Desde Fuerteventura, lugar en el que no me encuentro
precisamente desterrado como lo estuviera en su tiempo Unamuno, se contempla el
horizonte patrio con una mezcla de irritación, no por previsible menos
fastidiosa; de vergüenza, a la que afortunadamente uno no se acostumbra; y de
desesperanzado aburrimiento, que aquí uno consigue neutralizar en virtud de una
naturaleza especialmente propicia para espíritus no convencionales.
En determinados aspectos, como por ejemplo la evolución de
los precios inmobiliarios, sin ir más lejos, da la sensación de que la
actualidad llega a este lugar con el mismo ritmo privilegiadamente lento con el
que esta bendita tierra desempeña todo su cometido vital.
Sin embargo, el escasamente saludable hábito de leer la
prensa diaria le proporciona a cada cual la dosis de actualidad necesaria
para no sucumbir del todo a la tentación de relajamiento con la que este
benéfico clima nos seduce a quienes no buscamos la excitación de un verano
ibicenco.
He tratado de esquivar las oportunistas anécdotas que año
tras año tratan de hacerse un hueco a codazos en las portadas de los medios, aprovechando
el vacío dejado por sus habituales okupas, pero la acostumbrada actuación
circense, en el mes de Agosto, de ese patético guiñol que es el alcalde
Marinaleda, ha superado ampliamente esta vez las cutres acrobacias a las que
nos tenía habituados.
A causa de mi innato descreimiento acerca del origen
genético de ciertas peculiaridades regionales, siempre he sentido una sensación
embarazosa al constatar la abundancia de cierta variedad de sujeto estrafalario
con el que la región andaluza contribuye a la acreditada variedad
franquista de los pueblos y las gentes
de España.
No es aventurado afirmar que a especímenes tan acabados de
ese especial pelaje, como han sido o son el mencionado alcalde de Marinaleda,
Su Santidad Clemente I, el inolvidable Papa del Palmar de Troya o el gran “en–mano”
Juan Guerra y el resto de cofrades, es muy difícil encontrarles parangón
alguno, fuera de los límites de la Comunidad Autónoma Andaluza. En esa tierra
poseen sin lugar a duda el copyright de esta y otras apreciadas especies
varietales.
A pesar de ello, esta nueva erupción de la triste infección que padece el tal alcalde, no me habría provocado otra
cosa que el ligero aunque molesto escozor propio de la picadura de un mosquito,
si no hubiera ocurrido casi simultáneamente con la noticia del asesinato de una
veterana policía municipal en Madrid, a manos de un desalmado rufián, y justo, sobre todo, cuando acababa de concluir la lectura del último ensayo de Mario Vargas
Llosa, “La civilización del espectáculo”.
No hace muchos años, estos tres hechos tal vez no hubiesen
tenido entre sí ninguna relación significativa para mí; pero precisamente la
lectura de la última obra del premio Nobel me proporcionó la clave de su íntima
relación, dentro del actual panorama: la reducción de cualquier hecho “cultural” a la categoría de “titular
mediático”.
Entendiendo por
cultural toda manifestación antropológica, individual o colectiva, propia
de nuestra civilización, y por titular
mediático cualquier noticia susceptible de provocar la distracción, el entretenimiento o el interés de su receptor.
Divertimentos cuya duración aproximada no suele
exceder, por supuesto, la fracción de
tiempo necesaria para su comprensión, como establecen los actuales libros de
estilo de los diversos medios de comunicación.
No voy a perder ni un segundo comentando esa caricatura de una caricatura que es el
trampantojo sevillano del sub-payaso de Chiapas. Otros lo han hecho en sus
columnas de una manera mucho más brillante de lo que yo sería capaz. Tampoco me
parece necesario añadir nada a lo ya expresado en términos de indignación –esta
vez sí justificada– respecto del asesinato de la funcionaria de policía.
Mí reflexión se sitúa en el terreno del estado actual de
la conciencia moral ciudadana de una mayoría de personas que me rodean, y no solo
en nuestro país, y del que Vargas Llosa hace un lúcido análisis en su
ensayo-programa.
Lo denomino así porque, si bien en una primera lectura se
puede extraer la sensación de que los contenidos podrían haber sido objeto de
una profundización mayor, más tarde, uno se da cuenta que desarrollar en toda
su complejidad cada uno de los temas tratados en sus capítulos constituiría una
labor casi imposible.
El ensayo constituye pues, en mí humilde opinión, un
catálogo razonado del estado de las principales materias culturales en la
actualidad, destinado a estimular una reflexión global sobre la deriva en la que
se encuentran navegando.
El panorama actual de lo que ha sido para mí hasta el
momento presente la civilización, o sea la occidental, presenta unos rasgos más
que inquietantes. No en lo que se refiere a una siempre indispensable
evolución, como la experimentada por ella a lo largo de toda su historia.
La amenaza procede, en mí opinión, de la desaparición paulatina y acelerada de los
paradigmas que hicieron posibles hasta ahora sus principios y aspiraciones,
para ser sustituídos por una colección de certezas, cuya garantía de
verosimilitud mayor reside en su indiscutible carácter "técnico". O sea
“objetivo”.
