En estos días, cuando comienzan los festejos del Carnaval Sarasa en este país, país que es la envidia del mundo en cuanto a su favorable legislación respecto de la legalización y el reconocimiento público de las relaciones extravagantes (perdón, diferentes), y en estos mismos días digo, el estado de New York acaba de declarar legal el matrimonio homosexual, arrogándose, según determinadas opiniones, unas prerrogativas normativas de dudosa legitimidad.
En los Estados Unidos no suelen abundar los debates de política interna a nivel de todo el país, es decir que transcienden el ambito estatal. Este es el caso del llamado “matrimonio gay”. El Senado del estado de New York lo acaba de instaurar por 33 votos a favor frente a 29 en contra, el pasado día 18. Para darse cuenta del ambiente reinante en este debate, basta leer las declaraciones del alcalde demócrata de New York City, Michael Bloomberg : ” Recordad que cuando empezamos, los negros eran esclavos, los católicos de New York no podían celebrar la misa, las mujeres no podían votar ni ser elegidas. Y en algunos lugares, la homosexualidad era considerada como un crimen”.
Eso está muy claro. Salvo que lo que se le olvidó señalar al alcalde es que, hoy en día, los homoxesuales no son esclavos, gozan del derecho de acudir a la misa que prefieran, pueden votar, pueden ser elegidos y pueden casarse a condidición de observar las reglas que rigen esa institución desde hace siglos (edad, alteridad, etc) y que son las mismas para todos los ciudadanos.
Si bien una encuesta reciente revela que una mayoría de neoyorquinos (58%) eran favorables a la instauración del “matrimonio” homosexual, es necesario precisar que resultados de consultas similares precedieron a la neta victoria en referendum, de los adversarios de una eventual instauración, en el 2009, en estados considerados progresistas como California y Maine.
Respecto de la forzada analogía entre las dificultades que los homosexuales pudieran encontrar en la actual sociedad americana y las sufridas por las minorias negras en los años de las movilizaciones pro–derechos humanos, George Weigel dirigente de la Ethics and Public Policy Center, denunciaba la usurpación de legitimidad de esos movimientos revindicativos de los años sesenta, por parte del movimiento gay.
Según este tratadista, el estado de New York no posee la competencia necesaria para dar cobertura jurídica a la solicitud de un grupo privado de presión, que persigue la aceptación social de su exigencia en base a esa cobertura legal. Esa iniciativa supondría la redefinición de una institución humana fundamental, con un origen histórico muy anterior a la del propio Estado. Y todo como resultado de la simple obstinación de un colectivo que no se conforma únicamente con la tolerancia de la sociedad hacia sus peculiaridades y las de cualquier otro ciudadano.
Pero Weigel va más lejos al señalar que existe una tentación permanente, en los estados modernos actuales, de usurpar la voluntad individual mediante lo que denomina la recreación de la realidad. Una especial forma de tendencia totalitaria. El Movimiento Americano Pro Derechos Civiles reclamaba en su momento el reconocimiento de unos principios morales presentes en la Constitución y arrinconados por malvadas costumbres y prejuicios arcaícos, mientras que el movimiento gay demanda ahora la reinvención de una realidad que está basada precisamente en esos mismos principios. Acceder a esa demanda representaría de hecho una modificación de los mismos.
Por último, este dirigente social trata de llamar la atención de los llamados libertarios americanos [equivalentes a los liberales versión europea], tradicionales guardianes de la ortodoxia constitucional y que en este caso han apoyado la petición de los homosexuales, advirtiéndoles de la carga de relativismo moral que encierra la solicitud, en su opinión.
Llama la atención, o al menos me la llama a mí, el terreno en el que el debate sobre el famoso “Matrimonio Sarasa” está teniendo lugar en los USA. Ningún parecido con lo ocurrido aquí, con ocasión del vergonzoso “trágala” del gobierno socialista. Circunstancia que explica, en mí humilde opinión, el desastroso final del asunto.
Por lo que he podido leer, e independientemente de los medios políticos, religiosos o extrictamente sociales que han participado en el debate americano, el campo referencial admitido por todos ellos ha sido, y aún es hoy en día, el territorio de la declaración de derechos humanos, contenida en la Constitución. Y, una vez admitido ese campo de juego, las cuestiones que plantea la modificación de determinadas leyes estatales, exponen sobre el tablero de la moral constitucional cosas tan interesantes como es la necesidad de establecer un límite en los criterios que determinan qué relaciones humanas caben en el adjetivo “natural” y cuales no.
Ni que decir tiene que el viejo tabú del incesto, o la actual y pestilente pedofília, pueden ser los extremos entre los que cabe un catálogo de combinaciones “naturales” que desafía la imaginación más enfermiza. Un vistazo a los bajorrelieves de algunos templos sudasiáticos, o indostánicos, pueden constituir un muestrario realmente sugerente, si no quiere uno meterse en berenjenales (término nunca mejor traído) más próximos y montaraces.
Y ¿quién le pone el cascabel al gato? ¿dónde se sitúa la raya roja?
Una vez abierta la veda, no veo demasiado claro qué razones van a constituir los argumentos del magistrado, cuando le rompa el corazón a algún pastor que, legítimamente, anhele normalizar por fín su relación ocultada durante años de incompresión e intolerancia por parte de quienes no ven en un rebaño de cabras más que el origen remoto del queso manchego bien curado, con el que se deleítan a la sombra de una parra. ¿Y qué decirle a quien nunca encontró más comprensión y dulce compañía que la que siempre le proporcionaron las calladas y perfumadas sandías de su huerto?
Esta mañana escuchaba en la radio una entrevista que le hacían a un reprentante, o presidente, o vocal, o cabo furriel del Movimiento Sarasa, con relación a “la problemática” que planteaba
(¡Ufff! ¡Con esta calor…!) los festejos previstos en el barrio de Chueca. Era evidente que el periodista quería hablar de los detalles curiosos de la fiesta, como esa extraordinaria iniciativa de los “conciertos sordos” (¡Silent Disco’s, chato!). Con auriculares. Para no dar la tabarra a los vecinos. No sé si los promotores de la idea habrán reparado en algún detalle que podría crear situaciones “inesperadas”. Por ejemplo, ¿habrán tenido en cuenta la tendencia a gritar que suelen tener las personas que hablan con los auriculares puestos?
Imaginaros el quiosco de la música con el grupo rapero encerrado en una especie de pecera transparente e insonorizada. Gesticulando con ese estilo tan peculiar de mover las manos y los dedos que tienen esos telepredicadores de fin de semana con medallón. Y, ahora llenad la plaza imaginaria con unos miles de personajes, más disfrazados que de costumbre si eso es posible, exhibiendo todo el trousseau de ropa interior femenina imaginable, meneando furiosamente las crestas multicolores, y machacando con entusiamo el asfalto con sus zapatos de seis pisos. Todo eso, mientras descoyuntan sus gimnásticos cuerpos en el silencio musical, y berrean a grito pelado en la oreja de su pareja lo guay que es la movida de este año.
La “señá Engracia”, del nº5 de la plaza, 4º derecha exterior, que solía sentarse un “ratico” en la losa del balcón con su abanico y su cervecita, o el botijo fresquito, a presenciar la cabalgata de los maricones [“porque m’entretiene, ¿sabe usted?”] se quedará unos minutos perpleja tratando de entender qué está pasando allá abajo. “Pues la luz no se l’han cortao…” pensará, interrogándose sobre el prodigio de ver tocar a los músicos y no oir ni una nota, mientras los miembros de una muchedumbre multicolor, debajo de su balcón, ahullando y gesticulando, parecen a punto de depedazarse mutuamente de un momento a otro.
“ ’cucha Eusebio, qu’esto v’acabar mal, que te lo digo yo… ¿no será mejor avisar a los municipales?”
No sé. A lo mejor es un riesgo calculado. O simplemente no es lo que parece y forma parte una “istalación” de un artista muy cotizado en Dinamarca, al que Gallardón ha subvencionado para dar envidia al alcalde de New York. Vaya usted a saber…
El replicante del Movimiento de Homosexuales, Lesbianas, Transexuales y Transgénicos Varios, no le entraba al trapo al entrevistador y se empecinaba en repetir, con la insistencia del conejo de Duracell, que no solo se trataba de pasárselo bien, sino, sobre todo, de recordar sin descanso las revindicaciones pendientes. Y yo, mientras sudaba como un pollo trotando por el estadio, escuchaba preguntándome con perplejidad en que podían consistir la mencionadas revindicaciones “pendientes”.
Si ya se casan, alquilan úteros, adoptan criaturas, gozan de las ventajas fiscales de cualquier pareja de hecho o de contrahecho, ¿a que podía referirse aquella delicada libélula?... De pronto, una duda maliciosa provocó un súbito estremecimiento en mi mente. ¿Porqué se refirió a las famosas revindicaciones con aquel aire misterioso y conspirativo?¿Porqué no se les había dado la habitual publicidad, por parte de un colectivo que no se distigue precisamente por su discreción?¿Estará el lobby sarasa reclamando una ley que les permita denunciar a aquellos que “no entienden”?¿ al estilo de los reos de la ley de menosprecio de la Aido?
Bueno, apartè de mi cabeza semejante pesadilla, tratando de convencerme de que no es bueno para la mente correr a pleno sol. El reportero fue abandonando todo propósito de llevar al mensajero gay al terreno que le interesaba y dió por terminada la entrevista. La entrevista se terminó pero el escenario de las ondas fue inmediatamente ocupado por la estrafalaria sintaxis del sarasa de guardia de la emisora, quien sin darse descanso ni pausa, fue ametrallando a los oyentes con una crónica minuciosamente detallada, sobre los entresijos de la boda de esa pepona que es el Príncipe de Mónaco, quien, según los rumores, amenaza con estrenar una revista de varietés en su pequeño estado–teatro, presentando como super–vedette a una especie de armario empotrado que pretende nada menos que convertirse en la heredera de nuestra llorada musa Grace Kelly.
Debo confesar que, desde hace años, esa especie de imposición dictatorial a la que nos vemos sometidos los que somos radioyentes, por parte de los directores de programa de manera inmisericorde, y que consiste en tener en nómina a uno o más sarasas inpúdicos, me puede acabar produciendo una úlcera de duodeno.
Si no me falla la memoria, todo empezó con la irrupción en las ondas de un super–¬plumerazo venezolano, mezcla de reinona de belleza y actor de culebrón, al que al parecer “adoraban” sus tele–radio–oyentes en su país. No tengo ni idea de quien fué la lumbrera que intuyó el éxito potencial que encerraba esta perla del Caribe, pero acertó de pleno. Un año después de que empezase a castigarnos con su prosa zarrapastrosa, se habían abierto las ventanillas de enganche del resto de las emisoras, y una cola interminable de batas de cola, y gacelas desmuñecadas daba la vuelta a la manzana.
