“...
es producto del orgullo nacional, en una clase de gentes no habituadas al
trabajo, y que viven de ciertos servicios, y no se avergüenzan de comer la sopa
de los conventos. Literariamente es el
pícaro, hombre que, sin ser verdaderamente criminal, pertenece al hampa;
tiene pocos o ningunos escrúpulos, particularmente en proporcionarse medios de
mantenimiento; es humano, buen creyente, aunque pecador; no está habituado en
modo alguno al trabajo regular y constante, sino que es perezoso y holgazán; su
ocupación normal es la de servir a otro; hurta pero no roba, es astuto,
ingenioso e imprevisor y simpático.” (Ángel González
Palencia La España del Siglo de Oro, 1940.)
¿Os suena?
Porque ese linaje, aparecido con el inicio de la decadencia del Imperio en el siglo XVII, ha extendido con total éxito su cosmovisión a lo largo de los siguientes cuatro siglos.
Y, con su irresistible ascenso social a caballo de su competente actitud para la delincuencia, hoy en 2013, ejerce su productivo oficio desde los más encumbrados niveles sociales del poder. Muy lejos ya del Patio de Monipodio cervantino en el que se asienta su origen.
La
columnista Edurne Uriarte escribía hace unos días en ABC un artículo titulado El
ciudadano intocable, en el que con su habitual lucidez denunciaba algo en
lo que vengo insistiendo incansablemente, desde que tuve la ocurrencia de
ponerme daros la lata cada semana.
Se trata de
la secular condición de inmoralidad y falta de espíritu cívico que son los
signos de identidad de nuestro pueblo desde aquel funesto siglo.
Y aquellos
conciudadanos que se han hecho con los poderes, de cualquier naturaleza que
estos sean, legítimos o usurpados, a lo largo de nuestra historia, no son más
que la parte más visible de nuestro pestilente caldo de alcantarilla. Los
“mejores” de entre los comunes.
En mí
opinión la honestidad consiste, simplemente, en cumplir unas leyes que
constituyen el único argumento de la igualdad democrática. No se trata de no
cometer delitos cuando no se tiene la oportunidad de hacerlo. Se trata
precisamente de abstenerse de cometerlos cuando esa oportunidad se presenta; y,
a mayor abundamiento, de no buscar esas oportunidades.
La gran
corrupción en términos cuantitativos, por parte de los poderosos, tiene
idéntica calificación moral en el caso de los pequeños defraudadores. Entre la
quiebra fraudulenta de un banco, y el trabajo filibustero de un fontanero no
existe diferencia moral.
Y no sirve la
búsqueda de coartadas en el terreno de las necesidades materiales, porque esta
no es más que una práctica malvada, que menosprecia la honradez de la gente
honesta.
Hoy nuestra
mugre moral está luciendo una desnudez pública tan escandalosa, que desearía
fervientemente que significase el principio del fin de esos cuatro siglos de inmoralidad
horizontal y generalizada, en la que no existen apenas excepciones.
Se trata de
reflexionar acerca de la responsabilidad moral ineludible que pesa sobre todos
los ciudadanos de las sociedades abiertas, respecto de su papel protagonista en la contínua construcción de esas sociedades a la que pertenecen, y les pertenecen.
La cosa
podría resumirse en un sencillo ejercicio comparativo que, como ejemplo,
mostrase las diferencias de actitud moral entre miembros de un segmento de
nuestra sociedad, como son los estudiantes, y sus homónimos en otras sociedades
desarrolladas.
Probablemente
no habría que ir muy lejos de aquí para tropezarse con un relato o una película
que nos narrase los conflictos morales infantiles que sufriría un estudiante
que ha conseguido su diploma habiendo copiado en sus exámenes. Esos pequeños
pero transcendentales conflictos serían así un posible tema para el contenido
de un guión, por lo especial del caso.
Si
transfiriésemos la misma situación al colectivo estudiantil español,
seguramente los productores de la película se inclinarían más bien, como tema
susceptible de interesar al público, por el caso de un estudiante que se
enfrentase a la mayoría con una actitud militante en contra de la mencionada práctica
fraudulenta, así mismo por el aspecto poco común de la situación creada.
Esa es la
clave. El modelo de héroe es distinto. Aquí, se glorifica al más hábil para la
estafa; mientras que allí, ese héroe, sería el que se enfrentase a la tentación
de la trampa.
Sí, sí, ya
sé que todo esto parecerá bastante simplificador y “moralista”, para los
eternos defensores de la santa transgresión. Una vez más, aparecerá la
correctísima doxa.
¿Simplificador?
¡Por favor! No hay nada menos complejo que un robo o una estafa.
Tengo los
oídos atiborrados de reproches sobre el riesgo de las generalizaciones y sobre
la abundancia de ejemplares tartúficos e hipócritas en el seno de esas otras
sociedades occidentales, las cuales no tuvieron la “suerte histórica” de gozar
en el siglo XVII de una Sagrada Contrarreforma como la nuestra… etc, etc.
Música
ratonera.
