¿Y si resulta que la crisis no es lo que parece?
Los mil debates que han sido, o son, o serán, en torno a ”La
Crisis” gravitan , en términos generales, sobre el sempiterno dilema: liberal versus antiliberal. Libertad de
mercado o intervencionismo. O las dos cosas a un tiempo, en sus múltiples y
posibles permutaciones.
Y así sin parar… Pero
eso sí, conclusiones de esas que sirven para parar de una vez el barullo, y
ponernos a hacer algo con un mínimo de confianza, de eso… nada de nada. Al
menos de momento.
Y vuelve a deslizarse en las tertulias y columnas
periodísticas lo del “desencanto de la sociedad con los partidos políticos”. ¿Verdad
que os suena? ¿cuántas veces en una vida puede un ciudadano desencantarse?
Fácil. Tantas cuantas se haya encantado. O mejor, lo hayan
encantado, que encantar es un verbo
transitivo. Y la pregunta es; ¿es bueno estar encantado? ¿preso de un
encantamiento? ¿de un sortilegio?
Me temo que en una encuesta con el personal un poco bebido,
que es cuando es verdaderamente sincero, la respuesta seria abrumadoramente afirmativa.
Pero seriamente considerada la cuestión, mal asunto es para cualquiera andar
por la vida poseído por el fantasma de una vana ilusión.
Y si se da el caso de que la mayoría de los individuos
participan de la milonga, entonces apaga
y vamos.
La encuesta de un ciudadano llamado Herminio.
Si desde la lejana plataforma de este ignorante de la
ciencia económica, pero no por eso menos inquieto por la situación, un
ciudadano corriente, un héroe anónimo, se preguntara qué está pasando, y lo
hiciera en términos diferentes de los estrictamente canónicos de la mencionada
ciencia, tal vez podría llegar a extraer
algunas conclusiones interesantes de su peculiar encuesta.
¿Entonces, qué datos del problema serían comprensibles para
ese ciudadano?
Varios.
Para empezar podría reflexionar sobre algo, no menos
inexplicable por el hecho de ser generalmente asumido sin reparos, como es el
aumento incesante del tamaño del
aparato del estado en los últimos sesenta años.
Fenómeno este más que contradictorio, ya que comienza su
imparable andadura en pleno descredito
del estado paternalista y sus modelos fundacionales por excelencia, tras la
derrota de los regímenes totalitarios.
Todos derrotados, menos uno. ¡Ojo a este dato!
¿A que puede deberse pues esa contradicción?
Nuestro héroe podría pensar que ese, como cualquier otro
hecho acontecido en la inmediata post-guerra, estaría fatalmente influido por
el dramático estado de destrucción y desarticulación en el que se encontraban
la mayoría de los estados participes del desastre.
Y, además y sobre todo, por el comienzo de una nueva guerra,
incruenta esta vez, a la que precisamente por eso hubo que añadirle un adjetivo
determinativo, “fría”, para que no se nos olvidase que aun sin cadáveres ni
destrucciones se trataba de una verdadera guerra.
Nueva en muchos sentidos. Hoy diríamos que se trataba de una
guerra virtual.
Algún día habrá que pensar un poco en eso de virtual. Que es en realidad el clásico “sí pero no” de toda la vida.
Y por si fuera poco deprimente el panorama, en las
sociedades que participaban en esa guerra, sobrevivía el cenagoso fondo
venenoso que dejan las totalitarismos, como triunfo pírrico tras su
aplastamiento. Esta última y letal ponzoña no se hace visible, claro está, más que cuando alcanzan de nuevo sus tenebrosos
objetivos. Pero está ahí.
La guerra fría era un conflicto que ya había sido previsto
en los años finales de la otra guerra, la caliente, por algunos esclarecidos
estadistas, como fue el caso del premier británico Mr. Winston Churchill. Pero
la guerra aniquila todo. Incluso a sus más destacados héroes, como fue el caso
de aquel extraordinario político.
Y apartándolo a él, lo que se trataba de alejar del primer
plano era su discurso. Una advertencia denunciada como alarmista en un primer
momento, por parte de ciertos círculos políticos e intelectuales creados en la
retaguardia occidental en el período de entreguerras por los eficaces servicios
del agit-prop comunista.