Hoy en día, ocupan los más variados espacios temáticos. Si al descaro propio del género se le añade la desmesura y la osadía que las legiones de analfabetos que soportamos suelen exhibir en cualquier ámbito de la comunicación, el resultado sería asombroso sino fuera por que nos conocemos demasiado a nosotros mismos como para asombrarnos.
La crónica social (ojo al término) o del corazón o del tomate, es el terreno para el que parecen estar mejor dotados genéticamente. Y, aunque están empezando a invadir el territorio de la gastronomía, no se pierdan como curiosidad antropológica, los especialistas en “cultura”.
Están los que aconsejan con irritado distanciamiento, qué color de calcetines conviene ponerse para acudir a una conferencia al Ateneo. Estos pueden ser reaccionarios melancólicos que añoran las alegres fiestas del franquismo, con sus constructores de moratalaces y puertos deportivos o poseedores de licencias de importación de chocolates belgas y estraperlistas de penicilina.
Tambien los hay rojos(más bien carmesís)a quienes Castro les privó de sus palacetes coloniales y sus ingenios azucareros o cafetales en Santa Clara, pero que llaman fascista a cualquiera a quien no le guste “El combo de José Luis y sus furiosos rumberos”. Estos rojos son “cultos” por familia, y, como los reaccionarios, estuvieron de niños en Suiza. Son tan horteras los unos, en su babeante culto a Botticelli, al que tratan como una propiedad privada, como los otros en su devoción a Juan de Ávalos.
Las alegres comadres del teatro hace ya muchos años que colocaron las alambradas y miradores de vigilancia para impedir que alguien que “no entienda” pueda contaminar lo que es su exclusivo territorio.¿Qué decir del diseño de interiores? ¿O del gremio de anticuarios? Cualquier intromisión, ya sea por descuido, es considerada hostil por definición, y toda esa potencia corporativa que constituye uno de nuestros rasgos más definitorios, se pone en marcha automáticamente para excluir al intruso.
Cuando la humanidad parecía caminar hacia la integración de cualquier diferencia, por el simple método de reducir esas diferencias a su verdadera naturaleza, es decir, al plano de lo privado, y liberando de esta manera a la comunidad de conflictos estériles, de improviso, como secuela inesperada de la “lucha anticolonialista” y en medio de los delirios diferenciadores de regiones, razas, sectas, clanes, géneros y especies vegetales, aparecieron los sarasas como movimiento revindicativo.
O sea, que si eramos pocos parió la abuela.
Pero asi están las cosas. Ya he dejado de fumar porque se me recomendó desde instancias inapelables. Vale. Pero desde la inalcanzable altura de mí innegociable desobediencia advierto y prevengo contra todo intento de colocarme cualquier murmullo seductor con olor a Varón Dandy.
¡Estoy en guardia y seré implacable!
¡Estais avisados!
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jueves, 30 de junio de 2011
lunes, 27 de junio de 2011
Empezar por los principios. (y II)
La Historia es una película “indispensable”.
[“Indispensable”. Ese era el adjetivo definitivo usado por los pedantes de cine–club, cuando yo era catecúmeno, para designar una obra que tenía que formar parte inexcusablemente del repertorio de cualquier aficionado que se preciase. Lo malo era que solían referirse casi siempre a los infumables coñazos perpetrados por los “maestros japoneses”]
Pero a esta otra película, “La Historia”, hay que aproximarse ligero de prejuicios, si pretendemos que nos sirva de alguna ayuda. Y es que el mundo está lleno de espectadores que saben lo que van a ver antes de verlo. Se han aprendido el método para interpretar esta película con tanto entusiasmo que, vean lo que vean, el resultado es siempre el mismo.
La historia es el resultado de la investigación de un especialista que ha indagado los hechos, con más o menos éxito, a partir de un planteamiento personal, subjetivo. Por lo tanto siempre será una hipótesis abierta, que se irá cerrando y precisando a medida que las investigaciones aporten más datos con los que se que vayan rectificando y balizando los límites de su interpretación.
Los problemas empezaron cuando la investigación comenzó a seguir un método basado en una teoría filosófica de la historia. Se trataba, en ese caso, de considerar lo que le ocurre al ser humano (o sea, la historia) como algo previsible e incluso predecible. Ese prodigio se produce en virtud de los términos en los que se ha definido a ese ser humano. Esto es, como un simple elemento de un conjunto.Y ese conjunto actúa según el papel que le han atribuido unas supuestas reglas inmanentes y científicas que rigen el juego de la historia. Así. Como suele decirse: ¡con dos cojones!
Ese “científico” método provoca que los datos investigados no sean interpretados como un medio para entender los hechos, sino ordenados en un conjunto que responde a un modelo propuesto previamente. De esta manera, el resultado final corresponda a la interpretación decidida de antemano. Aunque haya que hacerlo a martillazos. Aunque sea preciso mentir o tragiversar. Cada episodio histórico así elaborado constituirá una nueva prueba de la coherencia de la tesis inicial.
No en vano los anarquistas del XIX trataban a la Historia de prostituta y a los episodios de clientes.
En definitiva, es como si pretendiesemos re–escribir la historia tal como nos gustaría que hubiese ocurrido, en lugar de estudiarla como probablemente ocurrió en realidad. Esa manía constituye un apartado especialmente significativo de lo que podríamos llamar la “realidad mágica”. Esa “peculiar” realidad gozaba de un notable éxito en el siglo XIX, entre quienes tenían dificultades para asumir racionalmente la vida tal como es, y que aún es, hoy como ayer, un colectivo mucho más numeroso de lo que podría parecernos.
Esa mayoría amedrentada que tenía tras de sí una larga y angustiada tradición, ya era, en el siglo XVIII, la principal destinataria del racionalista mensaje ilustrado.
Pero la predisposición antropológica hacia la idea religiosa [que es en el fondo una interpretación metafísica de la realidad] como refugio de esa angustia de vivir, forma parte de las características más esenciales del hombre. Y los mecanismos psico–sociológicos que estructuran esa tendencia son potencialmente muy manipulables. Se pueden rellenar con cualquier bazofia pseudo–intelectual, con tal de que posea una cierta carga emotiva. De hecho los han utilizado y seguirán haciéndolo sin duda en el futuro.
No debemos olvidar que la angustia vital no es más que una manifestación neurótica provocada por el miedo a la muerte. Ese miedo que es la emoción por excelencia.
Ese es el flanco más vulnerable del individuo libre. Su libertad se verá amenazada permanentemente si no es capaz de controlar la ansiedad que le provoca el miedo a existir condenado. La vida se nos presenta como una serie de problemas para los que nos vemos obligados a buscar soluciones; pero lo malo es que muchos de esos aparentes problemas no tienen relación con la vida, sino con la no–vida. Con la muerte. Y, claro, esos falsos problemas, al no figurar en la partitura de la vida, carecen de solución. Luego NO son problemas. SON fatalidades.
Desde Spinoza para acá, sospechamos que quien no sea capaz de asumir la idea de morir, y de convivir con ella, no podrá aspirar a ser libre.
Peléate con un problema y acabarás ganando. Aunque sea a los puntos. Inténtalo con una fatalidad y estarás noqueado al tercer round. Es un verdareo despilfarro de energía ocuparnos de aquello que no forma parte de la vida. Sobre todo cuando vamos a tener toda una eternidad para hacerlo, una vez hayamos acabado nuestra tarea aquí abajo.
A la muerte la representamos de infinidad de maneras. Una de ellas es el fracaso. ¡Y anda que no le tenemos pavor al fracaso! Como si cada vez que la podemos cagar se tratase de la última oportunidad. Vivir en una sociedad libre supone asumir responsabilidades, y el miedo al fracaso puede hacer que el individuo se sienta incapaz de asumirlas. Una actitud neurótica de esta naturaleza puede provocar una huída ante esa responsabilidad; un bloqueo en los mecanismos de decisión.
Eso es el miedo a la libertad.
En ocasiones, en las crisis, o en tiempos de grandes dificultades, ese miedo a ser libre puede generalizarse. Y ahí aparecen los grandes oportunistas. Los profetas. Los que saben que esos son los momentos más propicios para que la razón pueda ceder su sitio al mito, y que pueden colocar el camelo que traen bajo el brazo. Una idea original, poco explicable o no facilmente entendible, pero… emocionante. En la que el ser angustiado habrá de depositar su confianza. Su fé. Ese es el precio.
Para los angustiados que asumen su cobardía, ese es un buen precio. Porque, al no ser propia la decisión, no contiene carga alguna de responsabilidad individual. En caso de fracaso, siempre contará con el refugio de irresponsabilidad de los que solo obedecen. O sea que, como mucho, repartirá esa mínima culpa con una muchedumbre de cómplices, tan creyentes e irresponsables como él.
Es la base argumental del código del linchador. O del ejecutor de genocidios, que viene a ser lo mismo.
Más tarde, esas ideas originales se articularon en discursos más complejos y se denominaron ideologías. Ese era un término muy práctico, ya que les conferia un cierto aroma científico–religioso. Rasgo muy favorable en la época cientista de su aparición, en el siglo XIX.
Las herramientas más eficaces de las ideologías fueron los mencionados mecanismos psico–sociológicos derivados directamente de nuestra secular, y nunca desaparecida del todo, tendencia a la religiosidad. Su acción socio–cultural primordial se proyectó entonces directamente contra la Historia. O mejor aún, hacia la interpretación patológica de la misma.
El rechazo radical de la modernidad encontró su discurso teórico en una enfermiza condena del frío racionalismo aplicado al estudio de la historia, con su carga de progreso, y rectificó el rumbo de la inquietud intelectual, orientándola hacia una mórbida recuperación de la historia idealizada. Hacia la leyenda. La ciencia era sospechosa, porque era universal. El solar pátrio guarda las auténticas esencias. Aquellas que le son exclusivas.
El mito acabará sustituyendo en la mente de los reaccionarios a la razón histórica. La tradición, sentina de la memoria colectiva llena de experiencias válidas y aprovechables, se transformará en un delirante discurso mágico–folclórico–esotérico, y acabará constituyendo el sustrato esencial de la malsana melancolía romántica. Esa melancolía se convertirá enseguida en la tara congénita del movimiento reccionario; en la salsa resentida donde se cocinarán los primeros movimientos anti–modernos.
El retorno a la madre tierra. El retorno a las raíces. El retorno a un concepto bucólicamente travestido de la naturaleza. El retorno a la nación, concepto recién acuñado en base a una memoria del pasado idealizada, manipulada, cuando no inventada en todas sus piezas. El retorno a la búsqueda obsesiva de la secular quimera de la pureza de lo propio.
