema derecha. No se pueden describir fácilmente las sensaciones de
aquellos momento iniciales.
Una vez concluida toda esta historia me deshice de aquel
arma por el mismo procedimiento. Hoy en día todo esto me parece un poco pueril,
y exageradamente teatral; pero lo que no he olvidado nunca es la intensa
sensación de peligro que sentíamos en aquel momento.
Pasaron las horas, y aparentemente no sucedía nada, al menos
en el entorno cercano. Hacia las once, decidí llamar a Pepe Cavero que dirigía
una agencia de noticias no lejos de mí casa, en Arapiles. Me pareció que
estaban muy relajados, y eso nos tranquilizó un poco dentro de la
incertidumbre. Al fin y al cabo ellos debían estar al tanto de los últimos
acontecimientos. Necesitábamos estar con alguien amigo, y nos invitó a ir hasta
allí.
Cuando salimos a la calle tuve un denso y confuso
sentimiento. Por un lado todo parecía en calma, ya que no había un alma en la
calle, salvo esporádicos coches de extremistas con banderas, que pasaban
veloces por las calzadas vacías. Pero era esa ausencia de gente lo que nos
deprimía. Nadie salió a la calle ese día a defender la democracia. Si albergábamos
algunas
dudas sobre el espíritu democrático de la gente, esa noche
se disiparon definitivamente.
Caminamos despacio y tratando de aparentar naturalidad hasta
llegar a la agencia. En la planta baja del edificio, un bar permanecía abierto.
Más tarde mis amigos me aclararon que pertenecía a un ex-paracaidista
legionario, de Fuerza Nueva, que estuvo toda la noche subiéndonos copas. El
negocio es el negocio, oyes…
Allí pasamos la velada y allí escuchamos al rey dar su
explicación y acabar, de momento, con la principal inquietud de un posible
estallido de violencia si una autoridad suficiente no se hacía con el control, en
un país que llevaba mas de ocho horas sin gobierno.
Por la mañana presenciamos aliviados los movimientos de los
ocupantes del Congreso y su rendición.
Luego vino la calma y la espera del llamado Juicio de
Campamento, al que Julián Lago, mí director en la revista “Tiempo”, me había
pedido asistir como dibujante, ya que no permitían fotógrafos en su interior.
Pero, en ese ínterim, cambiamos de redactor–jefe en “El Periódico de Madrid” y
el enviado a cubrir el juicio, para todo el Grupo Zeta era precisamente el
recién designado, Pablo Sebastián.
No le conocía personalmente; pero el día en que íbamos a
empezar y me presenté, se dirigió a mí en un tono desairado ante la usencia de
una corbata debajo el cuello de mi camisa, al parecer ese era su estilo. Pero
resultaba que no era el mío. De modo que me negué a acompañarlo. Era uno de los
escasos privilegios de los que gozábamos los pintamonas de la prensa por no
figurar nunca en plantilla.
Así es que así me perdí asistir a aquel juicio histórico, en
silla de ring.
No obstante, en la redacción, Ricardo Cid, Julián Lago, Pilar
Cernuda, Nativel Preciado y otros redactores seguíamos y comentábamos la
incidencias a medida que ellos las iban trayendo.
Poco a poco yo iba haciendo, como todos, mí propia tesis de
lo ocurrido, tratando de juntar las pieza que iban saliendo en la prensa y
otras que no se publicaban.
Y fue así como le gané una comida a Pilar Cernuda, que nunca
me comí por cierto, cuando le aposté que el Comandante Cortina, a pesar de las
aplastantes pruebas que le acusaban como parte importante en la organización
del complot, saldría absuelto. Y no era porque yo tuviera dotes de adivinación
ni poseyera una bola de cristal. Era mucho más sencillo. Cortina era la pieza
clave de mí tesis.
(continuará)