Esta tesis se elaboró en torno a la respuesta concreta a una
pregunta concreta.
¿Cómo se neutraliza un golpe de estado? Con un palangre.
Bueno, habría que empezar por establecer previamente unos
supuestos que situasen correctamente los términos de la pregunta. La posible
existencia de un proyecto de golpe de estado debería estar basada en los
informes de un servicio de inteligencia, leal al poder legalmente establecido.
Y así fue.
Informaciones fundadas y contrastadas, en posesión de las
alta magistratura del Estado, confirmaban la existencia de varios planes
secretos, en ámbitos militares, conducentes a una acción armada encaminada a derribar al
gobierno y, eventualmente, a modificar las normas constitucionales.
Las motivaciones concretas de cada grupo de conspiradores
variaban, tanto en lo referente a los cambios de orientación política
perseguidos, como en la profundidad de los mismos, dentro de la voluntad común
de acabar con la situación del momento.
La adhesión a la conspiración era desigual entre el grueso
de la milicia, y la clave del éxito de la misma estará entonces, como enseña la
experiencia, en la mayoría de indecisos que esperará al desarrollo de los
acontecimientos antes de tomar su decisión.
Los informes elaborados localizaron a dos grupos distintos
como más significativos. Uno definido por la autoridad directa sobre las
grandes unidades operativas, constituido por tenientes generales al frente de diferentes
Regiones Militares, y otro de carácter táctico más acusado, integrado por
jefes de tropas de intervención, como la Guardia Civil y unidades de la Policía
Militar.
El gobierno, con la figura del Rey a la cabeza, valoró la
gravedad de la situación, y sí bien el intento se consideraba destinado al
fracaso en cualquier caso, dadas las condiciones socio-políticas en el
interior, y las respuestas obtenidas en las consultas con las potencias
aliadas, no se menospreció el costo de la intentona. Tanto en sus efectos
violentos, una vez estimados los diferentes escenarios potenciales, como en sus
repercusiones económicas, financieras y diplomáticas.
Una vez definido lo que se consideraba el desarrollo más
probable de los acontecimientos, por parte de los técnicos militares del
gobierno, se empezó a plantear la estrategia más adecuada.
Parece evidente que el factor central que podría hacer
inclinarse la balanza hacia uno u otro lado, es el papel de los mandos
operativos indecisos, o susceptibles de ser influenciados en su decisión.
Con ese fin empezaron a trabajar los servicios
leales, en los diferentes Estados Mayores de las unidades dudosas, o en los de las claramente
comprometidas.
Se trataba de establecer con la mayor precisión el estado de
animo de los generales, así como el de sus auxiliares de Estado Mayor; jefes u
oficiales en su mayoría.
Los informes recogidos establecieron como hechos comprobados
las posiciones radicales de algunos Tenientes Generales, como era el caso de
Milans del Bosch, Capitán General de la III Región Militar o el de Merry Gordon
en la II.
Así mismo se confirmó la lealtad del Teniente General
Quintana al frente de la I Región en Madrid, la de Polanco en la VI, en Burgos,
así como la IX de Delgado Álvarez, González Yerro en Canarias y De La Torre en
Baleares, que mantendrán así mismo la lealtad a la Corona, a pesar del
compromiso verbal de este último con Milans.
Campano en la VII, Elícegui en la V, Pascual Gálmes en la IV y Fernández Posse en
la VIII mantendrán una actitud indecisa, de salida, o confusa, en el caso de
Campano.
Esa era la situación de inicio, cuando un gabinete de
operaciones dirigido por el teniente General Gutiérrez Mellado, presentó un
plan de acción al Rey y al presidente Suarez.
Gutiérrez Mellado era un hombre que nunca, en su larga
carrera militar, había pisado otro terreno, en sus diferentes empleos, que el del Estado Mayor. Gran conocedor del aparato de la Segunda Sección bis, Inteligencia
Militar, había reestructurado poco a poco esos servicios y en su puesto de
vicepresidente se había rodeado de oficiales de gran capacidad, como el comandante
Cortina, que estaba destinado a tener un papel estelar en esta operación.
El plan evidentemente estaba dirigido a un objetivo doble.
Por un lado, tratar de influir en la voluntad de los hombres claves, tanto los generales poco proclives a la aventura como los oficiales de estado mayor al
servicio de los generales irredentos, susceptibles de colaborar. Y por otro, se trataba de hacer creer a
los dos grupos principales que el éxito de la operación dependería sobre todo
de que actuasen coordinados. Es decir, conseguir reunirlos en una única
intentona.
A ese fin, el comandante Cortina se fue aproximando a los
círculos conspirativos de Tejero y de Miláns, induciéndoles la idea de que el
Rey, harto del gobierno de Suarez y del desastre de la situación, no vería con
malos ojos una intervención que cambiase el rumbo de la política en España. La
jugada era evidentemente muy arriesgada, por comprometer directamente la figura
del Rey, pero precisamente esa fuerte apuesta apuntalaría, como así fue, la
confianza de los golpistas en Cortina y sus hombres.
