He leído estos días el texto de un judío. Se llama Olivier
Ypsylantis y se declara sionista.
Tras haberlo hecho, he creído ver confirmada en él una
convicción que tenía desde hace tiempo. La convicción de que yo también soy sionista.
Claro que esa convicción se asentó en un principio, en mí
caso, más bien como fruto de una urgencia política inmediata; como una especie
de respuesta a los pretendidos anti-sionismos explícitos, con sus
anti-semitismos implícitos, que inundan mi espacio circundante.
Ciertamente, se trataba más bien de un reflejo instintivo
que de una auténtica reflexión profunda, como la que exige en el momento
presente un asunto de esa importancia. Creo que en él había más dosis de
intuición que de información.
No es que la lectura del artículo me haya hecho caer de
ningún caballo. Ni siquiera iba camino de Damasco, que es un lugar muy poco recomendable
hoy en día. No. Era un texto interesante que me trasladó de nuevo ese asunto
que estaba en reposo al primer plano del pensamiento.
Hace años que, parafraseando el libelo de Marx, “la cuestión
judía” está situada entre los dos o tres asuntos que ocupan el centro de mi
conciencia. Podría decir incluso que eso es precisamente lo que hace que me
sienta un auténtico ciudadano de mí tiempo. Porque, para mí, nadie que haya
tenido la dudosa fortuna de nacer en el “tiempo de Auschwitz” debería vivir ignorando
ese hecho único de la historia de la humanidad.
Y no es la condición de judíos de las victimas lo que me
afecta en especial. Para mí ellas son nada menos que simples seres humanos. Aún
siendo consciente de que esa condición de ser judíos constituyó de hecho un factor
esencial de la tragedia, para unos asesinos que creían en las razas.
La insoportable originalidad de la catástrofe consiste, para
mí, en un hecho que muy bien podría
haber tenido otros protagonistas, si no fuera porque su misma cualidad de acto único lo hace imposible.
Ese hecho es un
fenómeno de apariencia contradictoria o al menos paradójica, y de una
estremecedora simplicidad, que nunca había ocurrido hasta aquel fatídico momento
histórico.
Se trata únicamente de que alguien imagine un acto imposible y acto seguido se ponga
manos a la obra. Y, asombrosamente, ese acto imposible se transforma poco a
poco en un hecho constatable, en virtud de la simple y sistemática abolición de las razones que impedían su
posibilidad.
¿Cómo se opera ese prodigio?
Creo que, a partir de la Soah, podríamos establecer un
estremecedor axioma que postularía que, la
posibilidad de que algo inimaginable pueda llegar a tener lugar, es tanto más
probable cuanto más imposible parezca.
Cuanto más descartado de antemano se tenga algo por ser descabellado; sin mayor
reflexión porque atenta de una manera indiscutible contra las leyes
establecidas de la lógica u otras, en este caso las de la moral; ese algo puede llegar a ser considerado como
posible, con tal que alguien lo
presente con la convicción y energía suficientes como para hacer creer a los
demás que se puede llevarlo a cabo.
Cuanto más absurdo parezca, menos se habrá reflexionado
sobre ello y menos argumentos se poseerán para descartarlo. Y si, como fue el
caso, el ambiente poseyese el grado de desmoralización general apropiado, la
capacidad de razonar habría disminuido en la misma proporción en la que habría
aumentado la capacidad de asumir el absurdo. O lo imposible.
Y cuanto menos salidas posibles
se vean a la situación, más crédito adquiere lo inverosímil, lo imposible, como propuesta de salvación.
En este caso, los obstáculos que hacían imposibles ciertas ideas eran de naturaleza moral. Se trataba
entonces de convencer a un pueblo de actores y testigos de que esos obstáculos morales que hacían impensable la tarea propuesta, representaban precisamente un
impedimento para el fin último de hacer renacer de una nación hundida.
