El hecho, como cualquier otra noticia, ya ha pasado al
depósito de cadáveres de la actualidad, nunca mejor traído.
Pero queda la foto. La foto de la cámara de un caminante. Y
digo “cámara de un caminante”, porque ya no podemos utilizar las categorías clásicas
de “profesional” y “aficionado”. Ahora, una cámara forma parte de la carcasa
anatómica de los nuevos cyborgs que nos tienen rodeados.
Si yo formase parte del jurado que atribuye cualquiera de
los grandes premios mundiales de foto-press, daría un primer premio a esta
imagen, sin dudarlo un momento.
Esta foto tiene la rara virtud de resumir en un mísero
fotograma, o captura de video, o como diablos se diga ahora, toda la historia
de nuestra actual sociedad urbana.
Para empezar, su apariencia de foto-montaje.
Presenta a un tutsi, o un hutu, que acaba de despedazar con
su herramienta preferida a un semejante, y se muestra ufano de su hazaña. Hasta
aquí, ni más ni menos que uno de los horrores que nos visitan asiduamente
transportados por los medios de comunicación.
¿Donde está entonces la paradoja que encierra siempre todo foto-montaje?
Esta claro. El escenario no es un claro
de la selva ruandesa, sino que se trata de una calle londinense.
Una calle londinense banalmente atrezzada con todos aquellos
elementos que hacen de ella una realidad inconfundible, de igual modo que lo hacen
los grandes helechos, frondas y lianas en la selva ruandesa.
Calles bien asfaltadas. Bordes ajardinados con su
correspondiente césped bien cortado. Aceras limpias. Coches y camiones
correctamente aparcados. Señales que ordenan el tránsito de vehículos y
viandantes. Tal vez la acacia bien podada del jardincillo podría remitirnos a
alguna referencia arbórea, trayéndola muy por los pelos, pero sin alterar la
calma habitual de un barrio obrero de una gran ciudad.
Para seguir, los espectadores
del suceso.
Veamos. Al fondo de la imagen, un grupo de personas miran
con curiosidad la escena. De la actitud relajada de alguna de ellas, que se
apoya en un coche estacionado en la acera con sus piernas cruzadas y sus manos
en los bolsillos, se deduce que el suceso ha debido tener una cierta duración.
Otros, de pié junto a otros conciudadanos, dan la impresión de estar comentando
los detalles del espectáculo. Como si fuera un simple accidente de tráfico.
Luego, está la
figurante con rol.
Se trata en este caso de la señora del carrito de la compra.
Viene caminando con calma, pero sin pausa, desde el fondo de la escena. Y lo
hace presenciando impávida este acto abominable, mientras se dirige hacia su
hogar, tal vez pensando en el aumento que ha experimentado el precio de las
legumbres. Pasará al lado del asesino de las manos ensangrentadas, desviándose
unas pulgadas de su ruta, para evitar chocar con él.
Y la pregunta es: y si el carnicero del machete en lugar de
tratar de obtener sus cinco minutos de gloria aborrecible, le hubiese abierto
el cráneo como una sandía al cameraman, como sería lógico esperar de un cafre
de esta índole ¿la señora se detendría detrás de él, a la espera de que acabase
su innoble labor para continuar su camino, y se alejaría después de rodear al
moribundo, probablemente despotricando por la mala utilización de las aceras? Visto
lo visto, probablemente.
Además, está la actitud del protagonista-autor del guión.
Tras una noche en la que ultimó los detalles de un guión
sobre el que venia trabajando desde hacía tiempo, salió de un apartamento
civilizado. Cogió un automóvil civilizado. Condujo por una calle civilizada. Y
empezó a cazar en el coto en el que sabía que encontraría una pieza que le
satisficiese.
Cuando creyó haberla encontrado, atacó brutalmente por
sorpresa. Y transformando en su mente homicida la calle civilizada en un
sendero al borde de la jungla, llevó a cabo no solo el acto de matar, sino el
rito salvaje de la mutilación.
No tengo imaginación suficiente como para representarme el
discurso de un hutu o un tutsi, en el que basaron su masacre, pero en este caso
la pulsión asesina de este sujeto encontró la puerta de escape en una religión,
para la que la muerte tiene una dimensión embriagadora. Este ser ignora como
muchos sus antepasados se convirtieron al Islam, aunque su familia concreta sea
cristiana.
Ignora que ese Islam que le ha servido de coartada para
llenar de sangre sus manos y de lágrimas una familia y un pueblo de gente
civilizada, legó esas creencias a sus antepasados como único precio del rescate,
para terminar con su condición de esclavos.
Y, en fin, está el cameraman.
¿A qué extraña especie de humano pertenece este ser? Si bien
la misma decisión de ponerse a grabar en las inmediaciones de una escena
escalofriante ya pondría en entredicho la sensatez de cualquiera, no es esa
reflexión la que me deja sin aliento.
Mi estremecimiento aparece ante la ausencia de la más mínima
vibración en la grabación, como si del más rígido y pesado trípode profesional
se tratase. No hay una sola imagen movida.
¿De que clase de material está constituida esta persona,
para que la presencia, a escasos cincuenta centímetros, de un furibundo
agresor, con sus manos, las mangas y el faldón de su sudadera, y sus pantalones
empapados de la sangre aún caliente de un conciudadano, no le altere el pulso
en absoluto?
¿En qué nos estamos convirtiendo?
Conclusión. La escena en la que esta tragedia ha sido
desarrollada nos demuestra con evidencia cinematográfica el grado de
banalización que ha alcanzado la violencia terrorista. Ha bastado que estos
actos hayan adquirido la condición de “privados”, esto es, no adscritos a una
organización “homologada”, para que su realidad sea percibida como una especie
de accidente. Como una fatalidad.
Mohamed Mera en Francia, ya abrió la veda para la caza de
militares u otras piezas de oportunidad. El atentado de Boston tuvo un carácter
mas “americano”. Lo de esta semana en Londres vuelve al sendero del jihadista
francés, y todo ello ha tenido su colofón en el intento de degüello de otro
militar, este ocurrido en un centro comercial de París, hace dos días.
Pero estos crímenes, siempre con sustrato más o menos
suicida, son el resultado de la mezcla explosiva de una serie de estímulos,
entre los cuales nos movemos de manera sumamente irresponsable. Juegos de violencia
virtual de un realismo escalofriante, en los que la “moral” darwiniana es la
única regla. Leyes anacrónicas ejecutadas con una lentitud sonámbula. Estrategias
electorales ajenas a todo auténtico compromiso político. Y, sobre todo, una
actitud de pretendido respeto hacia el otro,
que menosprecia de forma insensata la actitud radicalmente irrespetuosa de ese otro.
En definitiva, la estremecedora renuncia a la dignidad que
representa la pasividad criminal de los espectadores de la escena analizada, no
deja de ser un sombrío síntoma, de una enfermedad que ojalá encuentre pronto la
terapia adecuada.
Pero me temo que, por el momento, nos hayamos aparcados en
urgencias y no aparece ningún enfermero.
D. Luis, le recomiendo acostar sus post porque para leerlos, independientemente del placer que produce hacerlo, se tarda día y medio.
ResponderEliminarPor lo demás, tiene usted más razón que un santo. No me gusta nada el color de la orina del enfermo.