Y, al mismo tiempo, el rechazo de la técnica; el desprecio del individuo frente a la grandeza del pueblo, como estirpe ; la busqueda desesperada de héroes legendarios precursores, que dignificasen y embelleciesen la deprimente imagen de sí mismos que padecían aquellos iluminados; el desprecio, cuando no el odio paranoico, hacia lo no–nacional o extranjero; y sobre todo la condena del cosmopolitismo, antítesis de la idolatría casticista y aldeana.
Estas fueron las propuestas implícitas que fructificaron a lo largo del siglo XIX en aquellos círculos raccionarios y, en ciertos casos, hasta esotéricos. Realmente eran una especie de precedente del movimiento hippy, pero sin maría. Es decir, una tropa compuesta por oscuras siluetas tristes y encabronadas que no paraban de dar el coñazo, y peligrosamente cargados de certezas delirantes.
¡Que sabio es el lenguage…! “ Retorno…” El retorno es una especie de analgésico de la melancolía. Con el retorno se huye del insoportable autorretrato que dibuja la existencia individual cotidiana. Es un término inequivocamente ligado al sentimiento de culpa y de arrepentimiento: uno retorna vencido y humillado por los propios errores. Se retorna desde un exterior solitario, ajeno y peligroso, hacia el interior familiar, propio y seguro, lejos de toda aventura arriesgada y extravagante. Se retorna siempre bajo la tormenta; empujados por el frio, el fulgor y el trueno. Y con la violencia como eterno acompañante, como la propia sombra ¡Una verdadera escena de un cuadro de Delacroix!
¡Y en medio de todos estos fantasmagóricos sueños es donde se están gestando, a principios del siglo XIX, lo que más tarde acabarán siendo las pesadillas del siglo XX !
Creo particularmente que, frente a los principios modernos e ilustrados, que representan, dentro de la historia de la humanidad, una revolución inédita en términos de originalidad, racionalidad y entusiamado homenaje al genio humano, la reacción, los iluminados odiadores del humanismo, y por la tanto de sí mismos, no encontraron otra solución que la creación de un espantapájaros ideológico, para ahuyentar los principios del progreso que amenazaban con introducir un poco de luz en su tenebroso refugio melancólico.
Esto ocurrió cuando trataron de destruir la imagen aborrecida de sí mismos, que el espejo de la historia les devolvía, lanzando contra él la piedra de su rencor contra la humanidad. Con algunos trozos escogidos de ese espejo de la historia, en los que creían reconocer reflejos propios aceptables, unidos por la argamasa de las leyendas populares, reconstruyeron un rostro para el espantajo. Luego lo vistieron con los harapos del folclore, le colocaron un sombrero tejido con espigas de la tradición, cuidadosamente escogidas, y comenzaron a bailar en torno a él viejos aires extraídos de los baúles de la memoria aldeana. En medio de ese sonámbulo akelarre, el miedo y la superstición, que tan buenos ingredientes habían constituído siempre para ciertas sectas religiosas, hicieron el resto. Y, el espantajo, hasta tuvo el honor de aparecer en la primera frase del Manifiesto Comunista : “Un espectro recorre Europa…”
Cuando una de las consecuencias de la modernidad, la máquina, hizo su aparición y el hombre empezó a liberarse de alguna de las maldiciones bíblicas, como el sudor de los sobacos, otros laboriosos e infatigables iluminados iniciaron su furibundo ataque a la modernidad, utilizando esta vez los recursos que la técnica les ofrecía. Trataron de destruir a su pesadilla con forma de individuo, convirtiéndolo en un simple número impersonal. Industrializaron el concepto del hombre, convirtiéndolo en un “glorioso” miembro anónimo de las masas. Una pieza mecánica más. Y con recambio.
Esta nueva secta derivada del club de los antimodernos, los ultraracionalistas–ateos, tuvieron una ocurrencia original, consistente en inventar una religión laica travistiendo a la ciencia en una caricatura de su pretendido antagonista, la religión. Se llamó el cientismo. Un culto pagano. La diosa consagrada de esta nueva religión laíca, “La Diosa Razón” era representada habitualmente por una imagen hortera de la Inmaculada, travestida en “deidad griega” coronada de laurel.
Una imagen digna del antimodernismo pre-rafaelista de ese prodigio manchego que se llama Almodovar. Es posible que incluso haya sido sacada alguna vez en procesión. De eso no estoy tan seguro.
En cualquier caso, en esa religión, todo lo que podía ser calificado, con razón o sin ella, de científico no necesitaba otro certificado de verosimilitud. Véase, por ejemplo, el “prodigioso” codigo de leyes científicas que rigen ¡nada menos que la historia!, y que está contenido en la mítica biblia del marxismo : “Das Kapital”, y cuyo disparatado análisis económico es defendido por muchos delirantes, aún hoy en día.
Entre románticos, communards, nihilistas, anarquistas, socialistas y comunistas, por un lado y emperadores, monárquicos del ancien régime, espadones y dictadores, por el otro, el desgraciado siglo XIX, que debería haber sido la era del renacimiento del hombre, pasará a la historia como el período más nefasto para los ideales, y el más aniquilador para las sociedades libres europeas. Unos principios que aspiraban a dotar de harmonía y respeto a los seres humanos sin distinción, provocaron de hecho un cataclismo social sin precedentes en el viejo continente.
Bueno, la historia de los que recogieron las nueces caídas bajo esos agitados árboles: los ultraracionalistas–ateos–totalitarios, envueltos en el mito de la clase, y los ultranacionalistas–folclóricos–totalitarios en el mito de la raza, con las consecuencias devastadoras que generosamente nos legaron, es suficientemente sabida para volver a contarla.
En el fondo, no eran más que los herederos de aquellos patéticos “arqueólogos” románticos que buscaban deseperadamente el Santo Grial de la pureza de sus respectivas supersticiones, sin saber que en realidad lo que buscaban ¬–y algunos siguen buscando desde Jacques Derrida hasta Ferrán Adriá y compañeros deconstructores¬– era aquello que está oculto detrás de un invento parido cien años más tarde por un tal Martin Heidegger, y denominado “Dasein”. Ese invento que dejó pasmada a la nómina universal del pensamiento débil, desde entonces hasta ahora, tuvo lugar poco antes de que ese nauseabundo sujeto aspirara a colocar su trasero en el sillón de rector de la Universidad de Friburgo, aupándose para ello sobre la chepa de Hitler. Asunto que le salió muy bien. Por cierto.
De aquellos polvos surgieron especies tan originales como la de los “malditos”. Que son algo así como un híbrido de nihilista poco convencido y enfermo exhibicionista, que suele practicar un suicidio de larga duración, obligado por su afán de no perderse detalle de qué diran de él, tras su desaparición. Y lo han conseguido en un buen número de casos debido, sobre todo, a que su siniestro ruído ha dispuesto, desde el principio, de la caja de resonancia constituída por los ambientes culturales, artísticos y periodísticos, cómplices indispensables en la puesta en escena de su pretenciosa tragedia de pacotilla.
Variados “movimientos” han surfeado sobre las grandes olas del cuanto peor mejor cuando los medios de comunicación empezaron a participar en ellas activamente, incluso en su diseño. Por si fuera necesario, se puede echar un vistazo a la actitud Punky, o, sin ir tan lejos, a los ejemplares góticos que se conservan en el Palacio de la Moncloa.
En fin compañeros cofrades…
¡Dura vida la de los principios! ¡Siempre tropezando con alguna idea genial, en su largo y lento, pero también esperanzador camino!
¡Dita sea!
[“Indispensable”. Ese era el adjetivo definitivo usado por los pedantes de cine–club, cuando yo era catecúmeno, para designar una obra que tenía que formar parte inexcusablemente del repertorio de cualquier aficionado que se preciase. Lo malo era que solían referirse casi siempre a los infumables coñazos perpetrados por los “maestros japoneses”]
Pero a esta otra película, “La Historia”, hay que aproximarse ligero de prejuicios, si pretendemos que nos sirva de alguna ayuda. Y es que el mundo está lleno de espectadores que saben lo que van a ver antes de verlo. Se han aprendido el método para interpretar esta película con tanto entusiasmo que, vean lo que vean, el resultado es siempre el mismo.
La historia es el resultado de la investigación de un especialista que ha indagado los hechos, con más o menos éxito, a partir de un planteamiento personal, subjetivo. Por lo tanto siempre será una hipótesis abierta, que se irá cerrando y precisando a medida que las investigaciones aporten más datos con los que se que vayan rectificando y balizando los límites de su interpretación.
Los problemas empezaron cuando la investigación comenzó a seguir un método basado en una teoría filosófica de la historia. Se trataba, en ese caso, de considerar lo que le ocurre al ser humano (o sea, la historia) como algo previsible e incluso predecible. Ese prodigio se produce en virtud de los términos en los que se ha definido a ese ser humano. Esto es, como un simple elemento de un conjunto.Y ese conjunto actúa según el papel que le han atribuido unas supuestas reglas inmanentes y científicas que rigen el juego de la historia. Así. Como suele decirse: ¡con dos cojones!
Ese “científico” método provoca que los datos investigados no sean interpretados como un medio para entender los hechos, sino ordenados en un conjunto que responde a un modelo propuesto previamente. De esta manera, el resultado final corresponda a la interpretación decidida de antemano. Aunque haya que hacerlo a martillazos. Aunque sea preciso mentir o tragiversar. Cada episodio histórico así elaborado constituirá una nueva prueba de la coherencia de la tesis inicial.
No en vano los anarquistas del XIX trataban a la Historia de prostituta y a los episodios de clientes.
En definitiva, es como si pretendiesemos re–escribir la historia tal como nos gustaría que hubiese ocurrido, en lugar de estudiarla como probablemente ocurrió en realidad. Esa manía constituye un apartado especialmente significativo de lo que podríamos llamar la “realidad mágica”. Esa “peculiar” realidad gozaba de un notable éxito en el siglo XIX, entre quienes tenían dificultades para asumir racionalmente la vida tal como es, y que aún es, hoy como ayer, un colectivo mucho más numeroso de lo que podría parecernos.
Esa mayoría amedrentada que tenía tras de sí una larga y angustiada tradición, ya era, en el siglo XVIII, la principal destinataria del racionalista mensaje ilustrado.
Pero la predisposición antropológica hacia la idea religiosa [que es en el fondo una interpretación metafísica de la realidad] como refugio de esa angustia de vivir, forma parte de las características más esenciales del hombre. Y los mecanismos psico–sociológicos que estructuran esa tendencia son potencialmente muy manipulables. Se pueden rellenar con cualquier bazofia pseudo–intelectual, con tal de que posea una cierta carga emotiva. De hecho los han utilizado y seguirán haciéndolo sin duda en el futuro.
No debemos olvidar que la angustia vital no es más que una manifestación neurótica provocada por el miedo a la muerte. Ese miedo que es la emoción por excelencia.
