Cuando yo era pequeño, en todos los aspectos, me sentía afligido a menudo cuando comparaba “lo español”, o sea todo lo que me rodeaba, con “lo de fuera”. Y fue precisamente entonces cuando empecé a tener la sensación de que estaba muy solo y de que más me valía hacerme a esa idea para toda la vida.
Esa sensación de soledad venía provocada por la bronca que montaban los miembros de mi entorno cercano, ante mis observaciones seráficamente irónicas sobre cualquier tema local. No hace falta aclarar que aquella conducta precozmente considerada como incorrecta pronto se convirtió en el rasgo más significativo de mi identidad que, tanto para mí como para mis censores, aún perdura. Y a mucha honra.
Y aunque en este caso no tenga ante mí una referencia social brillantísima, estoy en la Francia pre-electoral y el panorama político de nuestros vecinos da bastante pena, cuando estoy en el extranjero, la distancia se convierte en una especie de lente de aumento a través de la cual contemplo horrorizado los más descarnados detalles de nuestra condición de especie cimarrona.
Como siempre.
Y esto de “cómo siempre”, no es una coletilla ociosa. Como siempre, es algo muy significativo porque nos conduce a la conclusión de que el flotador-salvavidas-que-siempre-nos-salva-de-todo, el franquismo, no funciona ya desde hace tiempo. No era el franquismo lo que no me gustaba de niño. Lo que no me gustaban eran los españoles. Porque no se parecían a los de fuera; que sí me gustaban. Igual que ahora, que ya no está aquel santo.
Me he enterado de “escandalazo” del accidentado viaje del Rey y de sus consecuencias…¿cómo las llamaríamos? ¿socio-políticas? Bueno eso lo dejo para los cursis de izquierdas que siguen inventando palabras con guión. Resulta que al Rey no se le ocurre mejor cosa que cometer tres delitos distintos encausados por tres tribunales distintos, pero que han pronunciado una misma condena: “ABDICACIÓN ¡AR!”.
El primero es ausentarse sin permiso. Da igual que en ausencia de protocolos que regulen los movimientos privados del monarca, como es el caso al parecer, sea absolutamente legítima la posibilidad de interpretación de algunos de esos movimientos por su parte. ¡Nada de eso! ¡hasta ahí podíamos llegar! ¡por esa regla de tres cualquier día podría ponerse a comer sin lavarse las manos, porque no lo dice ningún protocolo! Y la pregunta es ¿sin permiso de quién?
El segundo es irse a África. Pero vamos a ver, ¿no había otro sitio más normal? ¿se ha tenido que acordar del continente más masacrado por los colonialistas, como si fuera un antiguo déspota negrero? Y, claro, para encontrarse rodeado de blancos ¡faltaría que se codease con los pobres negros masacrados y expoliados! Y la pregunta es ¿y qué pasa cuando privadamente y no como rey, va a salvar unos asuntos que acaban con la firma de una carga de trabajo millonaria para unos astilleros en, pongamos, Indonesia?
Y el tercero, claro, tiene que ver con la caza de un elefante. Es decir, con ese disparate que es la delirante Declaración Universal de los Derechos del Animal, obra suprema de unos sujetos que han estado generalmente muy vinculados a aquellos estados que no tuvieron, o aún no tienen, homologación democrática. O sea que tenían abolida la otra Declaración. La de verdad. La de los Derechos del Hombre. Los angelitos.
A ver. Vamos a dejar las cosas claras. A mí no me gustan las corridas. Y, sin embargo, defiendo el derecho a que tengan lugar. Incluso dejé de cazar en su día porque me pareció que me gustaban más los animales vivos que muertos. Pero no se me ocurriría prohibir la caza regulada, porque mis gustos solo son míos. Supongo que los que se escandalizan por la caza de un elefante ignoran todo aquello que rodea esa práctica, como ignoran casi todo lo que rodea al objeto de cualquiera sus ruidosas y canónicas condenas.