En realidad de lo que M. Churchill quería avisar a occidente
era de las consecuencias de unas peligrosas concesiones hechas con generosidad
suicida al tirano Stalin, por parte de un presidente americano con su salud en
estado terminal, y una obcecada tendencia a mirar el mundo a través de su ojo
izquierdo.
La guerra fría, que se acabó finalmente con una vertiginosa
cabalgada de ambos contendientes sobre un peligroso tigre: el del compromiso,
supuestamente disuasorio, de un holocausto nuclear garantizado para ambos, es
decir para toda la humanidad, transcurrió durante cuarenta años en un malvado
juego de tira y afloja en el que nos la jugábamos cada día, con la subida de
las apuestas por parte de ambos matones.
En esa desenfrenada carrera hacia el horror, cada rival
trataba de despistar la desconfianza básica de su competidor, mediante
maniobras y fintas que oscilaban entre la arrogante chulería del espionaje
aéreo de un Gary Power en su U-2 sobre
el territorio soberano de la URSS, y las
más sofisticadas técnicas de infiltración, llevadas a cabo por la banda de los Cinco de Cambridge, en lo que acabó
manifestándose como el más escandaloso queso de gruyere de todos los servicios
del mundo, después de haber sido el símbolo de su esencia durante ciento veinte
años, el legendario Militar Intelligence 5 (MI 5), al servicio de su Graciosa
Majestad Británica.
Pese a que las trampas en el dramático tablero de juego eran
parte de las reglas del mismo, hoy sabemos que había un fullero mucho más hábil
que el otro y, aunque al final no le
haya servido de mucho, entre las muchas artimañas puestas en marcha por el tahúr
comunista, hubo una insidiosa trampa en especial que tuvo un largo y fructífero recorrido.
Se trataba de poner en marcha una serie de mecanismos de presión social que, haciendo una
correctísima interpretación de las tendencias históricas emergentes, acabaran
por hacer entrar en un malvado juego cíclico de reclamaciones/concesiones, a unas administraciones cada vez más
obsesionadas con las encuestas que, con incrementos constantes de los servicios
estatales de asistencia, trataban de satisfacer unas demandas sociales
insaciables, y con ello lograr sus éxitos electorales.
Claro que para ellos, al fin y al cabo, se trataba de dinero
público. Es decir un asunto nada personal. Incluso, como sabéis, hubo una
ministra no hace mucho, que aún hoy sostenía con gran convicción que, en
realidad, ese dinero público no es de nadie.
Lo malo es que estos juegos suelen ser más perversos de lo
que los jugadores creen, y como estos padecen una ceguera crónica que les
impide ver más allá de los plazos electorales, al final, pudiera ser que no se
encontrasen inversores para rellenar la fila de abajo de la pirámide que están
construyendo, y entonces todo se vaya al carajo.
Lo cierto, hoy y aquí, es que más servicios y prestaciones
estatales representa más infraestructura funcionarial y contratada y, sobre
todo, más dinero para financiarlos. En realidad se parece, como una gota de
agua a otra, a una empresa Mutua de Seguros Generales cuyo logotipo debería ser
una enorme pirámide.
Solo que con una diferencia sustancial. Sus ejecutivos, con
contratos de duración limitada, no
requieren especiales conocimientos financieros para el desempeño de su labor, y
la empresa carece de un consejo de
administración que autorice o censure sus cuentas.
Hombre, puede decir nuestro héroe que es un poco ingenuo, en
cierto modo y siendo la ley de presupuestos la ley más importante de un
gobierno, de alguna forma los electores ejercen como consejo de administración
al valorar y aprobar, o rechazar en su caso, en las elecciones el proyecto o
programa del futuro presidente de la Mutua.
Ya. Lo malo es que, primero: lo que tiene en la cabeza ese
candidato es un objetivo que no rebasa en el plazo la fecha de esas elecciones;
segundo: si sale elegido, su nuevo, urgente y único objetivo será el de ganar
de nuevo las próximas; y tercero: los electores, a los que el dedo les impide
ver la luna, se conformarán con los regalos prometidos. Y al resto que le den.