Ese es el flanco más vulnerable del individuo libre. Su libertad se verá amenazada permanentemente si no es capaz de controlar la ansiedad que le provoca el miedo a existir condenado. La vida se nos presenta como una serie de problemas para los que nos vemos obligados a buscar soluciones; pero lo malo es que muchos de esos aparentes problemas no tienen relación con la vida, sino con la no–vida. Con la muerte. Y, claro, esos falsos problemas, al no figurar en la partitura de la vida, carecen de solución. Luego NO son problemas. SON fatalidades.
Desde Spinoza para acá, sospechamos que quien no sea capaz de asumir la idea de morir, y de convivir con ella, no podrá aspirar a ser libre.
Peléate con un problema y acabarás ganando. Aunque sea a los puntos. Inténtalo con una fatalidad y estarás noqueado al tercer round. Es un verdareo despilfarro de energía ocuparnos de aquello que no forma parte de la vida. Sobre todo cuando vamos a tener toda una eternidad para hacerlo, una vez hayamos acabado nuestra tarea aquí abajo.
A la muerte la representamos de infinidad de maneras. Una de ellas es el fracaso. ¡Y anda que no le tenemos pavor al fracaso! Como si cada vez que la podemos cagar se tratase de la última oportunidad. Vivir en una sociedad libre supone asumir responsabilidades, y el miedo al fracaso puede hacer que el individuo se sienta incapaz de asumirlas. Una actitud neurótica de esta naturaleza puede provocar una huída ante esa responsabilidad; un bloqueo en los mecanismos de decisión.
Eso es el miedo a la libertad.
En ocasiones, en las crisis, o en tiempos de grandes dificultades, ese miedo a ser libre puede generalizarse. Y ahí aparecen los grandes oportunistas. Los profetas. Los que saben que esos son los momentos más propicios para que la razón pueda ceder su sitio al mito, y que pueden colocar el camelo que traen bajo el brazo. Una idea original, poco explicable o no facilmente entendible, pero… emocionante. En la que el ser angustiado habrá de depositar su confianza. Su fé. Ese es el precio.
Para los angustiados que asumen su cobardía, ese es un buen precio. Porque, al no ser propia la decisión, no contiene carga alguna de responsabilidad individual. En caso de fracaso, siempre contará con el refugio de irresponsabilidad de los que solo obedecen. O sea que, como mucho, repartirá esa mínima culpa con una muchedumbre de cómplices, tan creyentes e irresponsables como él.
Es la base argumental del código del linchador. O del ejecutor de genocidios, que viene a ser lo mismo.
Más tarde, esas ideas originales se articularon en discursos más complejos y se denominaron ideologías. Ese era un término muy práctico, ya que les conferia un cierto aroma científico–religioso. Rasgo muy favorable en la época cientista de su aparición, en el siglo XIX.
Las herramientas más eficaces de las ideologías fueron los mencionados mecanismos psico–sociológicos derivados directamente de nuestra secular, y nunca desaparecida del todo, tendencia a la religiosidad. Su acción socio–cultural primordial se proyectó entonces directamente contra la Historia. O mejor aún, hacia la interpretación patológica de la misma.
El rechazo radical de la modernidad encontró su discurso teórico en una enfermiza condena del frío racionalismo aplicado al estudio de la historia, con su carga de progreso, y rectificó el rumbo de la inquietud intelectual, orientándola hacia una mórbida recuperación de la historia idealizada. Hacia la leyenda. La ciencia era sospechosa, porque era universal. El solar pátrio guarda las auténticas esencias. Aquellas que le son exclusivas.
El mito acabará sustituyendo en la mente de los reaccionarios a la razón histórica. La tradición, sentina de la memoria colectiva llena de experiencias válidas y aprovechables, se transformará en un delirante discurso mágico–folclórico–esotérico, y acabará constituyendo el sustrato esencial de la malsana melancolía romántica. Esa melancolía se convertirá enseguida en la tara congénita del movimiento reccionario; en la salsa resentida donde se cocinarán los primeros movimientos anti–modernos.
El retorno a la madre tierra. El retorno a las raíces. El retorno a un concepto bucólicamente travestido de la naturaleza. El retorno a la nación, concepto recién acuñado en base a una memoria del pasado idealizada, manipulada, cuando no inventada en todas sus piezas. El retorno a la búsqueda obsesiva de la secular quimera de la pureza de lo propio.
Y, al mismo tiempo, el rechazo de la técnica; el desprecio del individuo frente a la grandeza del pueblo, como estirpe ; la busqueda desesperada de héroes legendarios precursores, que dignificasen y embelleciesen la deprimente imagen de sí mismos que padecían aquellos iluminados; el desprecio, cuando no el odio paranoico, hacia lo no–nacional o extranjero; y sobre todo la condena del cosmopolitismo, antítesis de la idolatría casticista y aldeana.
Estas fueron las propuestas implícitas que fructificaron a lo largo del siglo XIX en aquellos círculos raccionarios y, en ciertos casos, hasta esotéricos. Realmente eran una especie de precedente del movimiento hippy, pero sin maría. Es decir, una tropa compuesta por oscuras siluetas tristes y encabronadas que no paraban de dar el coñazo, y peligrosamente cargados de certezas delirantes.
¡Que sabio es el lenguage…! “ Retorno…” El retorno es una especie de analgésico de la melancolía. Con el retorno se huye del insoportable autorretrato que dibuja la existencia individual cotidiana. Es un término inequivocamente ligado al sentimiento de culpa y de arrepentimiento: uno retorna vencido y humillado por los propios errores. Se retorna desde un exterior solitario, ajeno y peligroso, hacia el interior familiar, propio y seguro, lejos de toda aventura arriesgada y extravagante. Se retorna siempre bajo la tormenta; empujados por el frio, el fulgor y el trueno. Y con la violencia como eterno acompañante, como la propia sombra ¡Una verdadera escena de un cuadro de Delacroix!
¡Y en medio de todos estos fantasmagóricos sueños es donde se están gestando, a principios del siglo XIX, lo que más tarde acabarán siendo las pesadillas del siglo XX !
Creo particularmente que, frente a los principios modernos e ilustrados, que representan, dentro de la historia de la humanidad, una revolución inédita en términos de originalidad, racionalidad y entusiamado homenaje al genio humano, la reacción, los iluminados odiadores del humanismo, y por la tanto de sí mismos, no encontraron otra solución que la creación de un espantapájaros ideológico, para ahuyentar los principios del progreso que amenazaban con introducir un poco de luz en su tenebroso refugio melancólico.
Esto ocurrió cuando trataron de destruir la imagen aborrecida de sí mismos, que el espejo de la historia les devolvía, lanzando contra él la piedra de su rencor contra la humanidad. Con algunos trozos escogidos de ese espejo de la historia, en los que creían reconocer reflejos propios aceptables, unidos por la argamasa de las leyendas populares, reconstruyeron un rostro para el espantajo. Luego lo vistieron con los harapos del folclore, le colocaron un sombrero tejido con espigas de la tradición, cuidadosamente escogidas, y comenzaron a bailar en torno a él viejos aires extraídos de los baúles de la memoria aldeana. En medio de ese sonámbulo akelarre, el miedo y la superstición, que tan buenos ingredientes habían constituído siempre para ciertas sectas religiosas, hicieron el resto. Y, el espantajo, hasta tuvo el honor de aparecer en la primera frase del Manifiesto Comunista : “Un espectro recorre Europa…”
Cuando una de las consecuencias de la modernidad, la máquina, hizo su aparición y el hombre empezó a liberarse de alguna de las maldiciones bíblicas, como el sudor de los sobacos, otros laboriosos e infatigables iluminados iniciaron su furibundo ataque a la modernidad, utilizando esta vez los recursos que la técnica les ofrecía. Trataron de destruir a su pesadilla con forma de individuo, convirtiéndolo en un simple número impersonal. Industrializaron el concepto del hombre, convirtiéndolo en un “glorioso” miembro anónimo de las masas. Una pieza mecánica más. Y con recambio.
Esta nueva secta derivada del club de los antimodernos, los ultraracionalistas–ateos, tuvieron una ocurrencia original, consistente en inventar una religión laica travistiendo a la ciencia en una caricatura de su pretendido antagonista, la religión. Se llamó el cientismo. Un culto pagano. La diosa consagrada de esta nueva religión laíca, “La Diosa Razón” era representada habitualmente por una imagen hortera de la Inmaculada, travestida en “deidad griega” coronada de laurel.
Una imagen digna del antimodernismo pre-rafaelista de ese prodigio manchego que se llama Almodovar. Es posible que incluso haya sido sacada alguna vez en procesión. De eso no estoy tan seguro.
En cualquier caso, en esa religión, todo lo que podía ser calificado, con razón o sin ella, de científico no necesitaba otro certificado de verosimilitud. Véase, por ejemplo, el “prodigioso” codigo de leyes científicas que rigen ¡nada menos que la historia!, y que está contenido en la mítica biblia del marxismo : “Das Kapital”, y cuyo disparatado análisis económico es defendido por muchos delirantes, aún hoy en día.
Entre románticos, communards, nihilistas, anarquistas, socialistas y comunistas, por un lado y emperadores, monárquicos del ancien régime, espadones y dictadores, por el otro, el desgraciado siglo XIX, que debería haber sido la era del renacimiento del hombre, pasará a la historia como el período más nefasto para los ideales, y el más aniquilador para las sociedades libres europeas. Unos principios que aspiraban a dotar de harmonía y respeto a los seres humanos sin distinción, provocaron de hecho un cataclismo social sin precedentes en el viejo continente.
Bueno, la historia de los que recogieron las nueces caídas bajo esos agitados árboles: los ultraracionalistas–ateos–totalitarios, envueltos en el mito de la clase, y los ultranacionalistas–folclóricos–totalitarios en el mito de la raza, con las consecuencias devastadoras que generosamente nos legaron, es suficientemente sabida para volver a contarla.
En el fondo, no eran más que los herederos de aquellos patéticos “arqueólogos” románticos que buscaban deseperadamente el Santo Grial de la pureza de sus respectivas supersticiones, sin saber que en realidad lo que buscaban ¬–y algunos siguen buscando desde Jacques Derrida hasta Ferrán Adriá y compañeros deconstructores¬– era aquello que está oculto detrás de un invento parido cien años más tarde por un tal Martin Heidegger, y denominado “Dasein”. Ese invento que dejó pasmada a la nómina universal del pensamiento débil, desde entonces hasta ahora, tuvo lugar poco antes de que ese nauseabundo sujeto aspirara a colocar su trasero en el sillón de rector de la Universidad de Friburgo, aupándose para ello sobre la chepa de Hitler. Asunto que le salió muy bien. Por cierto.
