Estos días he recibido tres correos; dos de ellos son
movilizadores de la conciencia cívica para cualquier persona decente, sin
reclamar explícitamente esa intención; el tercero, por el contrario, consiste
precisamente en una demanda de firma al final de una lista, como en los mejores
tiempos de los linchamientos de papel de los años ochenta.
Además los dos primeros provienen de dos de vosotros, lo que
les confiere un interés y una garantía añadidos.
En el primero de ellos, mí buen amigo Luis me confía su
arrebatado malestar frente a la situación general de nuestro país, enfocada en
su caso desde el ángulo de la insoportable proporción de responsables políticos
a los que se les han destapado sus manejos de corrupción. Apoya su comentario
con una lista de 129 nombres y cargos imputados en los tribunales, o depurados
de sus respectivos partidos políticos. Luego habría que calcular la proporción
de los impunes y sumar.
Dicho así, incluso podría parecer una banalidad. Y lo malo
del caso es que efectivamente lo es. La salud moral de una sociedad se mide,
entre otras cosas, por el grado de permeabilidad que presenta frente a los
abusos del poder. Una sociedad permisiva con esos abusos, denota una grave
dolencia que solo se desarrolla en el sentido de su agravamiento, ya que en la
complicidad de sus miembros se encuentra su principal factor de impulso.
Cuando una sociedad convive sin mayores sobresaltos con la
inmoralidad oficial, esa inmoralidad se transforma en una forma de vivir. O
mejor, en “la forma de vivir”. Acordaros de la sociedad europea más civilizada
de los años treinta y su acrítica actitud durante doce años frente a la senda
emprendida hacia la barbarie.
A veces tengo la desastrosa sensación de que el único
reproche que suscita la corrupción entre el personal, es la de la “injusticia”
que supone el desigual nivel de oportunidad para ejercerla que ofrece la
sociedad.
La misiva de mi amigo parece albergar un poco de esperanza
en la llegada del “rescate” por parte de los que un dirigente comunista bautizó
como “los hombres de negro”. Estos cocos siempre exhibiendo su legendaria
originalidad para con sus ocurrencias pretendidamente ingeniosas.
Efectivamente ese rescate
proporciona, para empezar, una evidencia impagable. La evidencia de una
sociedad secularmente secuestrada por
el poder de los mediocres. Y quien dice el poder dice la corrupción, que como
todos sabemos consiste en vender ese poder en pequeñas (o grandes) proporciones
a cambio de pasta.
Durante treinta años de profesión he tenido la oportunidad
de vivir en primera persona casos inauditos de corrupción llevados a cabo por
personajes de primer nivel político, cuyo grado de miseria moral solo era
comparable al de su codicia.
Con la ventaja sideral que me proporciona mi actual
beatífico estado de jubilado, algún día nos cabrearemos a gusto juntos, cuando
os cuente esas historias con nombres y apellidos.
En cualquier caso, la carta de mi amigo Luis sí que indigna.
Y no las babas de un viejo chocho en busca de notoriedad.
La segunda misiva también me la remite otro querido amigo de esta tertulia, Eduardo. En ella se incluía un montaje tipo power point, en el que se incluían los datos objetivos de la labor de la iglesia Católica, en términos de asistencia social.
Ni que decir tiene que mis opiniones sobre este y otros
asuntos relacionados con esa iglesia, carecen en absoluto de ningún condicionamiento
religioso, dada mí condición de agnóstico declarado y consecuente.
Pero agnóstico no quiere decir enemigo de esa religión ni de
ninguna otra, siempre que entendamos por religión aquellas
convicciones profundas que cada individuo de forma íntima posee, con relación a
la existencia y sus posibles explicaciones.
La iglesia Católica es otra cuestión. Es una organización
social y pública, cuya trayectoria histórica está llena de claroscuros, desde
la perspectiva moral actual, pero que hoy en día no me parece que tenga mucho
que reprocharse, si la comparamos con otras instituciones igualmente sociales y
públicas.
Pero hay aspectos de esa iglesia, poco o nada conocidos, que
por la magnitud de las cifras que el documento que he recibido expone de forma
ordenada y clara, deberían ser difundidos en esa enorme galaxia de comecuras que nos rodea sin compasión.
