El horror sonámbulo a lo particular,
que sufre el pensamiento único en su obsesión por lo general,
posee, en su versión más banal que es el pensamiento de izquierdas, una
irrefrenable tendencia a la auto-amnistía.
Olivier Ypsilantis, en su magnifico blog Zakhor Online, cita al filósofo alemán
Peter Sloterdijk: “La izquierda
contemporánea es la parte de la sociedad
que ha adquirido el privilegio de perdonarse sus propios errores”.
En opinión de
Ypsilantis, la izquierda ha sustraído a los curas sus poderes de redención, con
la diferencia esencial de que si bien estos, al menos, tienen que rendir
cuentas a Dios, los profetas de la izquierda no las rinden más que a sí mismos.
La obscena simplicidad de ese pensamiento, que resume la
realidad del hombre en una sencilla oposición entre opresores y oprimidos, pasa arrogantemente sobre la gran
complejidad que representa cada individuo; cada caso particular.
Nada más sencillo que atribuirse el papel de abogado de la
especie humana para convertirse en referencia moral superior y única. La igualdad, como dogma que anula cualquier
otra categoría, se traduce a la práctica con la supresión de la singularidad
individual, mediante la abolición de cualquier diferencia cualitativa entre los
sujetos.
El fanatismo
relativista es un oxímoron casi perfecto. Una especie de contradicción armónica.
“Toda opinión vale exactamente
lo mismo que cualquier otra”. La radicalidad de esta afirmación entra en
colisión frontal con su propio contenido ya que, siguiendo su doctrina al pié
de la letra, la afirmación contraria gozaría exactamente de la misma jerarquía, en cuanto a veracidad.
El relativismo moral se basa, en definitiva, en la simple abolición del mal como categoría.
No era preciso que el último papa Benedicto pusiese este
tema prioritariamente sobre la mesa de los creyentes. Una simple reflexión
sobre la catástrofe moral que supuso la Shoah, en cuanto a la superación de
cualquier límite aceptado hasta entonces para el concepto del mal, sería suficiente para denunciar la
falacia.
Además, la realidad es lo suficientemente compleja como para
no hacernos demasiadas ilusiones. Por un lado, si tratásemos de encerrarnos únicamente en nosotros mismos, obviando
nuestra conciencia histórica, nuestro compromiso con el presente y el futuro,
lo que podríamos denominar nuestra historicidad,
pronto descubriríamos que somos incapaces de desolidarizarnos, realmente, del porvenir colectivo.
Carecemos de la posibilidad de crear un ideal arbitrario
extraído únicamente de nuestra individualidad, perfecto y terminado, y de
rehusar en su nombre toda relación con la actividad histórica presente.
Sin embrago, la mencionada complejidad reside precisamente
en el compromiso ineludible existente entre nuestra conciencia de individuos y nuestra
responsabilidad histórica; referidos ambos a la realidad más inmediata, y lejos
de cualquier ensoñación utópica.
Lo que hace de nuestra civilización un concepto que supera
al de la simple cultura es precisamente la capacidad del individuo de
relacionarse íntimamente consigo mismo, y de construir de esta forma su relato
de la realidad. Relato sin el cual toda pretensión de entrar en contacto real con la historia sería inútil.
La izquierda se aleja de lo particular, montada en el caballo del masoquismo culpabilizador de
un supuesto egoísmo individualista,
para refugiarse en el delirio de una generosidad abstracta de carácter
universal, tras la cual suele acechar el fantasma del totalitarismo.
Las pretensiones redentoras de la izquierda ofrecen, como
final de su heroico itinerario, la utopía de una sociedad justa y sin clases. Esa
utopía tiene la virtud de no desaparecer más que en el improbable caso de su materialización;
esto es, en el momento en el que entra en escena ese totalitarismo.
Por eso la utopía, como todas las construcciones abstractas
tras las que la izquierda camufla su incapacidad de relacionarse con la
realidad, se ha convertido en la bandera de toda la masa de socio-masoquistas vociferantes que
disuelven sus frustraciones personales en ese magma colectivo como terapia
salvadora.
Hoy nos hallamos hostigados de nuevo por ese comunitarismo
que utiliza como combustible las dificultades materiales provocadas por la
crisis actual, y que continúa proponiendo sus sempiternas soluciones abstractas
a nuestros problemas concretos.
Ante este renovado intento de usurpación de la realidad, tal
vez cabría responder como lo hizo Hannah Arendt al definir al pueblo judío, no
como un ente abstracto ajeno a la humanidad, sino como una simple parte
concreta de la misma, atormentada por la barbarie:
“Yo no amo a ningún pueblo. Solo amo a mis amigos”.
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