De aquellos polvos surgieron especies tan originales como la de los “malditos”. Que son algo así como un híbrido de nihilista poco convencido y enfermo exhibicionista, que suele practicar un suicidio de larga duración, obligado por su afán de no perderse detalle de qué diran de él, tras su desaparición. Y lo han conseguido en un buen número de casos debido, sobre todo, a que su siniestro ruído ha dispuesto, desde el principio, de la caja de resonancia constituída por los ambientes culturales, artísticos y periodísticos, cómplices indispensables en la puesta en escena de su pretenciosa tragedia de pacotilla.
Variados “movimientos” han surfeado sobre las grandes olas del cuanto peor mejor cuando los medios de comunicación empezaron a participar en ellas activamente, incluso en su diseño. Por si fuera necesario, se puede echar un vistazo a la actitud Punky, o, sin ir tan lejos, a los ejemplares góticos que se conservan en el Palacio de la Moncloa.
En fin compañeros cofrades…
¡Dura vida la de los principios! ¡Siempre tropezando con alguna idea genial, en su largo y lento, pero también esperanzador camino!
¡Dita sea!
miércoles, 15 de junio de 2011
Empezar por los principios.(I)
[ “No tienen ideas”. “ No saben lo que quieren”.” Solo dicen vaguedades”. No dicen nada”. Todo esto es cierto. Claro que no tienen ideas. ¿Qué ideas van a tener? El siglo XVII, XVIII y sobre todo el XIX ya tuvieron todas las ideas posibles. El siglo XX consistió en el gran experimento de ponerlas todas en práctica. Con los resultados de todos conocidos. No necesitamos más ideas, más lemas, más visiones de la historia, más heraldos, más apocalipsis, más revelaciones. Ya sabemos lo que tenemos que saber. Ya sabemos qué funciona y qué no funciona. Lo que tenemos que hacer es ponerlo en práctica. ]
Sí señor. Así se expresaba un ilustre columnista del ABC Cultural llamado Andrés Ibáñez, en su colaboración del día 11 de Junio, titulada “SOL”. Hacía referencia, como su título sugiere, a la alegre kermesse de la castiza plaza madrileña de ese nombre, con la que unos miles de más o menos recientes bachilleres (condición esta que deduzco, por su más bien escueta capacidad redaccional) nos han ilustrado este último mes de tabarra electoral. De la lectura del párrafo reproducido, que resume bastante expresivamente el espíritu del artículo, se deduce que el autor “es partidario”. De hecho uno de los ladillos lo títula “Profunda sensatez”. Nada que objetar por parte de un ferviente defensor, como el que suscribe, del legìtimo derecho de cada cual a difundir su cosmovisión, por más previsible o extravagante que esta sea.
Y, como decía mi antiguo e insuperable redactor de cierre Pepe Gil Franquesa, aquí es donde viene el inevitable: “No obstante…”
Pues sí, no obstante, a ese indeclinable derecho de opinión, le acompaña inseparablemente otro no menos indeclinable que es el de opinar sobre la opinión. Y mira tú por dónde cuando leo una expresión de la categoría de “NO NECESITAMOS MÁS IDEAS” trato de ver, apresuradamente y temblándome las canillas, si quien lo dice no está, por casualidad y mientras habla, extrayendo una Parabellum del estuche de cuero negro que pende del cinturón, también de cuero negro, que ciñe su negro uniforme.
Mí tensión se relaja cuando, en el trascurso de la lectura, advierto una “ligera” contradicción que ejecuta un pase de magia, al convertir una inquietante escena de Visconti, que podría helarme la sangre, en una sarcástica y desternillante visión de esa misma escena realizada por Lubitsch. Resulta que el “gran experimento(?)” del siglo XX consistió, para el señor Ibáñez, en la PUESTA EN PRÁCTICA de las abundantes ideas que habíamos acumulado en los siglos precedentes, con resultados que parece detestar nuestro ilustre escribidor. PERO…, como colofón de su brillante discurso, reclama sin que le tiemble el pulso que, mejor que concebir nuevas e inútiles ideas, lo que hay que hacer, de una vez por todas, es PONER EN PRÁCTICA aquellas de entre las existentes que constituyan “lo que funciona”. Supongo que en opinión de cada cual. Tú ya me entiendes… Con hagiógrafos de este porte, la Espanich Reboluchion (copyrigth de Luis Español) no corre el riesgo de pasar a la historia.
Ni tampoco nosotros de que lo haga.
Lo cierto es que, una vez disuelto el ligero trombo intelectual que me había provocado el citado artículo, he tenido la tentación de reflexionar sobre la solemne e impostada soltura con la que se manejan determinados términos por parte de supuestos intelectuales, que en el mejor de los casos no producen más que una superficial hurticaria pasajera, pero que si tenemos en cuenta el “selvático” nivel de conocimientos con el que se adorna nuestro actual paisaje social, la cosa puede ser más grave. Si cabe.
¿Qué entenderá por “más ideas, más lemas, más visiones de la historia, más heraldos, más apocalipsis, más revelaciones “ nuestro estimado articulista?
¿Será lo mismo para él una idea que un (?)lema, o un heraldo que un apocalipsis, o una revelación que la Carabina de Ambrosio?
Pensando en su mención a los siglos XVII, XVIII, XIX y XX, y la evolución de la historia del pensamiento que tuvo lugar a lo largo de ellos, yo me permitiría distinguir dos conceptos que por su proximidad tienden a confundirse si uno no está atento al fondo de la cuestión: las ideas y los principios. Naturalmente, no hará falta aclarar que estas consideraciones las hago únicamente en mí condición de personal pensante de guardia, siempre a la búsqueda de un mínimo orden en los conocimientos, que los hagan útiles y manejables sin falsearlos con simplificaciones voluntaristas. A las “ideas”, si nos permitimos hablar con una cierta ligereza, yo las identificaría con unos instrumentos surgidos del pensamiento que no caen del cielo, ni todas son buenas, útiles o benéficas. Los “principios” no tiene otra relación con las ideas que el hecho de proceder de ellas, como toda obra humana. Pero en la permanente amalgama de los necios, ambos conceptos se entrelazan y confunden, como el ínclito Ibáñez se esfuerza en demostrar.
Recordemos un poco la historia.Yo creo que los siglos XVII y XVIII, fueron aquellos en los que la revolución iniciada en el Renacimiento y su principal aportación, el Humanismo, alcanzaron su expresión definitiva al situar por fín al hombre en el centro de un escenario, la vida, repleto de dioses y supersticiones en el que, hasta entonces, él no era más que otro mero objeto del atrezzo.
Muchos siglos antes, un viejo baúl conteniendo las recetas de los grandes “chefs” del pensamiento griego, como Sócrates, su pretencioso pinche Platón, y el resto de sus compañeros del metal, habían servido a unos jóvenes emprendedores etruscos para levantar una civilización inédita, tanto por su diseño como por su apabullante desarrollo. Pero seis siglos más tarde, ese fondo de sabiduría fué menospreciado por unos analfabetos de las llanuras del Danubio, quienes después de mendigar inutilmente durante tres siglos, a la puerta (limes) del selecto men’s club llamado “El Imperio Romano”, que se les permitiese entrar, decidieron hacerlo por las bravas. Pero, como suele ocurrir a menudo con los bienes mal adquiridos, al final, lo único que se les ocurrió hacer fué disfrazarse de romanos con los trapos que encontraron en el guardarropa. Y a todo esto y en la confusión reinante, el monoteísmo aprovechaba para hacer su agosto.
¡Y menos mal! Lo digo porque fueron esos constructores de la nueva religión los que abrieron el baúl y aprovecharon mucho de aquel material de sabiduría, para convertir las ruinas de la anterior civilización rica, republicana y culta, en una sociedad pobre, severa e ignorante. Pero algo era algo, dadas las circunstancias. Lo malo es que cuando empezaban a levantar cabeza, (la historia no se repite, simplemente es tartamuda) aparecieron los analfabetos de las llanuras de Arabia, guiados por un pobre pero astuto pastor, que un día de resaca vió a alguien subido encima de un cactus que, con el dedo extendido, le mostró un estupendo atajo. Este le conducía directamente a agrandar su finca, ahorrándose un montón de siglos de cultura y esfuerzo. El atajo tenía forma de cimitarra.
Y dicho y hecho. En un periquete se plantaron en Poitiers, donde un tal Martel tuvo que pararles los pies violentamente porque, en aquel llano paisaje sin muchas piedras, a él no le funcionó el truco de un aldeano asturiano, llamado Pelayo, quien encaramado en sus madreñas lo habia puesto en práctica con rotundo éxito.El famoso truco consistió en convencer a los recién llegados de que no les merecía la pena ser descalabrados a cantazos en aquellos brumosos valles, para los cuatro duros de impuestos que les podrían sacar. El moro dijo que sí y Pelayo se convirtió en un figura. Peor le fué a su hijo Favila, que por más que se empeñó en venderle el mismo cuento a un oso sin darse cuenta de que era sordo, acabó mal. Muy mal.
Fueron tiempos duros. Los del turbante habían cerrado el Mediterraneo, mar del comercio y por lo tanto de la civilización, sustituyendo los fletes por una boyante industria de piratería y secuestros, que aun hoy conserva un cierto pulso otros lugares no muy lejanos. Pero, desde aquel momento, una lenta e incesante marcha hacia la salida de la caverna platónica se puso en marcha. Luego, seis siglos más tade, renació el comercio. Con él, la monserga de que la riqueza, el éxito y el poder eran caprichosamente otorgados por la Providencia, se vino abajo. Y, de pronto, el hombre empezó a disponer entre las manos de su más preciada propiedad : su destino.
Esa fué, en realidad, la única y verdadera Revolución que ha habido en la historia de estos últimos ventiún siglos. Todo lo que vino después no han sido más que fotocopias descoloridas y pretenciosas. El Humanismo marca un punto de inflexión de tal dimensión, que es al día de hoy cuando aún siguen apareciendo crepusculares teorías para combatirlo. En mí humilde opinión, esas expresiones patológicas de resentimiento, son la prueba más evidente del camino que le queda aún por recorrer a esa concepción de la existencia, que alcanzó una de sus etapas más significativas en la llamada modernidad, en La Era de la Ilustración, con la proclamación de sus principios universales.
Claro, las cosas no han sido nunca sencillas. Ni siquiera en esa época de cambios esperanzadores. Si comparamos los resultados prácticos de los dos hechos más significativos llevados a cabo en nombre de la modernidad, la Revolución Americana y la Revolución Francesa, encontraremos en sus diferencias las claves indispensables para valorar la transcendencia política de esos principios, y los orígenes de las grandes dificultades que no han dejado de aparecer en el largo e incompleto camino de su implantación.