La verdad es que cuando he visto al Borbón disculpándose me ha entrado una cierta irritación. No por la forma. En eso es un maestro. El criterio escogido, por él o por sus asesores no puede ser más eficaz: la forma más fácil. Como un niño. ¡Huy lo siento! ¡no lo volveré a hacer!
Cualquiera de nuestro aguerridos políticos, en el prodigioso supuesto de que se le ocurriese pedir disculpas por algunas de las numerosas ocurrencias que nos obligan a padecer, se hubiera enrollado en una interminable jaculatoria de pedante retórica legalista, en la que acabaría señalando a otro como causante remoto de su chapuza.
No. Lo que me molestó es que el rey haya entrado en el juego. Que se haya dado por enterado de una bronca artificial, una vez más. Seguramente sus servicios le habrán recomendado como mal menor hacerse eco de la provocación, pero así y todo no me ha gustado. Precisamente porque no soy monárquico me gustaría que el rey ejerciera de ser normal y corriente, cuando no está en su trabajo. Me gusten más o menos sus aficiones.
Y, claro, he presenciado en la televisión, una vez más con rubor, esos concilios de obispos del ”progreso” que en juicios atronadores dejaban a Torquemada a la altura de un Pepito Grillo. ¡Que expresiones de cólera! ¡que venas hinchadas por el odio más impúdico!
Cualquier observador que desconociese el ambiente cotidiano de nuestro país estaría preguntándose que gravísimo conflicto de estado se estaría tratando. Habría que explicarle que la única institución que funciona desde hace cerca de cuarenta años sin grandes sobresaltos, si exceptuamos aquel en el que nos salvó nuestro culo democrático, y a diferencia de las bandas de rufianes que suelen habitar en el resto de las pretenciosas e inoperantes estructuras políticas, se ha convertido en el enemigo a batir en los últimos tiempos.
Primero por personas cercanas, la Princesa, Urdangarín etc, porque los conspiradores siempre son cobardes, y todavía el Rey impone respeto. Por cierto, cualquiera de esos aprendices de Bruto, perdería el trasero acudiendo a los pies del soberano a poco que este mostrase un improbable interés por él.
A través de todas estas maniobras, la única institución del Estado presentable fuera de nuestras fronteras está siendo objeto de un ataque combinado por parte de representantes de prácticamente todos los sectores ideológicos de la política. Y yo llevo años preguntándome porqué.
Y yo, que soy un anarquista viable, la única conclusión a la que llego es precisamente aquella que en mi niñez apareció cuando tuve conciencia de que, contradiciendo el discurso oficial, existía efectivamente otro mundo más allá de nuestras fronteras. La diferencia que he ido detectando con el tiempo respecto de nuestros vecinos más o menos próximos es que ellos no poseen desde hace siglos esa pulsión maldita que nos estimula a destruirnos mutuamente. En los salones o en los campos de batalla.
Y en períodos como el actual en el que la sangre no ocupa el primer plano, la escena requiere entonces un permanente ambiente de confusión y querella, que garantice la marcha hacia nuestro destino entrópico. Por eso una monarquía como esta, que se mantiene al margen de la bronca permanente y no sufre desgaste, y que la cobardía que padecemos admitió como mal menor en su día, está durando ya demasiado en su papel, y retrasa la llegada de un escenario soñado más que conocido, a lo 14 de Abril de 1931, que es el secreto deseo de casi todos los que me rodean.
Y lo peor es que hoy, como aquel fatídico día, ninguno de esos sabe de que se trata en realidad ni qué podría pasar al minuto siguiente de la caída de la monarquía.
Pero, según parece, eso es precisamente lo divertido.
Muy interesante tu exposición oh cuán irónica de datos y tus conclusiones. El problema de la República en España son los republicanos, entre los cuales hay gente perfectamente razonable y otros infantiloides que creen que con la República se atarán los perros con longaniza. Los peores son los que enarbolan una bandera derrotada y desprestigiada como la tricolor junto a rojas banderas que hacen presumir que un sistema republicano se dedicaría a levantar gulags en los Monegros. Yo prefiero lo malo conocido....
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