El futuro de esa nación precisaba, inexorablemente pues, su
conversión en un ente desconocido hasta aquel momento, un organismo sin
límites, algo históricamente inédito: el estado
inmoral. Y así la nación, poco a
poco, fue aceptando su progresivo desguace ético, hasta llegar a considerar la
posibilidad de admitir lo inadmisible.
Y, en el colmo de la demencia colectiva, con el tiempo,
muchos acabaron convencidos de que llevar a cabo lo imposible era posible, ya
que ya no existían obstáculos y de hecho ya lo estaban haciendo.
Claro que todo esto no se produjo literalmente como yo lo
pienso. Lo que yo pienso es el fondo de la cuestión. Cómo ocurrió en realidad
es un simple y aterrador conjunto se anécdotas. Por eso la historia en sí de la
Shoah hay que conocerla y cuanto más exactamente mejor; pero eso no es el fin,
eso es el medio de poder aproximarse a la idea casi inconcebible de la maldad absoluta. Porque ocurrió lo
inconcebible.
Por eso, la dimensión que alcanzó la tragedia, en números, suele
parecer el argumento definitivo de su condición de acto único en la historia, pero no. En primer lugar, porque esos números
no alcanzaron más que el cincuenta por ciento de los previstos en el plan. Y
porque plantear una atroz competencia de números con otros genocidios no nos
conduciría a ningún sitio.
Es único, porque la condición que distingue a ese plan de otras
manifestaciones criminales colectivas, fue su original propósito de borrar definitivamente de la realidad a unos
seres a los que se acusó del simple delito
de haber nacido. Y eso, afortunadamente para todos, únicamente ocurrió esa vez en toda la historia de la humanidad.
El quebrantamiento de los límites del mal que supuso ese hecho, abrió definitivamente, ante cualquier
ser decente, un abismo desconocido de posibilidades de maldad.
Fundamentalmente porque esos límites no podría romperlos la
actitud de una persona o de un grupo limitado de personas, cuyo comportamiento,
en todo caso, se explicaría en virtud
de una patología más o menos conocida. Lo que abrió ese abismo fue la naturalidad con la que, por primera vez
en la historia de la humanidad, un pueblo entero admitió y contribuyó a que lo imposible se hiciera realidad.
Una vez que estas certezas se instalaron en mi conciencia, aquello
que debería haber sido únicamente el objeto de un análisis más de la realidad
política que me tocó vivir, el Estado de Israel, adquirió una dimensión,
digamos “especial”. La necesidad de entender las razones de la existencia de
ese estado, su cultura y su historia, constituyó el paso inevitable. Y me puse
a ello.
El sionismo es uno de los fenómenos políticos más
mencionados y menos estudiados de nuestra actual cultura política. Pero, a
pesar de que estoy convencido de que el noventa por ciento de aquellos que usan
ese término para apoyar alguna opinión no conoce ni siquiera el origen
semántico del mismo, en realidad, eso no tiene verdadera importancia.
No la tiene por la sencilla razón de que, para quienes la
usan, mi inquietud está mal planteada. Para lo que sí sirve ese término sin significado, y este es el
fundamental propósito de su uso, es para emboscar un antisemitismo poco
presentable en una sociedad políticamente correcta. Pero la mistificación no se
hace ni siquiera de una forma premeditada. No. Es aun peor.
Para la mayor parte de sus usuarios es un simple eslogan memorizado
sin más complicaciones, que les proporciona una especie de salvoconducto moral
definitivo. Hoy en día para ser alguien en ciertos círculos hay que condenar el
estado sionista de Israel. Y ya está.
Estos días se celebraba en el mundo árabe musulmán una efemérides
instituida hace unos decenios que se conoce como la Nackbah (día de la catástrofe).
Conmemora el día de la salida de los árabes de Israel que huyeron de la zona, tras la
derrota de los agresores del recién fundado estado, en la guerra de 1948.
