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jueves, 2 de enero de 2014

Roces y sarpullidos.




Siempre me interesó el irregular director de cine  John Boorman, que estaba fascinado por los efectos explosivos que provoca la proximidad paradójica de una civilización súper-desarrollada con un mundo salvaje y primitivo, en el continente americano. Incluso en los USA, como en Deliverance.



En esta película, una banda de capullos ociosos en camiseta de neopreno, se tropieza con una comunidad de blancos primitivos, que viven de manera semisalvaje (hillbillies), en un valle que va a ser inundado por la civilización que representa una gran presa hidroeléctrica en construcción. Y se arma la de dios.



En La selva esmeralda, una sofisticada explotación petrolífera se codea, con un bardal como frontera, con una tribu de aborígenes que, mediante unos misteriosos polvos que se meten por la nariz,  se creen invisibles. La película acaba bien, gracias a dios y a un sabio chamán, y cada mochuelo vuelve a su rama.



A veces pienso que lo más parecido que han conseguido hacer los europeos, respecto de la problemática e imprevisible promiscuidad cultural, es esa intromisión en los mundos ajenos, siempre bien protegida por el preservativo tecnológico, que es el París-Dakar.



Aquí, en este viejo continente recauchutado de sus múltiples pinchazos históricos, somos como uno de esos gatos perezosos y bien alimentados que no han cazado un ratón en los últimos treinta años y, cuando encuentran uno aplastado por un camión, le disecan la cabeza para colgarla en el cuarto de estar.



En la Francia actual han acuñado un término eufemístico, les quartiers sensibles, heredero de otro algo menos cool, les banlieues problématiques de los años ochenta, para designar a aquellos barrios en los que dentro de poco, si alguien no lo remedia, un musulmán con barba pedirá el pasaporte. Esa frontera ya existe.



Dos mundos que no tienen nada que decirse porque no comparten ningún código conceptual, se rozan con una calle de por medio, y hace ya tiempo que salen chispas; y, como suele ser frecuente, términos como los descritos, sabiamente escogidos, tratan de neutralizar ese grave problema con la eficacia de una tirita sobre una herida gangrenada.



De nada han servido, sino para empeorarlo, los sucesivos “Planes Marshall para los Suburbios” aplicados limitadamente por los sucesivos gobiernos, desde el estallido de la emigración ilegal.



Y eso es así porque ningún gobierno puede enfrentar el verdadero problema, sin poner en riesgo sus resultados electorales, dadas las causas que lo origina.



Y es que ese problema tiene que ver con las contradicciones intrínsecas de un sistema de protección social, como el que propone la insaciable sociedad del bienestar, que no tenía prevista la “original” interpretación y uso que de él suelen hacer las personas procedentes de otras “civilizaciones”.  



Dada una sociedad que, entre otros privilegios innatos, pretende gozar de una confortable buena conciencia social, a cargo del contribuyente, plantear un discurso de cumplimiento riguroso de la leyes republicanas provee de munición política de grueso calibre a un izquierdismo prescriptor, y detentador en exclusiva, de las reglas del buenismo imperante.



Hoy en día, pasearse por ciertos barrios, no tan periféricos como podría esperarse, de las ciudades y pueblos franceses, supone una experiencia que no se aleja demasiado de la del turismos solidario de ciertas ONGs por los confines de la civilización occidental.



Pero basta medir la altura de la cintura a la que suelen situar los pantalones los jóvenes actores de la actual realidad (procedente, como muy bien apunta mi amigo Magnolio, de la imagen de los delincuentes en los penales a los que se les prohíbe el uso del cinturón) mientras gozan extasiados de la diarrea semántica de esos nuevos predicadores de la libertad patibularia que son los raperos.



Síntomas como ese, además de hallazgos lingüísticos como el de las tribus urbanas, no dejan de ser expresivos de una realidad que mantiene perplejo a cualquier ciudadano sensato, que no sea adicto al vértigo que provoca este recodo de la evolución humana en el que derrapa, más o menos controladamente, la actual sociedad de la globalización.



Parece evidente que, con control o sin él, el paradigma social existente hasta hace unos años está cambiando. La mala noticia es que las normas protocolarias del nuevo no están siendo redactadas por nadie, y su perfil es más bien gaseoso; a eso contribuyen también generosamente los innumerables profetas de los fines de la civilización y otras divertidas elucubraciones con las que vamos pasando el rato.



Uno echa en falta a los verdaderos intelectuales y su papel orientador y estimulante. Quién sabe, tal vez sea una especie en extinción.



Si eso fuera así, sí que sería el principio del final. Como en tiempos de los dinosaurios…



Dios no lo quiera.


1 comentario:

  1. ¿Cómo que echas en falta a los verdaderos intelectuales? ¿Y qué somos tú y yo, eh? Lo inquietante de las tribus de las zonas de Non-Droit en Francia es esa manía de quemar coches...

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