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martes, 22 de mayo de 2012

Una historia imposible o yo también soy sionista.





He leído estos días el texto de un judío. Se llama Olivier Ypsylantis y se declara sionista.

Tras haberlo hecho, he creído ver confirmada en él una convicción que tenía desde hace tiempo. La convicción de que yo también soy sionista.

Claro que esa convicción se asentó en un principio, en mí caso, más bien como fruto de una urgencia política inmediata; como una especie de respuesta a los pretendidos anti-sionismos explícitos, con sus anti-semitismos implícitos, que inundan mi espacio circundante.

Ciertamente, se trataba más bien de un reflejo instintivo que de una auténtica reflexión profunda, como la que exige en el momento presente un asunto de esa importancia. Creo que en él había más dosis de intuición que de información.

No es que la lectura del artículo me haya hecho caer de ningún caballo. Ni siquiera iba camino de Damasco, que es un lugar muy poco recomendable hoy en día. No. Era un texto interesante que me trasladó de nuevo ese asunto que estaba en reposo al primer plano del pensamiento.

Hace años que, parafraseando el libelo de Marx, “la cuestión judía” está situada entre los dos o tres asuntos que ocupan el centro de mi conciencia. Podría decir incluso que eso es precisamente lo que hace que me sienta un auténtico ciudadano de mí tiempo. Porque, para mí, nadie que haya tenido la dudosa fortuna de nacer en el “tiempo de Auschwitz” debería vivir ignorando ese hecho único de la historia de la humanidad.

Y no es la condición de judíos de las victimas lo que me afecta en especial. Para mí ellas son nada menos que simples seres humanos. Aún siendo consciente de que esa condición de ser judíos constituyó de hecho un factor esencial de la tragedia, para unos asesinos que creían en las razas.

La insoportable originalidad de la catástrofe consiste, para mí, en un hecho que muy bien podría haber tenido otros protagonistas, si no fuera porque su misma cualidad de acto único lo hace imposible.

Ese hecho es un fenómeno de apariencia contradictoria o al menos paradójica, y de una estremecedora simplicidad, que nunca había ocurrido hasta aquel fatídico momento histórico.

Se trata únicamente de que alguien imagine un acto imposible y acto seguido se ponga manos a la obra. Y, asombrosamente, ese acto imposible se transforma poco a poco en un hecho constatable, en virtud de la simple y sistemática abolición de las razones que impedían su posibilidad.

¿Cómo se opera ese prodigio?

Creo que, a partir de la Soah, podríamos establecer un estremecedor axioma que postularía que, la posibilidad de que algo inimaginable pueda llegar a tener lugar, es tanto más probable cuanto más imposible parezca.

Cuanto más descartado de antemano se tenga algo por ser descabellado; sin mayor reflexión porque atenta de una manera indiscutible contra las leyes establecidas de la lógica u otras, en este caso las de la moral; ese algo puede llegar a ser considerado como posible, con tal que alguien lo presente con la convicción y energía suficientes como para hacer creer a los demás que se puede llevarlo a cabo.

Cuanto más absurdo parezca, menos se habrá reflexionado sobre ello y menos argumentos se poseerán para descartarlo. Y si, como fue el caso, el ambiente poseyese el grado de desmoralización general apropiado, la capacidad de razonar habría disminuido en la misma proporción en la que habría aumentado la capacidad de asumir el absurdo. O lo imposible.

Y cuanto menos salidas posibles se vean a la situación, más crédito adquiere lo inverosímil, lo imposible, como propuesta de salvación.

En este caso, los obstáculos que hacían imposibles ciertas ideas eran de naturaleza moral. Se trataba entonces de convencer a un pueblo de actores y testigos de que esos obstáculos  morales que hacían impensable la tarea propuesta, representaban precisamente un impedimento para el fin último de hacer renacer de una nación hundida.

El futuro de esa nación precisaba, inexorablemente pues, su conversión en un ente desconocido hasta aquel momento, un organismo sin límites, algo históricamente inédito: el estado inmoral. Y así la nación, poco a poco, fue aceptando su progresivo desguace ético, hasta llegar a considerar la posibilidad de admitir lo inadmisible.

Y, en el colmo de la demencia colectiva, con el tiempo, muchos acabaron convencidos de que llevar a cabo lo imposible era posible, ya que ya no existían obstáculos y de hecho ya lo estaban haciendo.

Claro que todo esto no se produjo literalmente como yo lo pienso. Lo que yo pienso es el fondo de la cuestión. Cómo ocurrió en realidad es un simple y aterrador conjunto se anécdotas. Por eso la historia en sí de la Shoah hay que conocerla y cuanto más exactamente mejor; pero eso no es el fin, eso es el medio de poder aproximarse a la idea casi inconcebible de la maldad absoluta. Porque ocurrió lo inconcebible.

Por eso, la dimensión que alcanzó la tragedia, en números, suele parecer el argumento definitivo de su condición de acto único en la historia, pero no. En primer lugar, porque esos números no alcanzaron más que el cincuenta por ciento de los previstos en el plan. Y porque plantear una atroz competencia de números con otros genocidios no nos conduciría a ningún sitio.

Es único, porque la condición que distingue a ese plan de otras manifestaciones criminales colectivas, fue su original propósito de borrar definitivamente de la realidad a unos seres a los que se acusó del simple delito de haber nacido. Y eso, afortunadamente para todos, únicamente ocurrió esa vez en toda la historia de la humanidad.

El quebrantamiento de los límites del mal que supuso ese hecho, abrió definitivamente, ante cualquier ser decente, un abismo desconocido de posibilidades de maldad.