Hasta ahí no se
distingue de cualquier fiesta nacionalista que siempre celebra la derrota nacional que
les proporciona el estatus de víctimas a sus partidarios.
Pero en este caso la tradición es mucho más moderna. Data de
cuando se diseñó al pueblo palestino
y se sentaron las bases para diseños ulteriores. Ej:
Nackba=Shoah. Pueblo
Palestino=Pueblo Judío.
Nacionalsocialismo=Sionismo.
Y la gran innovación : Apartheid=Franja de Gaza.
A quien opine que exagero solo les recomendaría que se
preguntasen cuantas causas humanitarias distintas de la palestina defienden sus
partidarios. Los de la kefiah enrollada en el pescuezo. Ninguna. Esos
palestinos son para ellos los únicos pobres del mundo que merecen su atención.
Y la pregunta es : ¿distinguen a estas víctimas
de otras víctimas en el mundo? ¿o distinguen a estos verdugos de otros verdugos en el mundo?
Si es así…¿será porque
son especiales... porque son judíos?
En ese conflicto que enfrenta a Israel con los que se declararon
sus enemigos oficiales desde el día de su proclamación como estado,
desgraciadamente no existen muchas opciones. Los que solo conocimos las
catástrofes de las guerras por sus consecuencias, afortunadamente para
nosotros, carecemos de sensibilidad para “sentir” un conflicto.
Pero si tratamos de acercarnos a la memoria vivida,
fundamentalmente a través de algunos testimonios que hemos tenido el privilegio
de conocer, estaremos en una posición mucho más favorable para no equivocarnos,
a la hora de escoger entre esas escasas opciones.
Lo que ocurre allí es paradójicamente muy desconocido, a
pesar de una proximidad geográfica, que ya ni siquiera lo es en el mundo
globalizado. Y es poco conocido porque ese conflicto “goza” de todas las
condiciones impuestas por el paradigma de la sociedad de la comunicación.
Ese paradigma se conoció en su día con el nombre de
“Sociedad del Espectáculo”, a partir de un famoso libro canónico que hemos
leído todos los que tenemos una cierta edad. En esa sociedad del espectáculo todo es espectáculo. La verdad queda
abolida por “incompleta”, antigua y aburrida.
Y cuando la información, o sea el alimento de la mente, es espectáculo, ocurre que la búsqueda de los indispensables datos
fiables para un análisis honesto se hace infructuosa. Los intermediarios, “los
mayoristas” que nos suministran esos datos, ya no son los legendarios
corresponsales de guerra como lo eran Robert Cappa o Pierre
Schœndœrffer, etc.
Ellos eran personas muy conscientes del
compromiso moral que exige distinguir entre información y propaganda en su
arriesgada profesión. Hoy se trata de otra cosa. Hay mucho chico aburrido en
búsqueda de emociones fuertes con una cámara que hace las fotos sola, y los
escenarios ya no ofrecen mucho peligro. Son platós al aire libre con servicio
de catering.
Pero la existencia de seis millones de judíos, cifra
maldita, no puede depender de una información/espectáculo diseñada ad hoc. Su conflicto
se narra con los hechos, desnudos de toda retórica, de una lucha por la
supervivencia. Por eso ellos han dado por perdida la batalla del espectáculo que les
plantean sus adversarios.
Y yo me declaro sionista porque creo sinceramente que, correspondiéndonos
a nosotros como espectadores de la tragedia aproximarnos a ese escenario, para
desnudarlo de toda esa tramoya con la que los de siempre no cesan de disfrazar
la historia, hay que hacerlo. Ni más ni menos que para exigir la verdad de esa
historia. Y, después, elegir el campo.
Yo ya lo he hecho.
P.S.
En el escrito del que partía esta reflexión figuraba este
enlace que os recomiendo ver. Un joven periodista italiano destacado en la zona
nos ilustra con su propia reflexión. No sobre los palestino. No sobre los
israelíes.
Sobre los periodistas.
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