Por lo que, al minuto siguiente de sentarse en su sillón, el
nuevo presidente de lo que sea, iniciará su siguiente campaña electoral y
empezará a actuar de rey mago, repartiendo los bienes de los demás y los de sus
descendientes. Y como nadie le exigirá un balance equilibrado sino más subvenciones,
pues eso.
¡Ah! Y lo más divertido es que, si algo sale mal, el que se
hará cargo del marrón será su sucesor. Aunque, como este ya lo sabe, lleva toda
una vida entrenándose para ser campeón del mundo de huida hacia adelante.
Como nuestro amigo Herminio sabe perfectamente, la salud
empresarial de una entidad de seguros sería óptima si ninguno de sus asegurados
necesitara prestaciones. Claro. Todo ganancias.
El grave problema de esta especie de Mutua Nacional de
Seguros Universales, es que el estado actual tiene cada vez más demanda de
prestaciones y menos ingresos; ya que a medida que se suman damnificados, la
pérdidas provocan las bajas de contribuyentes.
Pero nuestro amigo indagador no se engaña al respecto. El
juego teórico consiste en que, para que las cuentas salgan, los que gastan
tienen que conseguir el dinero para hacerlo. Y los beneficiarios de los regalos
cuando les preguntan, como hizo Rafael “El Gallo “ ante la convocatoria de las
primeras elecciones republicanas “¿Y todo esto quién lo paga?”, responden que
los ricos con los impuestos.
Es decir, lo de siempre. Quitárselo a los ricos para dárselo
a los pobres. La legendaria “redistribución”. La mala noticia es que los ricos
no se dejan. Porque, cuando ganan dinero, raramente tienen como propósito
repartirlo entre los que no lo ganan.
Y si les aprietan mucho se van a otro lado, con gran
escándalo de los de siempre que consideran que un rico que comete el pecado de ganar
dinero debe cumplir la penitencia de repartirlo entre los que no tienen ese
vicio nefando.
Naturalmente no se necesita aspirar al Nobel de Economía
para comprender que ninguna empresa es viable en esos términos ¿Cual es
entonces la solución?
¡Ya lo tengo! exclama alborozado nuestro amigo Herminio. ¡la
financiación externa!
Hombre sí… pero claro, como la necesidad de esa financiación
extra no es consecuencia de una ampliación de la empresa, ni de la
investigación de nuevos productos o mercados, o de la adquisición de bienes
productivos, o del aprovechamiento de alguna oportunidad de negocio imprevista,
sino simplemente de un puro desfase contable entre las cuentas de gastos e
ingresos como consecuencia de gastar más de la cuenta, los potenciales financiadores
tienen una enorme mosca detrás de la oreja.
Como es natural algunos de esos inversores, profesionales de
ese tipo de pirueta financiera sin red, arriesgarán más a cambio de unos
intereses astronómicos. Bueno, en realidad, proporcionales a los riesgos de no
recuperar lo prestado.
Y lo que es aún más peligroso, pensará nuestro buen
ciudadano, a medida que la situación empeore también la calidad de los prestamistas empeorará, es decir serán menos de fiar
para el que pide el dinero, pudiendo incluso llegar a tener que llamar a la
puerta del bar de Tony Soprano.
No sería ni el primero ni el segundo estado fallido que acabase
entre las manos de los mafiosos.
El caso es que la cosa tiene mala pinta, porque los
verdaderos responsables de este carajal, que son los ciudadanos, empiezan a
encontrarse en estado de síndrome de
dependencia. Esta patología la definen los especialistas en toxicomanía
como el efecto derivado de lo que se conoce como tolerancia a ciertas sustancias.
La tolerancia es
algo así como el estado que va adquiriendo un organismo al ir acostumbrándose a
esas sustancias, que sustituyen con ventaja a sus propia funciones. Sus síntomas
son provocados por el rechazo a volver a poner en marcha
de nuevo dichas funciones, por parte del organismo, cuando es privado del mencionado agente externo.
O sea, no sé si me he explicado. Piensa deprimido nuestro sufrido
héroe. El llamado pueblo se ha
acostumbrado a chutarse inmoderadamente servicios y prestaciones en los últimos
tiempos, cuya cantidad y naturaleza han ido rebasado ampliamente los límites
del catálogo habitual de prestaciones de la seguridad social.
