De pequeño, cuando comencé a frecuentar a los ciudadanos de mi clase, o sea a los niños, me encantaba dibujar caricaturas de los profes; entre otras cosas porque me proporcionaban un notable prestigio entre la peña. Aún conservo algunos libros de texto atiborrados de ellas en los escasos márgenes blancos de sus páginas.
Sin embargo, cuando la vida me condujo hasta la profesión de pintamonas en los papeles, nunca tuve la tentación de meterme en la nómina especializada de los caricaturistas. Y eso que siempre me fascinaron los rostros de las personas; y que, durante un tiempo, me gané la vida dibujando retratos de los protagonistas del momento.
Viene esto al caso de una reflexión que hace tiempo que me ronda la cabeza, y que trata sobre la naturaleza de los “humoristas” de nuestra historia reciente (la historia reciente de nuestro país empieza, como todos sabeis, con la llamada transición política).
Pues bien, por más que reviso mis archivos, salvo con la excepción del maestro Mingote (maestro por tantas razones), no encuentro ningún caso en el que el autor nos invite a una sonrisa sin hacer escarnio de alguien socialmente notable en base a una deformación de su imagen; ya sea esa escrita, dibujada o imitada de viva voz.
Es como si no fuesen capaces de inventar una historia divertida o ingeniosa protagonizada por la gente corriente. Como si algo en su personalidad les impidiese reírse de sí mismos. Que era lo que hacían los chistes de “antes”. Aquellos a los que mi abuela ramataba, después de troncharse de risa, con un: “ Pero eso eso no puede ser verdad…” Eugenio, su silla y su cigarrillo, constituyeron un singular ejemplo de archivo viviente de esas pequeñas obras del arte de hacer reir, lamentablemente desaparecido.
Esto me lleva a pensar que las nuevas generaciones de graciosos padecen algo así como un “síndrome caníbal” que les impide buscar el alimento de su ingenio fuera de esa dieta especializada.
No hay emisión radiofónica o espacio televisivo o papel impreso que no cuente en su nómina con un “imitador–caricato”, (o un comentarista sarasa, pero eso lo dejo para otro día). Sería seguramente muy interesante que alguno de los injustamente desacreditados psicoanalistas (argentinos lacanianos, o no), fuera rescatado del paro y nos ofreciese algún comentario sobre ese afán vampirista de la personalidad ajena que aqueja a esos profesionales; y, sobre todo, sobre el efecto catártico que estimulan en su público.
Esto último nos conduciría, así mismo, a una reflexión más profunda y general (si seguieramos la lógica de la oferta y la demanda) sobre esa característica ontológica de nuestro pueblo que se emparenta con la depredación. Pero ese es otro problema.
Aquí hay una larga tradición en el deporte del “despelleje”. Es cierto. Pero los innumerables seguidores que Quevedo ha tenido en los senderos de la ironía, la sátira y el remoquete, siempre demostraron, con mayor o menor fortuna, un trabajo del espíritu hecho en base a la aproximación al límite, justo sin rebasarlo. Claro, eso no es fácil; pero en eso consistía la cosa.
También en el territorio de la baja cuna cultural existieron talentos especialmente dotados para la guasa que, aunque nunca pasaron el fielato de la consagración, fueron avalados por esa otra academia de la lengua que es la transmisión oral. Este fenómeno es aún espléndidamente notorio en lugares de gran tradición humorística como es Cádiz.
Finalmente, al parecer también padecemos otros síndromes que limitan nuestra capaciadad para la risa. Son los derivados de ese otro chiste del que nadie se ríe y que se conoce como la “correción política”. ¡Ojito con reirse de los islamistas!¡…O de los gays! ¡…O de las feministas!¡Teneis montones de cristianos, de judíos y de leperos para desahogaros!¡Tengamos la fiesta en paz!
No está facil esto de la risa. No. A lo mejor es otra de las consecuencias de la revolución de las masas.
Y van…
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