McLuhan nos advirtió hace ahora casi cincuenta años del
peligro de la usurpación del mensaje por parte de unos medios cada día más poderosos.
El rol central de los medios de comunicación como agentes
intermediarios en el desarrollo de la cultura y la maduración ciudadana, ha ido
derivando su cometido original de “medio” al servicio de ese propósito
civilizador, hacia el de una simple y macrocefálica plataforma de poder que
compite con creciente ventaja con el resto de las estructuras sociales, gobierno,
finanzas, sindicatos, etc, quienes, a su vez, van transformando sus primitivos
y nobles fines históricos, en nuevos objetivos de vocación hegemónica.
Esta evolución tiene, de entrada, una consecuencia
catastrófica en el plano moral. La referencia ética, que constituía
tradicionalmente el principal factor de autoridad intelectual entre las
publicaciones periódicas y el signo de identidad de los diferentes principios que
representaban cada una de ellas, se ha ido diluyendo en el magma amorfo del
relativismo y el oportunismo táctico.
Tanto los grotescos payasos a los que he hecho referencia
más arriba, como lo patibularios miembros de las bandas terroristas que nos humillan
sin reposo con su insufrible y vomitiva monserga, encuentran cumplida acogida
en las páginas y espacios de información de primer rango en los medios de
cualquier inspiración ideológica.
Y es precisamente este hecho, el de que, como digo, no
exista discriminación ideológica alguna en el fenómeno, lo que constituye el
mayor escándalo y el más estremecedor síntoma de lo que, al parecer, se nos
viene encima.
El objetivo fundamental que justifica la acción de todos
aquellos que se sitúan al margen del sistema democrático no es, como podría
parecer a primera vista, la destrucción de ese sistema. Ese asunto ya no lo
estiman posible ni los más delirantes. El propósito primero y único de
su demencial proceder es el de “existir”. Tener presencia. Y nada existe en la
mente de los demás hasta que órganos como “El País” no lo proclaman en el
púlpito de sus primeras páginas.
Luego, si dos y dos son cuatro, su hipotética ausencia de esos
prestigiosos escenarios determinaría su desaparición. Pero para eso habría que
empezar por redefinir qué es una noticia
y qué un remitido envuelto en un atentado.
Otro de los síntomas de la enfermedad que está
extendiéndose en nuestras sociedades es el de nuestra indiferencia; el de la
falta de atención con la que presenciamos estos hechos, atribuyéndoles la
condición de “normales”.
La complicidad objetiva de uno de los mayores centros de
influencia existentes, si no el mayor, como son los medios de comunicación, con
los delincuentes autoproclamados antisistema, contribuye eficazmente a la
existencia y perpetuación de estos. Este hecho es considerado por los escasos
testigos que se paran a reflexionar sobre él, como una fatalidad fruto de la
“lógica interna” del hecho de informar.
Esa justificación, que los mencionados medios se preocupan
de difundir en virtud de una
estrafalaria teoría sobre su papel de simples “notarios” de lo que sucede
(teoría puesta en circulación por esa lumbrera del periodismo y excelso creador
de lenguaje que es José María “Butanito” García), o de otra referente a los sacrificados “mensajeros”
a los que siniestros complotadores ejecutan para negar la veracidad de sus
mensajes, son “tragadas” sin pestañear por la inmensa mayoría de los usuarios
de la supuesta información.
Guy Debord, fundador de una espectral y pretenciosa
“Internacional Situacionista”, y uno de los apóstoles de la “nueva realidad” -que
los círculos intelectuales de los sesenta pretendían vender como pura y simple
“muerte de la realidad” - escribió a finales de la era dorada de nuestros
veinte años un libro titulado “La sociedad del espectáculo”, y algunos lo
leímos dejándonos enredar por su retórica enrevesada y asfixiante.
Hoy Vargas Llosa lo comenta en su ensayo, descifrando con
finura la torpe trampa marxista que encerraba en su inextricable y arrogante
prosa. Pero si algo es oportuno recordar hoy, es que en aquellos polvos que
constituían la profecía que probablemente de forma involuntaria escondía el
situacionista Debord, está el origen de los lodos que anegan las confusas molleras de las actuales
generaciones.
En fin, gracias a que un puñado de “colgaos” se han empeñado
día tras día en convencerme de que Marinaleda se encuentra en un claro, entre
el bosque de Sherwood y la selva Lacandona, me he alegrado mucho de haber traído “La civilización del
espectáculo” a este interminable horizonte de luz que es esta isla.
Si llego a leerlo en Asturias y
en invierno no creo que hubiese sobrevivido.
Olfato que tiene uno.
Bellísima la foto que publicas del Robinjú en las Olimpiadas del Chorizo -las que vienen después de los juegos parálímpicos- Los carritos del verano han sustituido las serpientes clásicas del Lago Ness. ¿Por qué será que aonde se produce el uisqui ven más fantasmas que nadie? ¿Habrá alguna relación? Y digo yo, en nuestras redacciones y en Marinaleda, ¿qué beben? ¿Esnifan callos con garbanzos, quizás?
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