Alexis de Tocqueville, cuando nos describe la Revolución Americana nos está hablando de algo dificil de comprender en nuestra Europa eterna. Sus principios son de naturaleza moral. La esencia de esos principios es individual, pero sus propósitos son de carácter colectivo. Cuando se adoptan, representan los cimientos de lo que se construirá; constituyen el espíritu de lo nuevo. Su consecuencia inmediata es la de dotar de contenido moral a las leyes que permitirán el ejercicio de la libertad individual. El pasado es irrelevante frente a los proyectos que la nueva realidad lleva implícitos. La historia queda atrás, para dejar paso a un nuevo y esperanzador futuro. Los principios tienen una vocación inequívoca de integración. Los nuevos ciudadanos comparten un proyecto común, sean quienes sean y piensen lo que piensen. La expresión social de esos principios la constituye el lugar común y acojedor que es el estado. Ese estado es el espacio en el que los hombres tienen la oportunidad de buscar la felicidad.
Solo consta el tropiezo que supuso la terca pretensión de perpetuar hábitos sociales y económicos de otras épocas, por parte de una cadavérica clase de negreros pseudo–aristócratas del Sur, que dió lugar a una sangrienta Guerra Civil. Esa sociedad en la que no ha habido más desfiles militares que los que conmemoraron el regreso de los héroes de las dos guerra mundiales, no solo no sufrió ninguno de los retrocesos históricos que constituyeron la torturada historia europea de los siglos XIX y XX, sino que su espíritu democrático sin fisuras, se comprometió en dos ocasiones para salvar a esa Europa de sí misma, con una generosidad tal, que solo es comprensible cuando se visitan los cementerios de Normandía.
Tocqueville resume aquella realidad aclarando algo dificilmente asumible en nuestro viejo continente: para un americano, la democracia no es un sistema político, es una actitud individual. Y esto es así por la aplicación de un precepto esencial para la puesta en práctica de los principios democráticos: la indispensable separación entre el estado y la sociedad. Inglaterra, cuna de cualquier modernidad, incluída la Ilustración, ya había establecido ese principio consustancial con una sociedad participativa desde los añejos tiempos de Eduardo III en 1544, fecha de la fundación del Parlamento burgués, la Cámara de los Comunes.
Todo este rollo para tratar de dejarle claro al nuestro héroe de las cuartillas, que no se debe hablar de las ideas desde un confuso y amalgamado cajón de sastre, en el que todo sirve para todo y nada es lo que parece.
Las ideas son artefactos intelectuales de origen y desarrollo individual. Son resultados complejos del razonamiento y las intuiciones, a los que hay que definir, limitar, probar y transformar, para desecharlos o convertirlos en instrumentos útiles. En general, a lo largo de la historia, las ideas por sí solas han dado más bien lugar a ensayos de carácter abstracto o especulativo y, a veces, han poseído un gran poder movilizador. Aunque ese es otro cantar del que hablaremos más tarde.
También sabemos que ciertas ideas de perfil patológico, menospreciando a menudo la simple razón porque desvelaría su invalided al someterlas a la prueba del algodón de la realidad, introducen en el juego otro tipo de argumentos relacionados con la parte más irracional del ser humano : la emoción colectiva. Y la materia prima de la que se nutre la emoción colectiva es el mito. Ejemplo catastrófico de la accion emotiva : donde la razón puso el concepto del estado, la emoción lo sustituyó por el mito de la nación.
Resultado : 70 millones de muertos.
El estado es integrador y abierto (EEUU); la nación excluyente y paranoica (EH)*.
La demostración de este axioma quedaría suficientemente evidenciada mediante la simple evaluación de las posibilidades de las que gozaría un candidato a lendakari, si perteneciese a la minoría “afroeuskaldún”.
Un Obama con txapela, vaya…
*Euskal Herria.
(Continuará)
Sí señor. Así se expresaba un ilustre columnista del ABC Cultural llamado Andrés Ibáñez, en su colaboración del día 11 de Junio, titulada “SOL”. Hacía referencia, como su título sugiere, a la alegre kermesse de la castiza plaza madrileña de ese nombre, con la que unos miles de más o menos recientes bachilleres (condición esta que deduzco, por su más bien escueta capacidad redaccional) nos han ilustrado este último mes de tabarra electoral. De la lectura del párrafo reproducido, que resume bastante expresivamente el espíritu del artículo, se deduce que el autor “es partidario”. De hecho uno de los ladillos lo títula “Profunda sensatez”. Nada que objetar por parte de un ferviente defensor, como el que suscribe, del legìtimo derecho de cada cual a difundir su cosmovisión, por más previsible o extravagante que esta sea.
Y, como decía mi antiguo e insuperable redactor de cierre Pepe Gil Franquesa, aquí es donde viene el inevitable: “No obstante…”
Pues sí, no obstante, a ese indeclinable derecho de opinión, le acompaña inseparablemente otro no menos indeclinable que es el de opinar sobre la opinión. Y mira tú por dónde cuando leo una expresión de la categoría de “NO NECESITAMOS MÁS IDEAS” trato de ver, apresuradamente y temblándome las canillas, si quien lo dice no está, por casualidad y mientras habla, extrayendo una Parabellum del estuche de cuero negro que pende del cinturón, también de cuero negro, que ciñe su negro uniforme.
Mí tensión se relaja cuando, en el trascurso de la lectura, advierto una “ligera” contradicción que ejecuta un pase de magia, al convertir una inquietante escena de Visconti, que podría helarme la sangre, en una sarcástica y desternillante visión de esa misma escena realizada por Lubitsch. Resulta que el “gran experimento(?)” del siglo XX consistió, para el señor Ibáñez, en la PUESTA EN PRÁCTICA de las abundantes ideas que habíamos acumulado en los siglos precedentes, con resultados que parece detestar nuestro ilustre escribidor. PERO…, como colofón de su brillante discurso, reclama sin que le tiemble el pulso que, mejor que concebir nuevas e inútiles ideas, lo que hay que hacer, de una vez por todas, es PONER EN PRÁCTICA aquellas de entre las existentes que constituyan “lo que funciona”. Supongo que en opinión de cada cual. Tú ya me entiendes… Con hagiógrafos de este porte, la Espanich Reboluchion (copyrigth de Luis Español) no corre el riesgo de pasar a la historia.
Ni tampoco nosotros de que lo haga.
Lo cierto es que, una vez disuelto el ligero trombo intelectual que me había provocado el citado artículo, he tenido la tentación de reflexionar sobre la solemne e impostada soltura con la que se manejan determinados términos por parte de supuestos intelectuales, que en el mejor de los casos no producen más que una superficial hurticaria pasajera, pero que si tenemos en cuenta el “selvático” nivel de conocimientos con el que se adorna nuestro actual paisaje social, la cosa puede ser más grave. Si cabe.
¿Qué entenderá por “más ideas, más lemas, más visiones de la historia, más heraldos, más apocalipsis, más revelaciones “ nuestro estimado articulista?
¿Será lo mismo para él una idea que un (?)lema, o un heraldo que un apocalipsis, o una revelación que la Carabina de Ambrosio?
Pensando en su mención a los siglos XVII, XVIII, XIX y XX, y la evolución de la historia del pensamiento que tuvo lugar a lo largo de ellos, yo me permitiría distinguir dos conceptos que por su proximidad tienden a confundirse si uno no está atento al fondo de la cuestión: las ideas y los principios. Naturalmente, no hará falta aclarar que estas consideraciones las hago únicamente en mí condición de personal pensante de guardia, siempre a la búsqueda de un mínimo orden en los conocimientos, que los hagan útiles y manejables sin falsearlos con simplificaciones voluntaristas. A las “ideas”, si nos permitimos hablar con una cierta ligereza, yo las identificaría con unos instrumentos surgidos del pensamiento que no caen del cielo, ni todas son buenas, útiles o benéficas. Los “principios” no tiene otra relación con las ideas que el hecho de proceder de ellas, como toda obra humana. Pero en la permanente amalgama de los necios, ambos conceptos se entrelazan y confunden, como el ínclito Ibáñez se esfuerza en demostrar.
Recordemos un poco la historia.Yo creo que los siglos XVII y XVIII, fueron aquellos en los que la revolución iniciada en el Renacimiento y su principal aportación, el Humanismo, alcanzaron su expresión definitiva al situar por fín al hombre en el centro de un escenario, la vida, repleto de dioses y supersticiones en el que, hasta entonces, él no era más que otro mero objeto del atrezzo.
Muchos siglos antes, un viejo baúl conteniendo las recetas de los grandes “chefs” del pensamiento griego, como Sócrates, su pretencioso pinche Platón, y el resto de sus compañeros del metal, habían servido a unos jóvenes emprendedores etruscos para levantar una civilización inédita, tanto por su diseño como por su apabullante desarrollo. Pero seis siglos más tarde, ese fondo de sabiduría fué menospreciado por unos analfabetos de las llanuras del Danubio, quienes después de mendigar inutilmente durante tres siglos, a la puerta (limes) del selecto men’s club llamado “El Imperio Romano”, que se les permitiese entrar, decidieron hacerlo por las bravas. Pero, como suele ocurrir a menudo con los bienes mal adquiridos, al final, lo único que se les ocurrió hacer fué disfrazarse de romanos con los trapos que encontraron en el guardarropa. Y a todo esto y en la confusión reinante, el monoteísmo aprovechaba para hacer su agosto.
¡Y menos mal! Lo digo porque fueron esos constructores de la nueva religión los que abrieron el baúl y aprovecharon mucho de aquel material de sabiduría, para convertir las ruinas de la anterior civilización rica, republicana y culta, en una sociedad pobre, severa e ignorante. Pero algo era algo, dadas las circunstancias. Lo malo es que cuando empezaban a levantar cabeza, (la historia no se repite, simplemente es tartamuda) aparecieron los analfabetos de las llanuras de Arabia, guiados por un pobre pero astuto pastor, que un día de resaca vió a alguien subido encima de un cactus que, con el dedo extendido, le mostró un estupendo atajo. Este le conducía directamente a agrandar su finca, ahorrándose un montón de siglos de cultura y esfuerzo. El atajo tenía forma de cimitarra.
Y dicho y hecho. En un periquete se plantaron en Poitiers, donde un tal Martel tuvo que pararles los pies violentamente porque, en aquel llano paisaje sin muchas piedras, a él no le funcionó el truco de un aldeano asturiano, llamado Pelayo, quien encaramado en sus madreñas lo habia puesto en práctica con rotundo éxito.El famoso truco consistió en convencer a los recién llegados de que no les merecía la pena ser descalabrados a cantazos en aquellos brumosos valles, para los cuatro duros de impuestos que les podrían sacar. El moro dijo que sí y Pelayo se convirtió en un figura. Peor le fué a su hijo Favila, que por más que se empeñó en venderle el mismo cuento a un oso sin darse cuenta de que era sordo, acabó mal. Muy mal.
