Hace unos días me desperté con una palabra grabada en la
mente. Una palabra banal, en torno a la que no se me hubiese ocurrido perder un
segundo, en circunstancias normales. Pero fue precisamente su carácter banal el
que provocó mi extrañeza, dada su obstinada presencia, similar a la de una bola
de chicle en la suela del zapato.
La dichosa palabra era : margen.
¿A qué margen en
concreto hacía referencia? De pronto empecé a darme cuenta de que ese término,
seguramente como muchos otros, tiene una estructura significante poliédrica, no
solo en cuanto a su polisemia, sino al complejo conjunto de usos lingüísticos
en los que participa.
De entrada, lo
primero que me vino a la mente eran los márgenes
de una pagina escrita. Esos espacios blancos a los que como diseñador siempre
les di un gran valor visual, en la medida de que bien utilizados salvan a
menudo una árida página de texto desnudo, y a los que, también con frecuencia,
el editor o cliente suelen referirse con un pequeño reproche irónico : “Cómo se
nota que no pagas tú el papel…!”
Los márgenes de un
escrito, premeditados o espontáneos, y ya sea lo escrito impreso o caligráfico,
contienen un fuerte valor expresivo que influyen en la lectura del texto, con
sutiles sugerencias no por inconscientes
menos reales.
Pero esa especie de marco en torno de una superficie o
espacio acotado está presente en multitud de otras áreas.
Por ejemplo, también son márgenes
los bordes de un campo de fútbol. Espacio marginal
que constituye un ecosistema, en el que diversas bandas de depredadores ejercen
su función.
Así, ahí tiende su emboscada permanente esa mezcla de
cazador y taxidermista de emociones visuales que es el reportero gráfico de la
sección de deportes. Siempre oteando la cuatro esquinas del terreno de juego,
al acecho de la contorsión atlética a la que transformará en grupo escultórico, congelándola en una
instantánea
Por el contrario, otra especie de oteadores se pasa el
encuentro sin mirar ni siquiera de reojo al campo. Son los servicios de orden.
Los del club y los de las fuerzas de policía. Mirando hacia la grada, ocupan
ese margen neutro como una fuerza de
interposición entre los aguerridos atletas y los energúmenos que integran las harkas
de seguidores, cuyo número creciente está convirtiendo en marginales a los espectadores normales.
Los agentes actúan de testigos, no sé si asombrados o
hastiados, de una serie ininterrumpida de aullidos, aspavientos y actitudes
matasietes, más dignos de ser expuestos en la vitrina de una clínica
psiquiátrica, que de llenar un estadio.
Por último, ese mismo margen,
dividido en dos mitades, sirve de corredor de observación al otro servicio de
orden, el del orden reglamentario del futbol. Se trata de los sufridos árbitros
auxiliares, o linieres, a los que en algunas categorías inferiores podrían en
toda justicia condecorar con la medalla individual al mérito deportivo, con
distintivo rojo, como corresponde a los riesgos asumidos por su integridad
física, en aras de su inquebrantable afición.
La esencia del concepto del margen es su condición fronteriza. Esta se manifiesta de una manera
mucho más oblicua o, como se dice ahora, transversal, cuando cargando con las
notas a pie de página de un libro, aparece como algo neutral, como un observatorio
descomprometido, como un supuesto espacio objetivo.
A esas notas a pie de página, precisamente el margen, les confiere su condición
esencial: la de no ser responsabilidad del autor del texto, más allá del hecho
de haberlas elegido.
Sin embargo, cuando el adjetivo marginal se exhibe con la desenvoltura de quien luce un traje de
Paul Smith o un bolso de Louis Vuitton, para el protagonista de ambas
actitudes, tanto su discurso supuestamente sulfuroso contra el mundo
establecido, o stablishment, como sus
actitudes pretendidamente transgresoras, mantienen una relación tan estrecha
con el objeto rechazado, que forman con él un todo armónico e indisoluble.
Con otra enorme ventaja que suele tener esa actitud, además,
y que consiste en poseer el billete de vuelta, que va implícito en el de ida,
para ser utilizado una vez la excursión por el margen haya agotado su espectacular encanto, o se hayan alcanzado debidamente
los propósitos sublimadores de la aventura.
Otra variante es la de los que creen haber encontrado en el margen el solar de esa utopía manoseada
hasta el delirio en sus sueños de holgazanes aburridos. El lugar donde se
materializa la experiencia libertaria subvencionada.
Realmente hay poco
margen para ser verdaderamente
marginal.
Probablemente podríamos afirmar que la única posición
realmente próxima a ese concepto de marginal,
sería la del escéptico o la del indiferente. Aunque, bien mirado, su condición
cínica también represente en sí misma una opción, y por tanto un compromiso
moral. O mejor dicho, inmoral, que es la opción no ambigua del malo.
Otro fenómeno, este más grave, consiste en que todos estos
sujetos que obtienen su certificado de marginales
de la señorita Pepis en las tribunas públicas
del progresismo y otros foros no menos indignados, mantienen una relación
parasitaria con otros seres a los que denominan marginados.
