Luanco,
verano de 1992.
Me senté en el escalón de piedra de aquel zaguán que tantos
recuerdos me evocaba. De pronto, en mí memoria, todos aquellos jóvenes amigos
de treinta y cinco años atrás, que reconocía fotográficamente y a cuyas caras
podría poner nombres a poco que me esforzara, se sentaron a mi lado y alguien afirmó
que la banda de música tal vez vendría a tocar aquella noche.
Aparté la vista de la extraña fachada de la casa de enfrente,
forrada de forma absurda con tejas colocadas verticalmente, y volví el rostro
para contemplar la mar. En aquella hora del reparo de la bajamar, el océano depositaba
delicadamente unas olitas un poco ridículas en la orilla lejana, con un rumor
incesante y casi imperceptible. Era el preludio del inminente inicio de la marea.
Lo demás eran un centenar escaso de pequeñas embarcaciones
de pesca, y alguna de recreo, fondeadas en la estrecha bahía, y alguna más
varada en el banco de arena que la marea baja dejaba a la vista al pié del
viejo muelle. Los relajados calabrotes de las amarras de estas últimas,
cubiertos de aquellas algas que parecían musgo húmedo, deprendía un fuerte
olor. Me encantaba aquel olor.
Me incorporé y recorrí despacio los escasos metros que me
separaban del grueso muro de la playa.
Era el mismo muro de siempre. Desgastado por los años, pero
robusto y firme, esperando el envite de olas de la siguiente galerna sin temor
ni arrogancia. La calle en cuesta a la que flanqueaba le iba ganando altura y,
cuando apenas alcanzaba ya el nivel de las rodillas, una baranda hecha de
solidos barrotes de fundición, moldeados como si fuesen de madera torneada,
completaban la defensa de aquella especie de muralla.
Aquel viejo muro, mirado desde la arena negruzca de la playa
en una bajamar de marea viva como aquella, debía de medir uno cinco o seis
metros de alto. Estaba construido con grandes sillares de más de un metro de
largos por sesenta o setenta centímetros de altos, perfectamente tallados y
alineados a soga, en los que el nivel de la marea había dejado pintado un
oscuro zócalo, a lo largo de los años.
En el rincón que formaba el muro con la fachada de la casa
que se apoyaba en él, para asomarse ella también a la mar, ya no estaban unos
sonoros cascabeles en el puntero de
las cañas de pescar del barbero, conocido inexplicablemente,
dada su gran agilidad, con el inadecuado mote de “El Paria”, tal vez debido a la gran bota
ortopédica, que corregía seguramente las secuelas de una poliomielitis.
Aquellos diminutos instrumentos musicales, en el caso más
frecuente de lo que cabría suponer de que una roballiza hubiese decidido
tragarse la media sardina encarnada en el anzuelo, provocarían con su infantil estruendo
el súbito y momentáneo abandono de un parroquiano sentado en el sillón de
peluquero con el jabón en la cara, mientras aquel pequeño y locuaz personaje
recorría cojeando en un santiamén los diez metros que le separaban de una suculenta
mejora para la cena, que prepararía seguramente encantada su jacarandosa esposa.
Por el otro extremo, el muro moría en los arcos de los
sótanos del Ayuntamiento, tras los que se encontraba uno de los lugares más
legendarios de mi lejana niñez. Los calabozos municipales.
La vida aburrida y pueblerina de un lugar como aquel, no evocaba
ningún reflejo épico en aquel niño de ciudad, que era yo, salvo cuando se
mencionaban aquellas mazmorras. A las que además se las conocía pomposamente como
¡la cárcel!
A mí nunca me cupo ninguna duda de que, en el improbable
caso de alguien habitase aquel hosco lugar de aspecto frío y húmedo, aunque a
decir verdad no mucho más lóbrego que algunas viviendas de marineros pobres que
tuve la ocasión de visitar alguna vez, ese no podía ser otro que Edmundo Dantés,
rumiando su tremebunda venganza.
Edmundo Dantés, el Conde de Montecristo, fue seguramente mi
primer héroe. Más tarde se vería obligado a compartir ese privilegio con
Tarzán, Tom Sawyer, Guillermo Brown o Flash Gordon. Los inviernos en la ciudad, lejos de la casa de los
abuelos, no contaban con la presencia de aquellos seres extraordinarios. Ellos
eran héroes de verano.
Su recuerdo se asociaba íntimamente para mí con los antiguos
grabados colgados en las paredes de un dormitorio de casa de mis abuelos, dónde
aquellos héroes se aparecían mágicamente todos los días tras la comida. Durante
“el reposo”.
El famoso reposo era una especie de terapia recetada por la
sabiduría popular que obraba milagros, al parecer, en el crecimiento y
desarrollo de los más pequeños. Consistía en una especie de siesta infantil, en
la que la falta evidente de sueño era compensada por la obligada permanencia
sobre una cama, mantenida durante una hora y media interminable para nosotros.