Fueron tiempos duros. Los del turbante habían cerrado el Mediterraneo, mar del comercio y por lo tanto de la civilización, sustituyendo los fletes por una boyante industria de piratería y secuestros, que aun hoy conserva un cierto pulso otros lugares no muy lejanos. Pero, desde aquel momento, una lenta e incesante marcha hacia la salida de la caverna platónica se puso en marcha. Luego, seis siglos más tade, renació el comercio. Con él, la monserga de que la riqueza, el éxito y el poder eran caprichosamente otorgados por la Providencia, se vino abajo. Y, de pronto, el hombre empezó a disponer entre las manos de su más preciada propiedad : su destino.
Esa fué, en realidad, la única y verdadera Revolución que ha habido en la historia de estos últimos ventiún siglos. Todo lo que vino después no han sido más que fotocopias descoloridas y pretenciosas. El Humanismo marca un punto de inflexión de tal dimensión, que es al día de hoy cuando aún siguen apareciendo crepusculares teorías para combatirlo. En mí humilde opinión, esas expresiones patológicas de resentimiento, son la prueba más evidente del camino que le queda aún por recorrer a esa concepción de la existencia, que alcanzó una de sus etapas más significativas en la llamada modernidad, en La Era de la Ilustración, con la proclamación de sus principios universales.
Claro, las cosas no han sido nunca sencillas. Ni siquiera en esa época de cambios esperanzadores. Si comparamos los resultados prácticos de los dos hechos más significativos llevados a cabo en nombre de la modernidad, la Revolución Americana y la Revolución Francesa, encontraremos en sus diferencias las claves indispensables para valorar la transcendencia política de esos principios, y los orígenes de las grandes dificultades que no han dejado de aparecer en el largo e incompleto camino de su implantación.
Alexis de Tocqueville, cuando nos describe la Revolución Americana nos está hablando de algo dificil de comprender en nuestra Europa eterna. Sus principios son de naturaleza moral. La esencia de esos principios es individual, pero sus propósitos son de carácter colectivo. Cuando se adoptan, representan los cimientos de lo que se construirá; constituyen el espíritu de lo nuevo. Su consecuencia inmediata es la de dotar de contenido moral a las leyes que permitirán el ejercicio de la libertad individual. El pasado es irrelevante frente a los proyectos que la nueva realidad lleva implícitos. La historia queda atrás, para dejar paso a un nuevo y esperanzador futuro. Los principios tienen una vocación inequívoca de integración. Los nuevos ciudadanos comparten un proyecto común, sean quienes sean y piensen lo que piensen. La expresión social de esos principios la constituye el lugar común y acojedor que es el estado. Ese estado es el espacio en el que los hombres tienen la oportunidad de buscar la felicidad.
Solo consta el tropiezo que supuso la terca pretensión de perpetuar hábitos sociales y económicos de otras épocas, por parte de una cadavérica clase de negreros pseudo–aristócratas del Sur, que dió lugar a una sangrienta Guerra Civil. Esa sociedad en la que no ha habido más desfiles militares que los que conmemoraron el regreso de los héroes de las dos guerra mundiales, no solo no sufrió ninguno de los retrocesos históricos que constituyeron la torturada historia europea de los siglos XIX y XX, sino que su espíritu democrático sin fisuras, se comprometió en dos ocasiones para salvar a esa Europa de sí misma, con una generosidad tal, que solo es comprensible cuando se visitan los cementerios de Normandía.
Tocqueville resume aquella realidad aclarando algo dificilmente asumible en nuestro viejo continente: para un americano, la democracia no es un sistema político, es una actitud individual. Y esto es así por la aplicación de un precepto esencial para la puesta en práctica de los principios democráticos: la indispensable separación entre el estado y la sociedad. Inglaterra, cuna de cualquier modernidad, incluída la Ilustración, ya había establecido ese principio consustancial con una sociedad participativa desde los añejos tiempos de Eduardo III en 1544, fecha de la fundación del Parlamento burgués, la Cámara de los Comunes.
Todo este rollo para tratar de dejarle claro al nuestro héroe de las cuartillas, que no se debe hablar de las ideas desde un confuso y amalgamado cajón de sastre, en el que todo sirve para todo y nada es lo que parece.
Las ideas son artefactos intelectuales de origen y desarrollo individual. Son resultados complejos del razonamiento y las intuiciones, a los que hay que definir, limitar, probar y transformar, para desecharlos o convertirlos en instrumentos útiles. En general, a lo largo de la historia, las ideas por sí solas han dado más bien lugar a ensayos de carácter abstracto o especulativo y, a veces, han poseído un gran poder movilizador. Aunque ese es otro cantar del que hablaremos más tarde.
También sabemos que ciertas ideas de perfil patológico, menospreciando a menudo la simple razón porque desvelaría su invalided al someterlas a la prueba del algodón de la realidad, introducen en el juego otro tipo de argumentos relacionados con la parte más irracional del ser humano : la emoción colectiva. Y la materia prima de la que se nutre la emoción colectiva es el mito. Ejemplo catastrófico de la accion emotiva : donde la razón puso el concepto del estado, la emoción lo sustituyó por el mito de la nación.
Resultado : 70 millones de muertos.
El estado es integrador y abierto (EEUU); la nación excluyente y paranoica (EH)*.
La demostración de este axioma quedaría suficientemente evidenciada mediante la simple evaluación de las posibilidades de las que gozaría un candidato a lendakari, si perteneciese a la minoría “afroeuskaldún”.
Un Obama con txapela, vaya…
*Euskal Herria.
(Continuará)
jueves, 9 de junio de 2011
Los malos modos.
Sinceramente, estoy convencido de que la desobediencia es una especie de alteración hormonal de nacimiento. Que un niño desobedezca es bastante normal, aunque no sea más que porque el desarrollo a esa edad es un proceso contínuo, o sea cambiante a cada segundo. El chaval no tiene tiempo material para descodificar, adaptar y cumplimentar una orden, en cuanto esta sea muy concreta y urgente. Al niño se le supone un encefalograma plano. Es un simple receptor de ordenes. Lo mismo que creía mi sargento instructor en el Ferral del Bernesga. Pero no es así, por más que se empecinen sus padres. El niño está estrenando voluntad. Trata de experimentar con ese maravilloso mecanismo de decisión. Y ¿qué prueba más concluyente de la existencia de su voluntad que la de contradecir la de su padre?
Pero yo hacía referencia a otra variable de la desobediencia, de la que solo se tiene constancia cuando uno ha traspasado definitivamente la frontera del teritorio paterno, y ha salido a la intemperie. En ese momento, de pronto, la orden de cualquier clase de contramaestre de los infinitos que nos rodean convencidos erroneamente de su infalible capacidad de intimidación, resuena en el cerebro del desobediente con un chirrido tan estridente que, incluso ante la más innegable evidencia de las propiedades benéficas que para él tendría el hipotético cumplimiento de aquella orden, la rechazará partiendo en la dirección exactamente opuesta de la instrucción recibida, sin calcular las consecuencias de tal decisión.
Y esto es así porque para el desobediente obedecer costituye el hecho más definitivo de la negación de su existencia como individuo. Seguirá fielmente un consejo. Acatará con respeto una sugerencia. Seguirá la senda de otro sin dudar. Atenderá a las razones de quien le habla. Todo ello es el resultado de una transacción. De un acuerdo. No se pone en cuestión su capacidad de decisión. Pero obedecer una orden corresponde a otra clase de protocolo, en el que hay solo dos papeles: el del que manda y el del que obedece. Y no se trata de reflexionar sobre el poder sin cesar. No. Es automático. Como un resorte. Es una especie de reflejo, de condicionamiento de Pavlov. Suena la orden, surge el rechazo. No es necesario aclarar que a la incapacidad endocrina de obedecer le corresponde, como no podría ser de otra manera, la ausencia absoluta de dotes para mandar.
Y así toda la vida.
Y ¿a qué viene todo esto? Muy sencillo. He sido capaz de neutralizar la casi irrefrenable irritación que me producen los incesantes e insoportables cortes publicitarios de la radio, para llevar a cabo un pequeño experimento, tratando de analizar ese fenómeno en profundidad. Y ¿qué he descubierto? Fundamentalmente una cosa: en un registro pormenorizado de varias series de reclamos en una emisora concreta, la utilización del MODO IMPERATIVO verbal correspondió al 100% de los anuncios. Has leído bien, TODOS los anuncios están conjugados en el modo imperativo.
Cuando yo empecé a escuchar la radio, a los reclamos publicitarios se les llamaba “anuncios”, y estaban integrados en las “guias comerciales” que se pasaban cuando empezaban o terminaban los programas. Tengo un recuerdo bastante fiel de los textos con los que trataban de vender los productos. No recuerdo ningún imperativo. Eran más bien recomendaciones. En prosa o en cancioncillas pegadizas.
Yo diría que tratar de vender algo mediante un intento de persuasión basado en una orden debe estar condenado al fracaso desde el minuto cero. Sin embargo la realidad desmiente radicalmente mi intuición. Y aún en la hipótesis de que no abunden los desobedientes de mi pelaje, no acabo de explicarme el éxito de esa doctrina. Porque de lo que no me cabe ninguna duda, tras haber pasado un montón de años en los circuitos profesionales adyacentes a la publicidad, es que en algún momento la sempiterna tendencia mimética de nuestras empresas habrá descubierto una teoría (yankee, sin duda) que establece la relación directa entre los incrementos de ventas y el estilo “sargento de marines”.
¿Qué aspectos de la psicosociología están concernidos en esta realidad? No soy un especialista, pero algunas reflexiones sí alcanzo a proponerme. Veamos. Una orden es una estructura de comunicación ligada indefectiblemente a un sistema jerárquico de autoridad. La diferencia entre un consejo y una orden consiste en que el consejo trata de persuadir mediante la “autoritas” de la mayor experiencia. De la fiabilidad. Es otra clase de jerarquía, de acuerdo, pero al menos trata de justificar su voluntad de inducción. Una orden no deja espacio para la duda o la pregunta. Se da por hecho que el resultado de una orden es su cumplimiento, sin más trámites. ¿Pero, corresponde estrictamente a una orden el uso del modo imperativo? Tal vez sea algo más complicado.
Cuando el papá se molestaba en hacer cumplir una instrucción al vástago poco interesado mediante un discurso aclaratorio, este se reducía al mísero mensaje paternalista del “todo esto es por tu bien. Cuando seas mayor me lo agradecerás”. De alguna manera, a pesar de su pauperrima calidad didáctica, con el tiempo, el niño-que-iba-dejando-de-serlo, asumía la buena intención del pesado de su padre, y las ordenes perdían mucho de su carácter intimidatorio. Se hacían más “clínicas”. ¿Habrá entonces algo de ese recuerdo paternalista residual en el inconsciente colectivo que está siendo astutamente explotado por los chamanes de la publicidad? Ya, parece que esto encaja. Pero hay una pega. ¿A qué corresponde hoy en la radio la autoridad moral paterna en la que basaba su éxito la orden?