Esas prestaciones eran antes los remedios destinados a curar
los verdaderos males sociales. Pero esas medicinas también se pueden consumir
como drogas, y el consumidor necesitará, como en nuestro caso, unas dosis crecientes
de las envasadas como “reivindicaciones”. Y además, perentoriamente.
Lo malo, piensa el buen ciudadano, es que, como ocurre con
los estimulantes, una vez que el organismo se haya acostumbrado a que esa función
natural llamada esfuerzo sea
sustituida habitualmente por un derecho
que la hace prescindible, la situación se habrá vuelto fatalmente crónica. Y
cuando el paciente no disponga de su dosis de ayuda estatal, entrará sin
remedio en un estado de síndrome de
abstinencia, más conocido como el mono.
Cuando se está en esa situación, se necesita un aumento
permanente de la dosis. Ante ese grave panorama, el estado se verá finalmente
obligado a someter a sus ciudadanos a una cura de desintoxicación mediante un
recorte drástico del suministro de asistencias, subvenciones, servicios,
subsidios, ONGs, cambios de sexo y otras drogas.
Pero, claro, a ver quién es el guapo que vuelve ahora a
meter el dentífrico en el tubo. Se estará diciendo Herminio. ¡Sobre todo con
los sindicatos como camellos,
jugándose su comisión! ¡Casi nada!
Pero…
¡¡¡ Chan, Chan !!! ¡En ese preciso momento llega el padrino
Hessel y nos saca a la calle a los Indignados con mono!
O con perro-flauta.
A nuestro héroe le vienen entonces a la memoria recuerdos de
cuando los hippys tenían alucinaciones y soñaban que vivían en medio de una
selva con plantas de marihuana de varios metros de altura, sin más necesidades
vitales planteadas que las de un librillo de papel de fumar y unas cerillas.
Y teme que en la mente actual de algunos individuos, por
llamarla de alguna manera, resida una idea análoga, en la se ven a sí mismos
disponiendo de un estado obligado por ley a proveerles la satisfacción de
cualquier necesidad real o inventada que se les ocurra, sencillamente por la
cara.
Estos homínidos basarían su convicción en la posibilidad de
ese “estado providencial”, en la certeza de poseer unos derechos ilimitados adquiridos por la simple razón de haber venido
al mundo, y que les habrían sido usurpados
históricamente hasta ahora.
Certeza esta que les habría sido sugerida desde círculos generalemnete bien informados.
Se ignora quién
usurpó dichos “derechos”, ni cuándo,
ni porqué. Bueno, por sugerir una
pista, diría el ciudadano Herminio, tal vez pudiera
responderse a esas banalidades metafísicas acudiendo al Manifiesto del Partido Comunista.
No perdáis de vista, en ese mismo sentido, que el delirio
benéfico de esa banda de colgados está mucho más cerca de lo que parece de la
vieja utopía marxista de la extinción del
trabajo.
El engendro que podría acabar pariendo un
embarazo social como el descrito no es nuevo; ya fue bautizado en su día como “estado
corporativo”. Denominación esta que le debemos, como tantas otras ocurrencias semánticas,
a la inagotable retórica de ese patético rufián de la política que fue Benito
Mussolini.
En resumen, pensó el buen ciudadano, si
al crecimiento hipertrófico del estado se agrega su deriva paternalista y a
todo ello añadimos la complacida y creciente tendencia a refugiarse en la masa,
por parte del individuo, una de dos, o le ponemos remedio, o el inmediato
futuro va a encontrarnos haciendo cola para entrar de regreso a la caverna
platónica.
Y claro mientras tanto, indiferente a
la realidad, la pirámide de la Mútua seguirá en pié creciendo y creciendo, en
base a que la inagotable codicia de unos inversores, a los que encima se
califica de especuladores, siga convenciéndoles de que sus elevados intereses
les serán abonados puntualmente junto con el principal.
Pero como diría en su reflexión final
sobre esta alarmante realidad nuestro héroe anónimo, mí compadre Higinio desde
su México lindo:
“pos...
ya no ‘ten pendejos güeys…, la pinche Mútua ‘ta tronada”.
¡Socorro!