Ahora, de lo que se trataba era de teledirigir el golpe como
si de una operación de demolición controlada se tratase. Controlada pero con unos altísimos
riesgos de desborde ante el más mínimo fallo, porque se realizaría precisamente
en el borde de una situación explosiva, una vez que los protagonistas se pusiesen en
marcha.
Así, tras una serie de reuniones preparatorias, sobre todo
con los conjurados de Tejero, para las que se alquilaron ficticiamente como se
verá unas oficinas en el centro de Madrid, Cortina les presentó un plan
detallado de la acción, cuyos detalles discutieron juntos durante cierto tiempo, de manera que el
gobierno estuvo permanentemente informado de la marcha del mismo.
Otra parte esencial del plan estratégico, se llevó a cabo en el mes de
Enero. Suarez y el Rey se vieron obligados a tomar una decisión dramática.
La única manera de intentar conseguir neutralizar a los
generales menos empecinados, pero gravemente irritados por la situación y por
la figura de un “traidor”, como era para ellos el Presidente Suarez, era
precisamente entregarles su cabeza en una bandeja, aclarando además que la
dimisión forzada se llevaba a cabo debido a la presión ejercida precisamente por los cuartos
militares.
La oferta se hizo durante la reunión de la celebración de la Pascua Militar y
en presencia del pleno de los Capitanes Generales, en el mes de enero. Pocos
días después Suarez apareció por sorpresa en la televisión y anunció su dimisión
irrevocable, ante el asombro de todos los españoles. Todos, menos aquellos que la
estaban esperando. Los generales.
El sacrificio de Suarez fue una de las claves del éxito,
para abortar la catástrofe.
Cuando un mes después llegó el día fatídico, ocurrieron un
montón de acontecimientos bastante extravagantes en algunas Capitanías. Al levantisco y
malhumorado general Merry Gordon, la víspera del 23 de Febrero, sus oficiales le
acompañaron a un homenaje en el que se hizo un merecido honor a unas cuantas
botellas de manzanilla de gran calidad. Cuando a la mañana siguiente el
teléfono sonó con insistencia en su despacho, los oficiales de su Estado Mayor
no pudieron localizarlo.
El duro general Campano, seguramente pagando así el precio por
la cabeza de Suarez, fue llamado por su homólogo Polanco, a Burgos, para
asistir a unos actos en Capitanía esa misma mañana. La llamada desesperada de los golpistas
a su Estado Mayor, se saldó con idéntico resultado que en Sevilla.
Incluso en la única Capitanía donde se puso el operativo en
marcha, en la de Milans, uno de sus oficiales, el comandante Caruana, entró en
contacto con la base militar de Manises, leal a la Constitución, desde donde se emitió una seria advertencia en el sentido de que los escuadrones de
caza-bombarderos de la base estaban siendo municionados y cargados de
combustible, con vistas a obligar a retroceder a la fuerza acorazada por la
fuerza si ello se hacía necesario, una vez que esta se había puesto en marcha, y empezaba a desfilar por algunas avenidas de la ciudad.
El general Quintana, que debía salir hacia unas maniobras en
el campo de San Gregorio, en Zaragoza, interrumpió inesperadamente su viaje
para, sorpresivamente, desviar su ruta hacia una celebración en la I Brigada
Paracaidista de Alcalá de Henares, fuerza de choque por excelencia cuya
intervención podría ser decisiva.
El patético general Armada, ignorante de todo el montaje, tuvo en todo esto el papel poco lucido de emisario entre los poco aguerridos y
desamparados guardias civiles que ocuparon de forma tan castiza el Congreso de
los Diputados, y se consiguió ganar así un tiempo que se hacía eterno para todos. Implicados
en el golpe, en el contra-golpe y público en general.
El final constituyó un éxito para todos nosotros, no solo
porque se abortó la intentona, sino porque se desarraigaron definitivamente de
un certero golpe todos los brotes de esa tradicional arrogancia cuartelera tan
pegada al pellejo de cierta clase de militares durante siglos.
Esta reconstrucción especulativa e imaginaria de lo que tal
vez ocurrió así o no, vio su dosis de verosimilitud incrementada, cuando el
comandante Cortina fue juzgado en Campamento.
Entonces, habiendo
actuado a cara descubierta delante de centenares de acusados, que actuaban
ahora de testigos de cargo contra él con la rabia acumulada al haberse dado
cuenta del palangre en el que habían picado todos, las pruebas que lo
implicaban en la trama eran aparentemente abrumadoras.
Pero cuando Tejero y sus secuaces, por ejemplo, declararon haberse reunido
con él en un despacho en una céntrica calle de Madrid, y describieron con sumo detalle la disposición
del mobiliario y la distribución, una comisión judicial acudió al lugar y este
no coincidía en absoluto con esa descripción.
Y es que las pruebas fueron desmoronándose una a una, a
medida que las brigadas de limpieza del Servicio de Inteligencia las iban borrando. Fue
declarado inocente. Y no solo eso. Algún tiempo después fue promovido a un
ascenso y condecorado.
Y pensé…lo que yo decía.