Fundamentalmente porque esos límites no podría romperlos la actitud de una persona o de un grupo limitado de personas, cuyo comportamiento, en todo caso, se explicaría en virtud de una patología más o menos conocida. Lo que abrió ese abismo fue la naturalidad con la que, por primera vez en la historia de la humanidad, un pueblo entero  admitió y contribuyó a que lo imposible se hiciera realidad.

Una vez que estas certezas se instalaron en mi conciencia, aquello que debería haber sido únicamente el objeto de un análisis más de la realidad política que me tocó vivir, el Estado de Israel, adquirió una dimensión, digamos “especial”. La necesidad de entender las razones de la existencia de ese estado, su cultura y su historia, constituyó el paso inevitable. Y me puse a ello.

El sionismo es uno de los fenómenos políticos más mencionados y menos estudiados de nuestra actual cultura política. Pero, a pesar de que estoy convencido de que el noventa por ciento de aquellos que usan ese término para apoyar alguna opinión no conoce ni siquiera el origen semántico del mismo, en realidad, eso no tiene verdadera importancia.

No la tiene por la sencilla razón de que, para quienes la usan, mi inquietud está mal planteada. Para lo que sí sirve ese término sin significado, y este es el fundamental propósito de su uso, es para emboscar un antisemitismo poco presentable en una sociedad políticamente correcta. Pero la mistificación no se hace ni siquiera de una forma premeditada. No. Es aun peor.

Para la mayor parte de sus usuarios es un simple eslogan memorizado sin más complicaciones, que les proporciona una especie de salvoconducto moral definitivo. Hoy en día para ser alguien en ciertos círculos hay que condenar el estado sionista de Israel. Y ya está.

Estos días se celebraba en el mundo árabe musulmán una efemérides instituida hace unos decenios que se conoce como la Nackbah (día de la catástrofe). Conmemora el día de la salida de los árabes de Israel que huyeron de la zona, tras la derrota de los agresores del recién fundado estado, en la guerra de 1948. 

Hasta ahí no se distingue de cualquier fiesta nacionalista que siempre celebra la derrota nacional que les proporciona el estatus de víctimas a sus partidarios.

Pero en este caso la tradición es mucho más moderna. Data de cuando se diseñó al pueblo palestino y se sentaron las bases para diseños ulteriores. Ej:

Nackba=Shoah.  Pueblo Palestino=Pueblo Judío.  Nacionalsocialismo=Sionismo.
Y la gran innovación : Apartheid=Franja de Gaza.

A quien opine que exagero solo les recomendaría que se preguntasen cuantas causas humanitarias distintas de la palestina defienden sus partidarios. Los de la kefiah enrollada en el pescuezo. Ninguna. Esos palestinos son para ellos los únicos pobres del mundo que merecen su atención. Y la pregunta es : ¿distinguen a estas víctimas de otras víctimas en el mundo? ¿o distinguen a estos verdugos de otros verdugos en el mundo?

Si es así…¿será porque son especiales... porque son judíos?

En ese conflicto que enfrenta a Israel con los que se declararon sus enemigos oficiales desde el día de su proclamación como estado, desgraciadamente no existen muchas opciones. Los que solo conocimos las catástrofes de las guerras por sus consecuencias, afortunadamente para nosotros, carecemos de sensibilidad para “sentir” un conflicto.

Pero si tratamos de acercarnos a la memoria vivida, fundamentalmente a través de algunos testimonios que hemos tenido el privilegio de conocer, estaremos en una posición mucho más favorable para no equivocarnos, a la hora de escoger entre esas escasas opciones.

Lo que ocurre allí es paradójicamente muy desconocido, a pesar de una proximidad geográfica, que ya ni siquiera lo es en el mundo globalizado. Y es poco conocido porque ese conflicto “goza” de todas las condiciones impuestas por el paradigma de la sociedad de la comunicación.

Ese paradigma se conoció en su día con el nombre de “Sociedad del Espectáculo”, a partir de un famoso libro canónico que hemos leído todos los que tenemos una cierta edad. En esa sociedad del espectáculo todo es espectáculo. La verdad queda abolida por “incompleta”, antigua y aburrida.

Y cuando la información, o sea el alimento de la mente, es espectáculo, ocurre que  la búsqueda de los indispensables datos fiables para un análisis honesto se hace infructuosa. Los intermediarios, “los mayoristas” que nos suministran esos datos, ya no son los legendarios corresponsales de guerra como lo eran Robert Cappa o Pierre Schœndœrffer, etc.

Ellos eran personas muy conscientes del compromiso moral que exige distinguir entre información y propaganda en su arriesgada profesión. Hoy se trata de otra cosa. Hay mucho chico aburrido en búsqueda de emociones fuertes con una cámara que hace las fotos sola, y los escenarios ya no ofrecen mucho peligro. Son platós al aire libre con servicio de catering.

Pero la existencia de seis millones de judíos, cifra maldita, no puede depender de una información/espectáculo diseñada ad hoc. Su conflicto se narra con los hechos, desnudos de toda retórica, de una lucha por la supervivencia. Por eso ellos han dado por perdida la batalla del espectáculo que les plantean sus adversarios.

Y yo me declaro sionista porque creo sinceramente que, correspondiéndonos a nosotros como espectadores de la tragedia aproximarnos a ese escenario, para desnudarlo de toda esa tramoya con la que los de siempre no cesan de disfrazar la historia, hay que hacerlo. Ni más ni menos que para exigir la verdad de esa historia. Y, después, elegir el campo.

Yo ya lo he hecho.

P.S.
En el escrito del que partía esta reflexión figuraba este enlace que os recomiendo ver. Un joven periodista italiano destacado en la zona nos ilustra con su propia reflexión. No sobre los palestino. No sobre los israelíes.

Sobre los periodistas.




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