En aquel ambiente
poco apetecido, la gran médium que invocaba diariamente a todos aquellos fabulosos
personajes era mi abuela.
Al principio, la obligación de “reposar la comida” sobre la
cama, junto con mi hermana, durante aquella eterna hora, solía resolverse en una mezcla agitada de peleas y tortura
cariñosa de la paciente gata “Musita”. Pero eran un suplicio. Y la sorprendente
aparición un buen día de la abuela, con un grueso libro en las manos, supuso el
anuncio de una vigilancia aún más estricta y próxima, que disminuía
drásticamente cualquier posibilidad de enredar.
Porque mi abuela Amparo ¡era
mucha abuela!
Se decía en la familia que su verdadera vocación había sido
la de actriz de teatro. Años más tarde, cuando el joven sucedió al niño, y
conocí personalmente a algunas actrices de verdad, tuve que desmentir la
leyenda. El carácter cariñoso pero de una severidad sin fisuras de Amparo
estaba en las antípodas de la ligera frivolidad de aquellas aprendices de
estrellas.
Pero algo había. Nunca, a lo largo de mi vida posterior, volví
a tropezarme con un caso de lectura dramatizada de un texto, comparable en
calidad y emoción con la que nuestra abuela era capaz de ofrecer a aquel
reducido público. Cuando volví a leer más tarde alguna de aquella fabulosas
novelas, la visualización de la acción que surgía inmediatamente en mi cabeza
era exactamente la misma que la que el relato de mi abuela había estimulado en mi
mente infantil.
Amparo transformaba su voz y su ritmo de dicción
adaptándolas con tal maestría a los diversos perfiles de los personajes y la
descripción de los entornos, que proporcionaba al oyente un escenario de color
y expresión muy próximo del cinematográfico.
Las siestas sin sueño ya no eran la tortura de un principio.
La lectura sabiamente fragmentada en capítulos, proporcionaba cada tarde
satisfacción a la curiosidad que flotaba en nuestras mentes desde la tarde
anterior, y provocaba de nuevo el interés al dejar pendiente la intriga hasta
el siguiente “reposo”.
Fue entonces cuando los primeros héroes de ficción hicieron
entrada en mis sueños. Unos héroes que determinaron para siempre una forma de
relacionarme con el entorno. Lo que en un principio eran hazañas con las que me
quedaba encantado, en el más literal sentido de la palabra, adquirieron con el
tiempo otra dimensión más compleja.
La mediocre realidad circundante no podía competir ni por
asomo con la brillantez y la amplitud de los horizontes en los que mis amigos
íntimos, los héroes, llevaban a cabo sus aventuras. Y, claro, la solución al
desencanto que sobrevenía siempre con la violenta irrupción de la canija realidad,
no podía pasar más que por la ansiosa búsqueda de un modo de participar en
aquellas aventuras. Vivirlas, más allá de la simple y pasiva contemplación.
Poco a poco fui encontrando la manera de permanecer en un
espacio intermedio, que si bien no correspondía a las misteriosas penumbras de
una callejuela de Cantón, era algo más interesante que las charlas a gritos de
los encargados del almacén de paja de la acera de enfrente de mi casa.
Pronto descubrí un método para hacer que la vida cotidiana
se relacionase con mis soñadas hazañas. Naturalmente las anécdotas de la
realidad eran las que eran y yo no tenía ninguna posibilidad de hacerlas más
heroicas.
Pero había descubierto algo que me proporcionó una especie
de clave. Las personas que me rodeaban, especialmente los amigos que iba
conociendo, no se parecían en nada a los personajes de la historias de ficción.
Yo, cada vez que observaba una situación concreta, era capaz
de imaginar como reaccionaría en ella alguno de mis héroes. Pero claro, nadie
en la realidad reaccionaba así.
Como es lógico, yo prefería la forma de comportarse mis
amigos de ficción que la de mis amigos reales. Mis héroes sabían siempre qué
hacer en cada caso. Y yo sabía de antemano qué harían. Así aprendí de ellos.
Pero lo que era realmente más inquietante e incompresible
para mí era que mis amigos reales, en sus acciones, se parecían demasiado a
menudo a los adversarios de mis héroes. A los malos. Y de hecho en el reparto
de roles previo al juego, preferían representar al personaje del malvado. Fenómeno
que aun al día de hoy no he podido explicarme.
Pero cuando empecé a darme cuenta de verdad de que no
veíamos las cosas de igual forma, fue al observar las reacciones de extrañeza
que provocaba en mi entorno el hecho de que yo sí tomase siempre la actitud que imaginaba que adoptarían mis héroes
ante cada caso.
Aquella extrañeza constituyó el rasgo distintivo de lo que serían, a partir de entonces, mis
relaciones con los demás. Yo sería ya para siempre, el raro. No he escogido el camino más fácil, desde luego, pero después
de todo tampoco hay mucho donde escoger.
Y además me gusta.