Pero la
prueba del algodón de mí teoría me la dan diariamente los medios de
comunicación. Los medios de comunicación y las experiencias personales, como la
que ya narré aquí mismo hace meses, con otro motivo parecido, pero que no puedo
privarme de volver a repetirla hoy, dado lo paradigmático del ejemplo.
Cuando aquel
prodigio de ingenio y habilidad política que fue el hoy ex–convicto y
ex–director de la Guardia Civil, Carlos Roldán, quedó expuesto al escrutinio
público, tras desvelarse la trama mafiosa que había urdido y en virtud de la
cual, entre otras hazañas, había hurtado los fondos destinados a los huérfanos
del mencionado cuerpo armado, un taxista me hizo partícipe de su indignación.
¿Pero ve usté la sinvergonzonería de
este nota? ¡Cuanta pasta no se habrá embolsado este cabrón en t’os estos años!
¡Millones y millones!...Si es como yo digo…¡Siempre se lo llevan los mismos!
La
injusticia, en el repertorio de categorías morales del mencionado conductor de
taxi, no se produciría por el hurto de los caudales públicos. Caudales públicos
constituidos, entre otros, por los impuestos pagados por este profesional. No.
La injusticia consistiría en el irritante desigual reparto de oportunidades para
hacerse con el botín.
La
reverencia y admiración que suscitan los “triunfadores”, cuyo prestigio debe
buena parte de su reconocimiento a la labor divulgadora de los medios de
comunicación especializados, es común en casi todas las sociedades de nuestro
entorno. Lo que nos distingue esencialmente a los españoles es la naturaleza de
los “triunfos” que aquí se alcanzan.
La mayor
parte de las personas que han conseguido entre nosotros, de forma honesta, sus
objetivos de progreso social, suelen permanecer en un plano discreto, y su
avance en ese progreso se suele producir de manera paulatina y alejada de ese
nefasto paradigma fundado hace unos años que se conoce con el deleznable
vocablo del “pelotazo”.
Empresarios
y profesionales de éxito, que han comenzado sus carreras muchas veces desde
modestas posiciones de partida, como es el caso de Amancio Ortega, Isak Andic o
Juan Roig, no suelen estar relacionados con episodios de dudosa moralidad, o con
estrepitosas corrupciones, al estilo de las del desaparecido Jesús Gil.
A lo largo
de mí vida profesional tuve la dudosa fortuna de relacionarme con personajes
situados en la primera línea de la notoriedad política o económica, alguno de
los cuales no desentonarían en el repugnante ranking actual de la corrupción.
Esos contactos
no dejaron nunca de sorprenderme, a pesar de su terca reiteración, porque una
cosa es enterarte por la prensa de la existencia de basura flotante en la olla
de la que comes, y otra es verte en el trance de engullirla.
En algunos
ocasiones pude eludirla. Porque cuando andas ligero de equipaje, en cuanto a
compromisos económicos y familiares se refiere, como ha sido mí caso, gozas de
un cierto margen de invulnerabilidad frente al chantaje económico.
Pero en
otros, en los que el descubrimiento del pastel se produjo con los contratos ya
firmados, no tuve oportunidad de llevar a cabo lo que me hubiese gustado hacer,
y ahí adquirí la conciencia de que los mecanismos que hacen posible la
existencia de esa realidad putrefacta, son tramas de complicidades o
extorsiones personales casi imposibles de desenmarañar.
A veces, en
presencia de otras personas que como profesionales participaron de aquellos
vergonzosos episodios, y cuando comentamos su desarrollo posterior valorando
nuestras respectivas actitudes de la época, solemos caer en una melancólica
pesadumbre, preguntándonos si no hubiese sido mejor haber pegado una oportuna
patada a la mesa, que hubiera desestabilizado, aunque solo fuese temporalmente,
a aquellos delincuentes perfumados.
Pero no lo
hicimos. Y la pregunta es ¿cuántos testigos se callan hoy, como nosotros
entonces, cuando lo decente sería no hacerlo?
Sin embargo,
no conviene dejarse llevar por la melancolía. En todo caso, nos queda el
consuelo de no haber participado moralmente de aquellos modelos triunfantes,
que aún hoy forman parte del manifiesto repertorio de deseos de la mayoría de
nuestros conciudadanos.
Mientras en
las escuelas e institutos no haya una clase enseñante para la cual la labor de
formar moralmente a sus alumnos sea su primera y fundamental prioridad,
seguiremos perdiendo un tren al que no subimos en su momento. Hace cuatro
siglos.
Ojalá la
historia, utilizando el garrote de las crisis socioeconómicas, y a falta,
desafortunadamente, de convicciones profundas de civismo, nos vaya metiendo en
la vereda de una modernidad que va un poco más lejos que unos trajes de Armani,
unos tocados de pelopincho y unas bovinas anillas en las orejas.
El problema
es que, como dice la mencionada Edurne Uriarte, el ciudadano común, como concepto
totémico de una sociedad oficial pero ficticia, es intocable.
Hay cosas
que no deben mencionarse en casa del ahorcado…
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