“Lo que en ese hombre me resultó siempre raro fue que
apestase a burgués. Uno pensaría que alguien que organiza la muerte de muchos
millones de personas tendría que diferenciarse visiblemente de todos los demás
hombres y que a su alrededor habría un resplandor terrible, un brillo
luciferino. En vez de tales cosas, su rostro, es el que uno encuentra en toda
gran ciudad cuando anda buscando una habitación amueblada y nos abre la puerta
un funcionario que se ha jubilado anticipadamente. En eso se hace patente, por
otro lado, hasta qué grado ha penetrado el mal en nuestras instituciones: el
progreso de la abstracción. Detrás de la primera ventanilla, puede aparecer
nuestro verdugo. Hoy nos manda una carta certificada y mañana, la sentencia de
muerte. Hoy nos hace un agujero en el billete de tren, y mañana, un agujero en
la nuca.”
Este párrafo en el que Ernst Jünger comenta la impresión que
le producía el rostro de Heinrich Himmler, la encontré al azar en ese trastero
inclasificable que es Internet, y me ha sugerido una imagen que, a veces, me
ofrecen las sociedades modernas.
El dinamismo del universo es el resultado de un constante
desequilibrio. Para avanzar es preciso desafiar a la gravedad. De la posición
de reposo, en equilibrio, solamente se sale provocando la ruptura de la
estabilidad que supone dar un paso.
Es perfectamente erróneo creer que la tendencia natural es
la de alcanzar ese equilibrio. Eso nos haría ponernos al margen de nuestra
naturaleza de partículas cósmicas. Sin embargo, el desequilibrio, es uno de los
tabús que más éxito han tenido en la evolución del ser humano, porque se le
identifica inequívocamente con el riesgo.
Nuestro universo dinámico y arriesgado, está poblado por dos
comunidades que se cruzan casi sin reconocerse, en las que ese peligro que
encierra es enfrentado por ambas de forma completamente diferente.
Una de ellas esta constituida por gentes para quienes la
inseguridad es el estímulo que forma parte inevitable de su existencia; la
fuente de energía que alimenta su capacidad creativa. La incógnita que acompaña
a toda toma de decisiones, y que es la compañera inseparable del progreso.
Son los funánbulos.
Aquellos que saben que el camino hacia delante discurre sobre una línea siempre
oscilante, flanqueada por el vacío del error. Los que reflexionan sobre cada
paso a dar, en la senda de sus aspiraciones, asegurando su trayectoria con el
equilibrio que les proporciona una pértiga de conocimientos y la experiencia
del paso anterior.
Desplazarse sin pausa, sintiendo la intensa emoción que les
proporciona cada centímetro avanzado, cada pequeño éxito que les afirma sobre
el hilo conductor de sus propósitos, es su forma de percibir la energía que
mueve al universo.
Con frecuencia el error les recuerda su naturaleza falible,
y a cada caída le sigue un nuevo inicio que trata de recuperar la distancia
perdida, con la experiencia de ese traspié como aprendizaje que descarta una nueva
parte del riesgo.
Los profesionales del arte del funambulismo tienen excluido
el mirar a la cuerda, al lugar donde acaban de poner el pie. Hacerlo es la
causa una caída garantizada. Su mirada no debe apartarse nunca del final de su
recorrido. Sus pies obedecen al recorrido de su vista. Su punto de destino es,
a un tiempo, la finalidad y la senda virtual que les conduce a ella.
Esa inclinación a alcanzar aspiraciones razonables de forma
incansable, representa una actitud ante la vida. Una forma de explicación de la
existencia, fuera de la ensoñaciones metafísicas con las que los mitos proponen
seductoras respuestas infalibles. Una actitud, con la mirada puesta en un
futuro real, posible y al alcance de la voluntad y del esfuerzo.
Al lado de estos seres, para los que la iniciativa personal
y la contingencia que encierra constituye su razón de existir, se encuentran,
moviéndose sin avanzar, equilibrados y estáticos, los sonámbulos.
Su existencia está fundada en la inmovilidad, y su energía
vital es de baja intensidad.
Todo riesgo está descartado. Poseen una interpretación de la
realidad basado en el principio de la inercia, de la obediencia ciega a una
milagrosa dinámica externa, que les hace identificar al futuro con un destino
fatal, fuera del alcance de sus posibilidades de acción.
El equilibrio y el orden presentes, cuya procedencia no les
perecen digna de su raquítica curiosidad, son las condiciones que determinan su
actitud. Su proceder habitual se reduce a mantener prioritariamente las
constantes dadas y a reproducir conductas consolidadas y perfectamente
codificadas.
Esos sonámbulos,
cuyas vidas apenas merecen ese apelativo, y que viven en una realidad
construida en base a certezas imaginadas, la mayor parte de las veces creadas y
sostenidas por una violencia auto-justificada en base a peligros y enemigos así
mismo imaginados, se sienten a salvo de sus temores persistentes dentro de
células colectivas fuertemente cohesionadas.
Su onírica existencia procede directamente de sus
pesadillas. Y estas están permanentemente realimentadas por su especial
valoración de la realidad. Una valoración paranoica, que justifica la
obediencia a cualquier instrucción, por más inmoral que esta pudiera ser.
Una de las características más significativa de estos seres
es su mediocridad; esta particularidad es propia de quien valora la brillantez
o la singularidad como un peligro potencial, en cuanto al riesgo que supone
para ellos cualquier conducta que se aparte del canon de normalidad que
garantiza su equilibrio.
Son gente normal, como muy bien señala Jünger; apacibles sonámbulos que uno se tropieza en
cualquier estación de metro. Honrados servidores de la sociedad, entre cuyos
cometidos puede encontrarse el de enviar a un funámbulo al patíbulo, si así lo requiere el orden establecido.
…y sin que ello le impida comprarles unos caramelos a los
niños.