A pesar de la evidente proximidad ortográfica de ambos
términos, su relación no es ni remotamente de carácter semiótico. Para empezar,
la mayor parte de las veces, los marginados
ignoran que lo son hasta que el pulgón marginal
se adhiere a su existencia, y se lo aclara con la consiguiente palmadita
paternalista en la espalda.
La otra gran diferencia entre ambos términos es que, así
como lo marginal es una actitud con
fecha de caducidad, lo marginado es
una condición casi ontológica, que hace de estos seres un activo político
heredable, y cuya evolución hacia la superación de su marginalidad está descartada ya que dejaría sin su nutriente principal
a la colonia de pulgones parásitos.
Pero…¿cómo son posibles prodigios como los descritos?
Pues porque, en definitiva, el espacio marginal es la quintaesencia del espacio virtual, irreal o
inexistente más allá de nuestra imaginación. Es, asimismo, una especie de área
o recinto abstracto del espacio real, sin cuya materialidad no podría existir.
Ese lugar denominado espacio real se llama así porque tiene
límites. Y los tiene incluso si a estos hay que medirlos mediante el número
infinito, ya que este no deja de ser un término manejable matemáticamente.
El margen o
espacio marginal es aquel que se
encuentra inmediatamente después de esos límites y vinculado irremediablemente
a ellos. Podríamos decir que todo espacio real está envuelto por un espacio
virtual al que llamamos margen.
Y es aquí donde empiezan los malentendidos. Los diferentes
espacios reales, concretos, están separados entre sí por márgenes
compartidos. En consecuencia, esta especie de pasillos, estando situados entre espacios
reales contiguos, pero no perteneciendo a ninguno de ellos en concreto, constituyen
los lugares más adecuados para servir de sede al relativismo.
En ellos mora el margen
de duda. El margen de tolerancia. El margen de error. Ahí es donde cohabita
lo que es con lo que no es. En el margen es donde se verifica esa mostrenca afirmación pseudo-fatalista
del “Nunca pasa nada”.
Probablemente el margen,
esa parte borrosa de los límites donde nunca llueve pero siempre está mojado,
es la más apasionante de la realidad. Porque ahí es donde pueden patinar
nuestras certezas; aunque no se caigan, porque para caer hace falta un espacio
real, no virtual. Es el espacio perfecto para la práctica de la acrobacia
intelectual sin red. Sin riesgo.
Para la especulación.
¿Tendrá esto último algo que ver con el margen de beneficio, o será demasiado traído por los pelos?
Lo digo porque el margen
de beneficio es evidentemente relativo.
Es el espacio virtual existente entre dos espacios bien reales y
cuantificables; el de la oferta y el de la demanda. Ese margen, que rodea a ese otro espacio real que es el coste, se añade
y se integra en él para constituir el precio.
Que una vez establecido, por otro lado, probablemente es uno
de los raros espacios reales que carecen de márgenes.
Lo cual explicaría porqué, a veces, los precios se vuelven volátiles.
Pero voy dejar al margen
esta singular metamorfosis ornitológica del precio, porque podría conducir a
esta reflexión, ya de por sí bastante delirante, hacia territorios
definitivamente inescrutables.
La amplitud de un margen
no siempre está clara. Unas veces hay un holgado margen de acción. En otras ese margen
es estrecho. O también se puede dar el caso en el que pueda amparar la
posibilidad de añadir una oportunidad inesperada a algo que parecía definitivo.
Ocurre cuando se descubre que aún hay, o cabe, un cierto margen de intervención.
Una reducción drástica de los márgenes podría conducir a la asfixia, que es lo que me sugieren
los botones de las americanas raquíticas que actualmente lucen los nuevos
cachorros de ejecutivo, anillados y con cresta, del horizonte contiguo.
Mediante el uso transitivo del verbo marginar se puede decretar una condena al ostracismo de sujetos u
objetos. Pero siempre me intrigó el hecho de que aquellas personas que fueron
puestas al margen de un colectivo,
por parte de quien tenía o se arrogaba autoridad suficiente para hacerlo,
seguían estando presentes a pesar de su situación de postergación.
Era algo así como cuando un entrenador decide sentar en el
banquillo a un componente del equipo. Y por si fuera poco, la historia nos ha
demostrado que mientras estés al margen existes,
y siempre cabe la posibilidad de que vuelvas.
Y es así como el margen
en el que se margina al incómodo, demuestra
la neutralidad natural de ese curioso espacio del que venimos hablando al cumplir
su auténtica función : la de neutralizar.
Pero los márgenes, como todo lo inconcreto, producen temor. Su
genuina indefinición inquieta, y esa es la razón por la que algunos tratan de
trazar los márgenes, en un intento
patético de enjaular el aire.
En fin, si has llegado hasta este punto de esta tabarra, es
sin duda porque me has otorgado un generoso margen
de confianza o bien porque dispones de un notable margen de paciencia.
En cualquier caso, gracias.
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