Creo que he dado con la clave del asunto. Una transferencia. Analizando los pormenores de los bloques de anuncios me dí cuenta de que determinadas firmas comerciales depositaban la responsabilidad de la lectura de sus mensajes en los directores/conductores de los programas. Estas criaturas son seres poseedores de un gran reconocimiento por parte de sus públicos. Ese reconocimiento se traduce en poder. En autoridad. Se les denomina “líderes de opinión”. Esto supone que sus opiniones son compartidas de oficio por un público que ha renunciado a las suyas própias. En resumen, se les ha transferido la autoridad del “padre”. Los profesionales que simplemente leen los reclamos y cuyos nombres no se conocen, aprovechan la inercia creada. Cuesta trabajo creer que nuestro gurú de la comunicación en los ’60, Marshall McLuhan, vuelve una y otra vez a recordarnos la evidencia de su karma, “el mensaje es el medio”.
Y hablando de lo mismo, alguien me contó alguna vez que el departamento de lingüística de la Universidad de Besançon habia detectado, en una de sus habituales encuestas sobre el uso corriente de la lengua francesa, que el modo subjuntivo estaba desapareciendo del idioma en Francia. Una de las razones que explicaban el fenómeno era el alejamiento de los niños de sus abuelos, como consecuencia de la irrupción de las guarderías etc. Al parecer, esos abuelos y sus historias habían sido hasta entonces la garantía de conservación de dicho modo subjuntivo.
No ocurre lo mismo en España. De momento. Una singular característica de nuestro uso del castellano, es la abundante utilización del pretérito imperfecto y pluscuanperfecto de subjuntivo. Esto no sólo contradice la mencionada tendencia francesa, sino que contiene otra connotación más importante y tal vez más inquietante. ¿En que consiste esa interesante particularidad? Pues bien, el pretérito imperfecto de subjuntivo, así como el pluscuanperfecto, corresponden a lo que en francés se conoce como el MODO CONDICIONAL PASADO.
Se distingue del condicional presente, porque este expresa una acción que puede tener lugar si una condición se cumple, mientras que el condicional pasado expresa una especulación sobre lo que hubiese podido ocurrir, en el caso de que las cosas hubiese pasado de forma diferente a como lo hicieron. No teneís más que hacer un pequeño ejercicio de memoria para acordaros de la cantidad de veces en las que, en un ejercicio de delectación masoquista, habeis presenciado o participado en una conversación victimista, en la que un perdedor empleaba su tiempo, su vida, tratando de imaginar que hubiese pasado si le hubiese tocado un billete de lotería que nunca jugó.
Si un país puede permitirse el lujo de ESPECULAR SOBRE EL FUTURO, es por una de estas dos razones : o bien tiene su futuro tan garantizado de manera que pase lo que pase saldrá ganando, o bien le gusta jugar a la ruleta rusa.
Cuando un país se permite el lujo de ESPECULAR SOBRE EL PASADO, es por la única razón de que le gusta jugar a la ruleta rusa, pero con seis cartuchos en el tambor.
Porque, el final, la abuela hubiese sido el abuelo si hubiese tenido un par…
Pero yo hacía referencia a otra variable de la desobediencia, de la que solo se tiene constancia cuando uno ha traspasado definitivamente la frontera del teritorio paterno, y ha salido a la intemperie. En ese momento, de pronto, la orden de cualquier clase de contramaestre de los infinitos que nos rodean convencidos erroneamente de su infalible capacidad de intimidación, resuena en el cerebro del desobediente con un chirrido tan estridente que, incluso ante la más innegable evidencia de las propiedades benéficas que para él tendría el hipotético cumplimiento de aquella orden, la rechazará partiendo en la dirección exactamente opuesta de la instrucción recibida, sin calcular las consecuencias de tal decisión.
Y esto es así porque para el desobediente obedecer costituye el hecho más definitivo de la negación de su existencia como individuo. Seguirá fielmente un consejo. Acatará con respeto una sugerencia. Seguirá la senda de otro sin dudar. Atenderá a las razones de quien le habla. Todo ello es el resultado de una transacción. De un acuerdo. No se pone en cuestión su capacidad de decisión. Pero obedecer una orden corresponde a otra clase de protocolo, en el que hay solo dos papeles: el del que manda y el del que obedece. Y no se trata de reflexionar sobre el poder sin cesar. No. Es automático. Como un resorte. Es una especie de reflejo, de condicionamiento de Pavlov. Suena la orden, surge el rechazo. No es necesario aclarar que a la incapacidad endocrina de obedecer le corresponde, como no podría ser de otra manera, la ausencia absoluta de dotes para mandar.
Y así toda la vida.
Y ¿a qué viene todo esto? Muy sencillo. He sido capaz de neutralizar la casi irrefrenable irritación que me producen los incesantes e insoportables cortes publicitarios de la radio, para llevar a cabo un pequeño experimento, tratando de analizar ese fenómeno en profundidad. Y ¿qué he descubierto? Fundamentalmente una cosa: en un registro pormenorizado de varias series de reclamos en una emisora concreta, la utilización del MODO IMPERATIVO verbal correspondió al 100% de los anuncios. Has leído bien, TODOS los anuncios están conjugados en el modo imperativo.
Cuando yo empecé a escuchar la radio, a los reclamos publicitarios se les llamaba “anuncios”, y estaban integrados en las “guias comerciales” que se pasaban cuando empezaban o terminaban los programas. Tengo un recuerdo bastante fiel de los textos con los que trataban de vender los productos. No recuerdo ningún imperativo. Eran más bien recomendaciones. En prosa o en cancioncillas pegadizas.
Yo diría que tratar de vender algo mediante un intento de persuasión basado en una orden debe estar condenado al fracaso desde el minuto cero. Sin embargo la realidad desmiente radicalmente mi intuición. Y aún en la hipótesis de que no abunden los desobedientes de mi pelaje, no acabo de explicarme el éxito de esa doctrina. Porque de lo que no me cabe ninguna duda, tras haber pasado un montón de años en los circuitos profesionales adyacentes a la publicidad, es que en algún momento la sempiterna tendencia mimética de nuestras empresas habrá descubierto una teoría (yankee, sin duda) que establece la relación directa entre los incrementos de ventas y el estilo “sargento de marines”.
¿Qué aspectos de la psicosociología están concernidos en esta realidad? No soy un especialista, pero algunas reflexiones sí alcanzo a proponerme. Veamos. Una orden es una estructura de comunicación ligada indefectiblemente a un sistema jerárquico de autoridad. La diferencia entre un consejo y una orden consiste en que el consejo trata de persuadir mediante la “autoritas” de la mayor experiencia. De la fiabilidad. Es otra clase de jerarquía, de acuerdo, pero al menos trata de justificar su voluntad de inducción. Una orden no deja espacio para la duda o la pregunta. Se da por hecho que el resultado de una orden es su cumplimiento, sin más trámites. ¿Pero, corresponde estrictamente a una orden el uso del modo imperativo? Tal vez sea algo más complicado.
Cuando el papá se molestaba en hacer cumplir una instrucción al vástago poco interesado mediante un discurso aclaratorio, este se reducía al mísero mensaje paternalista del “todo esto es por tu bien. Cuando seas mayor me lo agradecerás”. De alguna manera, a pesar de su pauperrima calidad didáctica, con el tiempo, el niño-que-iba-dejando-de-serlo, asumía la buena intención del pesado de su padre, y las ordenes perdían mucho de su carácter intimidatorio. Se hacían más “clínicas”. ¿Habrá entonces algo de ese recuerdo paternalista residual en el inconsciente colectivo que está siendo astutamente explotado por los chamanes de la publicidad? Ya, parece que esto encaja. Pero hay una pega. ¿A qué corresponde hoy en la radio la autoridad moral paterna en la que basaba su éxito la orden?
Creo que he dado con la clave del asunto. Una transferencia. Analizando los pormenores de los bloques de anuncios me dí cuenta de que determinadas firmas comerciales depositaban la responsabilidad de la lectura de sus mensajes en los directores/conductores de los programas. Estas criaturas son seres poseedores de un gran reconocimiento por parte de sus públicos. Ese reconocimiento se traduce en poder. En autoridad. Se les denomina “líderes de opinión”. Esto supone que sus opiniones son compartidas de oficio por un público que ha renunciado a las suyas própias. En resumen, se les ha transferido la autoridad del “padre”. Los profesionales que simplemente leen los reclamos y cuyos nombres no se conocen, aprovechan la inercia creada. Cuesta trabajo creer que nuestro gurú de la comunicación en los ’60, Marshall McLuhan, vuelve una y otra vez a recordarnos la evidencia de su karma, “el mensaje es el medio”.
Y hablando de lo mismo, alguien me contó alguna vez que el departamento de lingüística de la Universidad de Besançon habia detectado, en una de sus habituales encuestas sobre el uso corriente de la lengua francesa, que el modo subjuntivo estaba desapareciendo del idioma en Francia. Una de las razones que explicaban el fenómeno era el alejamiento de los niños de sus abuelos, como consecuencia de la irrupción de las guarderías etc. Al parecer, esos abuelos y sus historias habían sido hasta entonces la garantía de conservación de dicho modo subjuntivo.
No ocurre lo mismo en España. De momento. Una singular característica de nuestro uso del castellano, es la abundante utilización del pretérito imperfecto y pluscuanperfecto de subjuntivo. Esto no sólo contradice la mencionada tendencia francesa, sino que contiene otra connotación más importante y tal vez más inquietante. ¿En que consiste esa interesante particularidad? Pues bien, el pretérito imperfecto de subjuntivo, así como el pluscuanperfecto, corresponden a lo que en francés se conoce como el MODO CONDICIONAL PASADO.
Se distingue del condicional presente, porque este expresa una acción que puede tener lugar si una condición se cumple, mientras que el condicional pasado expresa una especulación sobre lo que hubiese podido ocurrir, en el caso de que las cosas hubiese pasado de forma diferente a como lo hicieron. No teneís más que hacer un pequeño ejercicio de memoria para acordaros de la cantidad de veces en las que, en un ejercicio de delectación masoquista, habeis presenciado o participado en una conversación victimista, en la que un perdedor empleaba su tiempo, su vida, tratando de imaginar que hubiese pasado si le hubiese tocado un billete de lotería que nunca jugó.
Si un país puede permitirse el lujo de ESPECULAR SOBRE EL FUTURO, es por una de estas dos razones : o bien tiene su futuro tan garantizado de manera que pase lo que pase saldrá ganando, o bien le gusta jugar a la ruleta rusa.
Cuando un país se permite el lujo de ESPECULAR SOBRE EL PASADO, es por la única razón de que le gusta jugar a la ruleta rusa, pero con seis cartuchos en el tambor.
Porque, el final, la abuela hubiese sido el abuelo si hubiese tenido un par…
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