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lunes, 13 de enero de 2014

Una armónica disonancia.


Mí querido y respetado amigo Joseán Blanco ha publicado un artículo en elDiario.es (http://www.eldiario.es/norte/menoslobos/Sobredosis-ficciones_6_216688344.html) que os recomiendo, en el que con su sobrio y ajustado estilo habitual se apoyaba en otro de Antonio Ribera para dejarnos unas reflexiones sobre las medidas a tomar en la reconstrucción de una democracia supuestamente tambaleante.


Me ha gustado mucho, como suele sucederme con todo lo que escribe. Tanto por la honestidad que envuelve habitualmente sus comentarios, como por su rechazo de cualquiera de los muchos estereotipos que han ido balizando desde hace unos años el discurso de unos y otros.


Como suele suceder, mantengo ciertas discrepancias con algunos de los argumentos que utiliza en su relato. Y por eso me he puesto escribir. Dios, y él, disculparán semejante osadía.


Para empezar, y esta argumentación afecta a los diversos aspectos que trata el artículo, no me parece que la democracia liberal se funde sobre una falacia, en la que unos derechos se convierten en retóricos por no corresponderse con la desigualdad de recursos económicos de los ciudadanos.


En mí interpretación de la naturaleza esencial de la democracia, esta se basa sobre el reconocimiento de la capacidad de cada cual, si las leyes le protegen, para alcanzar el grado deseado de felicidad o, lo que es lo mismo, de satisfacción de sus legítimas aspiraciones. Esto no implica, y de ahí es de donde parte todo el malentendido a mí juicio, que esos anhelos deban ser idénticos para todo individuo, y aún menos que exista un orden jerárquico en su relación.


Uno de los recursos más solapados, pero más eficaces, del ejercicio del poder consiste en inducir por el medio que sea una catálogo de aspiraciones modélicas y aparentemente al alcance de cualquiera, cuyos símbolos son tan elementales que no requieren ni siquiera que el sujeto esté alfabetizado. El paradigma de esas aspiraciones lo representa el dinero.


Ese símbolo del valor de las cosas, ha tenido una indudable eficacia como medio; porque establecía en teoría un elemento homogeneizador simbólico que permitía un trueque más equilibrado entre los diferentes y heterogéneos productos de la creación humana. Pero eficaz en la medida que conservase exclusivamente su  papel de herramienta en esa relación comercial. Lo que no fue el caso.


Cuando la dinámica de la historia, o de su manifestación más perversa que es el poder, han identificado la acumulación de dinero con la única finalidad indiscutida de la existencia, las diferencias de origen, lógicamente establecidas en función de la mayor o menor disposición del mismo, han determinado un concepto abstracto y falaz como es la llamada injusticia social y su no menos falsa formulación ontológica, el determinismo social.


En mí criterio, la democracia define, otorga y defiende como ningún otro sistema de organización social el único atributo que hace de nosotros unos individuos, y que es la libertad.


Ese es su único propósito, y no hace más que proporcionar un escenario de igualdad, en cuanto a los derechos que garantizan esa libertad, precisamente porque reconoce la singularidad de los seres humanos al definirlos como individuos.


Diferentes tanto por su circunstancia física como, en teoría,  por el catálogo de sus aspiraciones.


En ningún lugar de la Declaración Universal se establece definición alguna de la felicidad ni de los caminos para alcanzarla, aunque esa finalidad genérica sí esté explícitamente señalada como propósito básico de la misma. Y mucho menos aun se presentan como garantes del éxito de la búsqueda de cada cual.

De donde se deduce que la denuncia de una supuesta insuficiencia democrática, por parte de aquellos que no consiguen sus ambiciones grandes o pequeñas, calificándola de falsa democracia, frente a una delirante "democracia auténtica" sinónimo de estado de beneficencia total, simplemente corresponde a un actitud anti-democrática. 


A partir de estos presupuestos, constatar que las diferencias sociales engendran una evidente injusticia, en cuanto a las oportunidades de alcanzar lo que se considera el bienestar, no deja de ser una afirmación objetivamente cierta, pero fraudulenta.


Nadie debate sobre una posible definición del concepto de bienestar; más allá de las necesidades básicas de supervivencia naturalmente, cuya utilización como argumento en el debate demostraría una miserable ausencia de honradez intelectual.


Y, sin embargo, ahí está la clave del problema, en mí opinión. Salvo que admitamos que un error compartido por millones de personas deja de ser un error, la ausencia de actitudes individuales significativas que establezcan prioridades vitales solo parcialmente condicionadas por los medios económicos, demuestra un nivel de carencia de iniciativa poco acorde con las capacidades del individuo. Esto sucede en sociedades, como la nuestra, que han superado ampliamente el umbral las mencionadas necesidades de supervivencia.


Algo debe tener que ver en este fenómeno social la educación. La actual educación es la vía por la que circula el fluido de una concepción del poder económico como prioridad, en sus diversos niveles, en el que los distintos símbolos que el consumo pone al alcance de los ciudadanos, constituyen los signos de evidencia de patéticos triunfos o fracasos en esa desenfrenada carrera hacia ningún sitio.


Tal vez suene a provocación la declaración de que no tengo nada en contra de los ricos ni de los poderosos, sencillamente porque yo soy un desobediente y además no corro en su circuito. Y, así mismo, tampoco tengo especial simpatía o antipatía por esos aspirantes a ricos que son los pobres de occidente. Ellos si corren en el circuito mencionado, pero en los puestos de atrás en la salida. Su lucha para tener una más justa oportunidad de hacerse con la pole position, es algo que me resulta moderadamente interesante.


Josean Blanco recorre con lucidez el itinerario de las contradicciones que nuestro sistema padece y hay un punto de amarga y lúcida ironía en su relato. Nuestro único desacuerdo tal vez se reduzca al número y naturaleza de los componentes del catálogo de mentiras y mitos que balizan ese camino.


O, a lo mejor, también en ese concepto cristiano de la compasión que el llamado estado laico secularizó, como todos los demás por cierto, denominándolo con ese neologismo del siglo XIX que es la solidaridad, y que no es apto en mí vocabulario. Ni tampoco la denominada distribución de la riqueza. ¿La riqueza? ¿Porqué hay que ser rico? ¿Proporciona alguna satisfacción especial el alcanzar ese estatus, más allá del sempiterno reto de serlo cada día más? Allá cada cual.


Como no creo que pueda comer más de un par de bocadillos de Ibérico al día hasta que me muera, en eso al menos ningún rico será más rico que yo, o se morirá de indigestión.


Se han dado casos.


1 comentario:

  1. Muy bien el artículo de tu amigo. Me quedo con "La vida política parece haberse vaciado de grandes proyectos y de ideas nobles para convertirse en una representación, en una especie de juego de machos en donde los aspavientos y la exhibición de cornamentas ocupan el lugar de los debates para alcanzar acuerdos" que parece aludir directamente a Paco Holanda.
    Siempre me ha interesado mucho el tema de la libertad. Para mí es MEDIO y FIN. Fin en la medida en que aprender a ser libre es aprender a ser maduro. Medio en el sentido de que las sociedades libres se adaptan mejor a los cambios y son más prósperas que las esclavas. Por ejemplo.

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