Siempre me interesó el irregular director de cine John Boorman, que estaba fascinado por los
efectos explosivos que provoca la proximidad paradójica de una civilización
súper-desarrollada con un mundo salvaje y primitivo, en el continente americano.
Incluso en los USA, como en Deliverance.
En esta película, una banda de capullos ociosos en camiseta
de neopreno, se tropieza con una comunidad de blancos primitivos, que viven de
manera semisalvaje (hillbillies), en un valle que va a ser inundado
por la civilización que representa una gran presa hidroeléctrica en construcción.
Y se arma la de dios.
En La selva esmeralda,
una sofisticada explotación petrolífera se codea, con un bardal como frontera,
con una tribu de aborígenes que, mediante unos misteriosos polvos que se meten
por la nariz, se creen invisibles. La
película acaba bien, gracias a dios y a un sabio chamán, y cada mochuelo vuelve
a su rama.
A veces pienso que lo más parecido que han conseguido hacer
los europeos, respecto de la problemática e imprevisible promiscuidad cultural,
es esa intromisión en los mundos ajenos, siempre bien protegida por el
preservativo tecnológico, que es el París-Dakar.
Aquí, en este viejo continente recauchutado de sus múltiples
pinchazos históricos, somos como uno de esos gatos perezosos y bien alimentados
que no han cazado un ratón en los últimos treinta años y, cuando encuentran uno
aplastado por un camión, le disecan la cabeza para colgarla en el cuarto de
estar.
En la Francia actual han acuñado un término eufemístico, les quartiers sensibles, heredero de
otro algo menos cool, les banlieues
problématiques de los años ochenta, para designar a aquellos barrios en los
que dentro de poco, si alguien no lo remedia, un musulmán con barba pedirá el
pasaporte. Esa frontera ya existe.
Dos mundos que no tienen nada que decirse porque no
comparten ningún código conceptual, se rozan con una calle de por medio, y hace
ya tiempo que salen chispas; y, como suele ser frecuente, términos como los
descritos, sabiamente escogidos, tratan de neutralizar ese grave problema con
la eficacia de una tirita sobre una herida gangrenada.
De nada han servido, sino para empeorarlo, los sucesivos
“Planes Marshall para los Suburbios” aplicados limitadamente por los sucesivos
gobiernos, desde el estallido de la emigración ilegal.
Y eso es así porque ningún gobierno puede enfrentar el
verdadero problema, sin poner en riesgo sus resultados electorales, dadas las
causas que lo origina.
Y es que ese problema tiene que ver con las contradicciones
intrínsecas de un sistema de protección social, como el que propone la insaciable
sociedad del bienestar, que no tenía prevista la “original” interpretación y
uso que de él suelen hacer las personas procedentes de otras “civilizaciones”.
Dada una sociedad que, entre otros privilegios innatos,
pretende gozar de una confortable buena
conciencia social, a cargo del contribuyente, plantear un discurso de
cumplimiento riguroso de la leyes republicanas provee de munición política de
grueso calibre a un izquierdismo prescriptor, y detentador en exclusiva, de las
reglas del buenismo imperante.
Hoy en día, pasearse por ciertos barrios, no tan periféricos
como podría esperarse, de las ciudades y pueblos franceses, supone una
experiencia que no se aleja demasiado de la del turismos solidario de ciertas ONGs por los confines de la
civilización occidental.
Pero basta medir la altura de la cintura a la que suelen
situar los pantalones los jóvenes actores de la actual realidad (procedente,
como muy bien apunta mi amigo Magnolio, de la imagen de los delincuentes en los
penales a los que se les prohíbe el uso del cinturón) mientras gozan extasiados
de la diarrea semántica de esos nuevos predicadores
de la libertad patibularia que son los raperos.
Síntomas como ese, además de hallazgos lingüísticos como el
de las tribus urbanas, no dejan de
ser expresivos de una realidad que mantiene perplejo a cualquier ciudadano
sensato, que no sea adicto al vértigo que provoca este recodo de la evolución
humana en el que derrapa, más o menos controladamente, la actual sociedad de la
globalización.
Parece evidente que, con control o sin él, el paradigma
social existente hasta hace unos años está cambiando. La mala noticia es que
las normas protocolarias del nuevo no están siendo redactadas por nadie, y su
perfil es más bien gaseoso; a eso contribuyen también generosamente los innumerables
profetas de los fines de la civilización y otras divertidas elucubraciones con
las que vamos pasando el rato.
Uno echa en falta a los verdaderos intelectuales y su papel
orientador y estimulante. Quién sabe, tal vez sea una especie en extinción.
Si eso fuera así, sí que sería el principio del final. Como
en tiempos de los dinosaurios…
Dios no lo quiera.
¿Cómo que echas en falta a los verdaderos intelectuales? ¿Y qué somos tú y yo, eh? Lo inquietante de las tribus de las zonas de Non-Droit en Francia es esa manía de quemar coches...
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