A veces uno preferiría no acertar en sus intuiciones. Hace unos días reflexionaba sobre la realidad de la juventud en los países del norte de Africa, y acabo de leer un artículo que analiza los actuales acontecimientos de Egipto desde una perspectiva no muy alejada de la que yo planteaba. Claro que esta vez el autor es alguien con una autoridad intelectual muy superior a la mía.
Se trata de Avram Miller. Este caballero es, ni más ni menos, que uno de los “abuelos creadores de internet”, tal como le gusta identificarse al sí mismo. Y aunque no es alguien apasionado por la geopolítica, acaba de publicar unos comentarios sobre la situación de ese país, que describen un panorama bastante desolador.
Así, un par de datos estadísticos elementales, tasa de la edad media de la población (24 años), y actual crecimiento económico anual (5%), son lo bastante expresivos como para deducir que esa tasa de crecimiento no es suficiente para absorber al creciente número de jóvenes que acceden al mercado de trabajo. Ni siquiera ningún país desarrollado, con fuerte incremento de población y un incremento de riqueza semejante, sería capaz de ofrecer oportunidades económicas a quienes, con poca edad, buscan trabajo y quieren casarse y formar una familia.
Esta constatación lleva al comentarista a deducir que, independientemente que el actual presidente Mubarak no haya estado, ni esté, muy interasado en ofrecer un futuro a sus conciudadanos, no parece que Egipto disponga actualmente de ningún otro líder alternativo que pudiera hacerlo, en las actuales circunstancias.
“Los jóvenes egipcios disponen de telefonía movil, Facebook y Twitter, mientras los que detentan el poder no saben siquiera servirse de un ordenador”, afirma Miller. Y si el fúturo economíco reside fatalmente en las nuevas tecnologías, la desmaterialización y los servicios, la ecuación planteada no parece ofrecer una solución muy sencilla.
El veterano científico da cuenta de tres aspectos de la triste realidad de Egipto, que podríamos hacer extensibles a la totalidad de los países árabes. En primer lugar, para un joven egipcio, la ayuda estadounidense de 1.300 millones de dólares anuales, si bien es una especie de maná para el estado, no significa ninguna ayuda concreta. Por otra parte, una mirada hacia el porvenir inmediato, tropieza con un negro horizonte en el que no se vislumbra ningún signo esperanzador. Y por último el presente no ofrece más que miseria, paro y holgazanería.
Y ni siquiera queda el mísero recurso de culpar a la fatalidad. La realidad verificable de ese pequeño vecino que es Israel la desmiente radicalmente. Los jóvenes israelíes disfrutan de la prosperidad económica, cultural y social, encarnando, hoy en día, una buena parte de la energía creativa del mundo. Esos jóvenes construyen su vida en base a un trabajo, que les permite formar una familia y desarrollarse como personas. Y eso, a pesar de verse obligados a contener sin descanso la embestida de los terroristas en sus fronteras.
No es dificil imaginar el rencor que puede surgir en la mente de esos desafortunados egipcios, frente a la prueba de su fracaso como sociedad que representa el estado de Israel. País, por cierto, que no figura en los manuales de geografía de los escolares egipcios (ver grabado arriba). Es el espejo en el que se ve reflejada su miseria y su existencia mediocre. La incapacidad humana que genera una civilización basada en una religión esencialmente fatalista y enemiga de toda iniciativa personal, estimula la huída hacia un espiritualismo redentor. En él, ese resentimiento se transforma frecuentemente en un odio mortal hacia esa referencia de su propio fracaso. Es más facil tratar de hacerlo desaparecer, y con él la causa de su amargura, que intentar imitarlo y tratar de lograr unos resultados que, como todo ser humano, tienen al alcance de su iniciativa y de su esfuerzo.
Por otra parte, estamos presenciando un fenómeno que es interpretado mecánicamente, una vez más, por los medios de comunicación. Estos establecen pretendidas analogías con fenómenos anteriores, como la caída del muro de Berlín, con las que las únicas concomitancias residen en la acción bastante desesperada de unos pueblos. Pueblos que, en definitiva, no hicieron nada durante generaciones por alterar la marcha lenta pero inexorable hacia el fracaso, a la que los condenaban sus respectivos regímenes.
Sin embargo, en mi opinión, tanto las causas inmediatas, la aceleración del progreso en los países más desarrollados, como las remotas, una paralizante estructura político–religiosa, representan, en su particular síntesis y en esa parte concreta del planeta, un caso que presenta las suficientes singularidades como para ser analizado al margen de la metodología habitual.
Y no perdamos de vista, que las materias primas energéticas, cuya posesión casi monopolística han permitido a esos países ejercer un papel de influencia fáctica en el mundo hasta el momento, si bien están condenadas al colapso a largo plazo, hoy por hoy aún poseen una capacidad letal para la supervivencia del mundo desarrollado. El petróleo es la más eficaz arma de destrucción masiva. Un corte súbito de su suministro sumiría a Europa en la Edad Media en el plazo de unos meses.
Tenemos actualmente ante nosotros un fenómeno social de primera magnitud, al que más nos convendría estar muy atentos. Ya hemos mirado para otro lado demasiadas veces con nefastos resultados.
No digáis que no os he avisado.
Es imposible prever hacia dónde puede evolucionar, o si se puede organizar o "dirigir" ese cambio, desde organismos internacionales, con el fin de evitar una radicalización que terminaría muy mal.
ResponderEliminarHa sido todo tan rápido que no ha dado tiempo ni a barajar hipótesis de salidas organizadas.
El coctel revolución, falta de ideas, extremismo, pobreza, petroleo e Internet, eso sí son armas de destrucción masiva.
Muy de acuerdo como siempre contigo, Saco sapientísimo y con el comentario de J.L.
ResponderEliminarA mí nada me hace más gracia que ver cómo los "expertos" una y otra vez se cuelan, y me gustaría que por una vez la primavera democrática y participativa no fuera un preludio a la noche del totalitarismo religioso. Le tengo miedo a los integristas y creo que ese miedo está justificado.
Toda la paz de que ha gozado Israel estos años -a pesar de la invasión del Líbano y los ataques de Hezbolá y Hammás- venía de la alianza tácita con Egipto. Desde la guerra del Yom Kipur Israel aprendió dos lecciones: que podía perder y que era mejor llevarse bien con Egipto. Y la lección para Egipto fue la misma: que al final perdían y que no ganaban nada. No quiero imaginar una pinza suní-chiita antijudía. Se puede organizar la de Dios es Cristo -Alá es Yahvé en la versión multicultural- y de ahí no salir nada bueno.