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Del periodismo a secas se pasó al periodismo de
“investigación”, modelo Watergate que, por cierto, alertó sobre un fraude
electoral, pero no propugnaba un cambio de sistema. Más tarde, el periodismo
“testimonial” se escudó tras la pretendida neutralidad de su carácter
“notarial”, un hallazgo semántico más de ese "prodigio" del periodismo que fue José María García, “Butanito”.
De estos, y siguiendo la lógica perversa de la búsqueda profesional de la verdad, se
derivó al periodismo del “reality show”, en el que supuestamente aparece esa
verdad desnuda e inmediata, revelada impúdicamente por el propio protagonista,
y consumida con delectación por la mayor cuota actual de espectadores de
televisión.
Solo faltaba, para culminar el proceso, la aparición del periodismo
de denuncia, y la crisis del sistema
actual le ha proporcionado el contexto social y político propicio.
En resumen, ascensión irresistible de la transparencia.
Tratar de discernir qué fue antes, si el huevo o la gallina,
es un antiguo dilema al que las diversas escuelas filosóficas no ha sido
capaces de encontrar solución. ¿Fue la necesidad de purificación de la sociedad del Ancien Régime, y el barrido de la clase política sobre la
que se sostenía, lo que propició la aparición del virtuoso ciudadano Robespierre? ¿O fue este incorruptible personaje, ajeno a cualquier pasión ordinaria propia
del ser humano, y que basó su acción política en un novedoso periodismo inquisitorial y denunciador,
quien inventó esa necesidad?
El hecho es que, doscientos veinte años más tarde, su
espíritu ha renacido y, mediante unas técnicas que harían las delicias de aquel
heredero de Savonarola, nos encontramos ante la institucionalización del
periodismo, no ya como cuarto poder, sino como primero.
Editores, directores y redactores de los diversos medios de
comunicación, compiten en una malvada disputa en pos del liderazgo moral de la sociedad. Las instituciones del estado se han
convertido de esta forma en rehenes de un estado
de opinión que es manejado, de forma muchas veces irresponsable, por
quienes poseen los medios para hacerlo.
De esta forma, tratando de hacerse con el control de la
opinión pública, se ha puesto en marcha hace algún tiempo la maquinaria precisa
para crear una obsesiva demanda de honestidad,
en la que el combustible fundamental es el de la altamente inflamable sospecha.
La sospecha es la precursora de la acusación; y la denuncia el agente activo que la
promueve.
La corrupción es algo que lleva potencialmente implícito el
ejercicio del poder. Y la sospecha de esa corrupción es consustancial y
concomitante con la existencia de la democracia. De hecho, por ejemplo, el
estallido público del escándalo del Straperlo, ruleta trucada instalada en
varios casinos y de cuyos beneficios participaban varios políticos de la
Segunda República, propició la salida del gobierno, en 1935, del líder del
Partido Radical, Alejandro Lerroux, y un debilitamiento notable del ya entonces
titubeante prestigio de la República.
Los recientes escándalos de corrupción, no son más
numerosos, ni más graves, que los llevados a cabo por miembros concretos de la
administración desde que la democracia se instauró. Pero ahora se da una
circunstancia favorable para el desprestigio de la clase política en su
conjunto: la profunda crisis estructural que sufre el sistema, y sus
desastrosas consecuencias económicas.
Los gobiernos se ven impotentes ante esa situación, y no
puede cumplir adecuadamente su misión de asegurar la seguridad de sus
ciudadanos y garantizarles unas condiciones de vida decentes. La consecuencia
derivada del anteriormente mencionado estado de opinión es entonces la
exigencia de que, si no son capaces de arreglar la situación, ¡al menos que
sean honestos!
Pero la sensación de impotencia consiguiente acaba derivando
fatalmente en un ¡son todos unos
chorizos!
La descentralización del estado ha multiplicado las
posibilidades de corrupción, en paralelo a la profesionalización de los órganos rectores de los partidos. Como
consecuencia de ello, la frontera entre los fondos públicos y el dinero privado
se ha ido haciendo cada vez más borrosa.
Si a ello añadimos la tendencia ontológica de nuestro pueblo
a considerar que las diferencias de talento, educación y éxito económico, que
se consideran normales en cualquier sociedad democrática, corresponden a una
injusticia social, nos encontraremos con que la crisis habrá provocado la
tormenta perfecta. Toda diferencia es
sospechosa ante la virtud suprema del igualitarismo.
Por otra parte, el estado providencial que se estableció definitivamente a partir de la Segunda Guerra Mundial depende
fundamentalmente de aquellas corporaciones que le proporcionan los fondos
necesarios para financiar sus incontables y caros servicios, vía impuestos o financiación, y a esos agentes
de sostenimiento les proporciona el estado, a su vez, garantías de status y les
acuerda subvenciones y otras ventajas. Esas son las reglas del juego, nos
gusten o no.
Esta situación proporciona, como es lógico, munición
abundante a los defensores de la pureza.
La ceremonia que se deriva de su acción diaria es la de linchamiento general, y este es un síntoma muy preocupante, porque
está dejando atrás la exclusiva función de justicia, para poner en primer
término el cuestionamiento del propio sistema, que ya es calificado de forma
acrítica como un sistema corrupto.
La aparición de un Robespierre que discipline a la sociedad
en la virtud, es poco probable. Lo contrario sería temible, ya que Robespierre
puso simplemente la retórica de la virtud al servicio de un régimen criminal, en el que El Terror no solo
no resolvió los problemas planteados sino que pavimentó las calles de aquella
sociedad con la indignidad de un pueblo
denunciador, manchado con la sangre de muchos inocentes.
El porvenir, inmediato o a medio plazo, no parece que vaya a
ser una fiesta. No obstante es falso que Imperio Romano se haya desmoronado un
día concreto. La decadencia es un proceso largo, que dura lo suficiente como
para ser reemplazado por otra cosa. Hasta ahora mejor.
Serán los años, pero yo, al menos, estoy preocupado pero
tranquilo.
No sé si me explico.
Por fin puedo dejar comentarios de nuevo. Resulta que cuando uso Firefox que tengo anuladas mis cookies no puedo ni comentar mis propias entradas y con Explorer sí. Bieeen, Me alegro de poder regresar a mi espacio favorito.
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