"La cantidad de
rumores inútiles que un hombre puede soportar es inversamente proporcional a su
inteligencia."
Arthur Schopenhauer.
“Odia el pecado”, nos decían los catequistas
de nuestra niñez. Y lo malo no es que rechazar el mal, fuera cual fuera la
formulación que de este se hiciese, constituyera algo censurable. Lo malo era
el verbo.
El odio, esa poderosa emoción que encauza la peor
versión de nosotros mismos, fue explotada interesadamente, como energía
movilizadora, por toda clase de tiranuelos o tiranos, aprendices o diplomados.
Odiar es una pasión agresiva libre de cualquier sentimiento de culpabilidad,
porque el odio es instintivo o inducido. Nunca voluntario. Nadie decide, un
buen día, ponerse a odiar.
Estamos presenciando con una pasividad de
observador clínico -y también suicida- como el fenómeno del odio colectivo va
extendiéndose solapadamente en círculos cada vez más amplios de nuestra
sociedad, con una eficiencia muy superior a la que nuestra torturada historia
nos tenía acostumbrados, gracias a los nuevos vehículos de comunicación que el
progreso nos proporciona.
Pero el motor del odio necesita un combustible
y, en este caso, ese combustible sintético está formado por varios compuestos
altamente explosivos. El primero de todos ellos, y básico, fue colocado en la
probeta en los años del fatalmente recordado gobierno de Zapatero, y consistió
en el “afán infinito” de revancha. Este tomó como símbolo de referencia a un
abuelo sacrificado, al parecer, en el ara del Mal definitivo, inequívoco y
universal, que era El Franquismo.
Y digo “era” y no “había sido”, porque el
objetivo final de todo aquel proyecto era demostrar, con “pruebas” evidentes e
indiscutibles que, fuera de las fronteras del territorio ideológico de la
izquierda, “todo” sigue siendo franquismo. Eso, para los moderados de la progresía; porque
para los exaltados es puro fascismo. Y, claro, esos insondables abismos
ideológicos exteriores a las balizas de la verdadera y exclusiva moral de la
izquierda, siguen en ese proyecto más vigentes y amenazadores que nunca, en la
presente democracia surgida de la Transición.
En una situación política como la presente,
con un gobierno de derechas como el actual, que, además, dispone de una mayoría
absoluta, y con una oposición de izquierdas en trance de derribo incontrolado,
la presión sobre el acelerador del mencionado motor del odio se hacía
indispensable, como en todo trayecto cuesta arriba.
Travestir simplemente de franquismo al actual
gobierno no era tarea fácil ni convincente, vistos los resultados de las elecciones. No debió parecer prudente calificar de franquistas a todos los
electores que optaron por él. Eran demasiados, y demasiado importantes sus
potenciales votos. Se elevó el alza del arma propagandística, y se batió un
objetivo más lejano: la Transición.
Si se admitía que el núcleo de la célula de la
Transición había sido el franquismo en estado “aparentemente” terminal, resultaba
relativamente fácil atribuirle una vitalidad astutamente escondida, y con la
que habría sometido en aquella ocasión a los cándidos representantes de los
partidos de izquierdas, a un truco de trilero cuyas ganancias siguen siendo disfrutadas
por él hoy en día.
Los saldos deudores no cobrados, las víctimas
del Régimen, añadían un factor contable indispensable a una reclamación
“histórica”, de objetividad indiscutible.
Pero una de las características más
significativas del contexto del régimen franquista había sido la aparición de
un medio de comunicación, propio de todos los regímenes dictatoriales amparados
por la censura, que no es otro que el del rumor.
Cuando en una sociedad se instala el rumor
como categoría de veracidad, cualquier información que no circule por esas
oscuras galerías está condenada a la sospecha y la incredulidad. En realidad,
esa información desacreditada sustituye, hoy en día, a aquella derivada de la censura, en
tiempos de Franco, por su supuesta sumisión a los “poderes fácticos”, en el
“análisis” de la actual izquierda. La izquierda necesita imperiosamente una
censura, que dé verosimilitud a sus manipulaciones de la información vehículadas en forma de filtraciones, rumores o "fuentes de toda solvencia".
Y, si no la tiene, la inventa. Como
actualmente.
Si a eso añadimos la fidelidad ciega, y la
convicción de ser víctimas heroicas, que suele nutrir el alma de los habitantes
de cualquier catacumba, tendremos el cuadro completo de los componentes del
combustible del motor del odio.
Siempre he sostenido que lo que se conoce como
derecha es un simple invento referencial de la izquierda que, como cualquier
invento ideológico necesita fronteras que determinen lo excluido, “lo que no
es”, véanse por ejemplo los nacionalismos. Así pues, si lo que no es la
izquierda, llámese como se quiera, sigue sin denunciar este estado de cosas, y
no termina de atribuirle una importancia que transcienda la mera aritmética
electoral, me temo que la ola terminará por alcanzarnos de lleno.
Esperemos que no sea un tsunami.
Como siempre, tocayo querido, tus opiniones no son opiniones sino certeros diagnósticos. Y asusta pensar en las consecuencias...
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