Las cifras de la labor de asistencia social llevada a cabo
por esa institución son demoledoras, tanto en el número de personas asistidas
como en su costo. Me he molestado en hacer la suma de ese coste en hospitales,
colegios, albergues, centros de reeducación, misiones, cáritas, etc etc, y me
salen 276 millones de euros anuales. Pero hay más; la conservación y
mantenimiento de la parte del patrimonio artístico que está bajo su
responsabilidad le ahorra 36.000 millones anuales de euros al estado…
Sin embargo, el aspecto más notable que presenta todo eso es,
en mí opinión, el carácter benévolo que tienen las innumerables
contribuciones de esfuerzo personal, frente a los casos de sobra conocidos de
oenegés montadas con el exclusivo propósito de crear puestos de “trabajo”
remunerados por el estado, sin que se les conozca actividad alguna.
Lo dicho, una cosa es saber que la iglesia realiza una labor
esencial de asistencia, y otra poner las cifras sobre la mesa.
La tercera misiva no se me envió. Se me coló en mi correo
sin mí consentimiento, a través de ese prodigio de voyerismo/exhibicionismo que
es Facebook.
Se trata de una carta de solicitud de proceso para una
persona, con esperanza de cárcel, y con una lista de nombres debajo, en la que
se me solicita mi indignada participación en el linchamiento y su
correspondiente certificado de autentificación mediante mi firma.
Yo, sinceramente, creía que esas cosas formaban parte de
aquella añorada (por algunos) época de los ochenta con su mala leche disfrazada
de infantiloide ingenuidad. Pero no. El remitente, Máximo Pradera, es un personaje que desde que tuvo el infortunio de
nacer en casa de su padre, no para de buscar con desesperación una oportunidad
de acercarse a la “talla intelectual” de aquel.
Pero, a pesar de que los
poderosos amigos de su poderoso padre han tratado de ponerle toda clase de
andamios para que el chaval consiga una miaja de notoriedad, el joven Max, como
le gusta que le llamen, no posee la indudable habilidad para el manejo eficaz
de la oportunidad del que gozaba su padre y sus dos abuelos.
Porque en al caso de Máximo
Pradera estamos ante uno de esos fenómenos históricos del franquismo, que
serviría para describir todo un paradigma del poder y su ejercicio.
Empezando por su bisabuelo
Víctor del que se dice, «El nombre de Víctor Pradera –ha
escrito el Jefe del Estado (Franco)–, unido para siempre a nuestra historia,
obliga sin distinción a todos los españoles.»
El padre de esta perla,
Javier Pradera, incombustible "intelectual" de toda la vida, comprendió muy pronto (no fue el único) que, entre aprovechar
la inercia política creada por su abuelo y su padre, dirigentes fascistas rama
tradicionalista asesinados por los nacionalistas vascos (lo que le valió
al primero la concesión por parte de Franco del condado de Pradera) y ejercer
así de huérfano del Régimen o, por el contrario, arrimarse al futuro que
representaba en los años cincuenta el Partido Comunista, esta última opción era
estéticamente más atractiva, en aquellos años del despertar ideológico de la
universidad.
Pero la cabra tira al monte,
como se suele decir, y, mira tú por donde, el pollo no encontró en toda la
universidad mejor novia con la que casarse que con la hija de Rafael Sánchez
Mazas, compañero del alma de José António Primo de Rivera, uno de los fundadores de Falange Española y también uno de los autores de
la letra de su himno.
Claro que a Sánchez Mazas,
como a multitud de aguerridos fascistas del franquismo, le salieron rana los
descendientes, los Sánchez Ferlosio, y todos ellos se adhirieron con entusiasmo al PC burgués de
Jorge Semprún. No al proletario de Santiago Carrillo, claro.
A eso se lo llama asegurarse un futuro.
A eso se lo llama asegurarse un futuro.
La verdad es que siempre
pensé (en mi entorno era corriente), que la razón inconsciente por la que los
hijos de los franquistas notables y poderosos se hacían de izquierdas era muy
simple. ¿Quién es realmente poderoso? el que no pierde nunca ¿y cómo se hace
para no perder nunca?
Fácil. Apostando a todos los
caballos de cada carrera.
Javier Pradera fue algo así
como un Günter Grass español. Se paso la vida sacándoles los trapos sucios a
todo aquel que podía hacerle sombra. Hasta que se convirtió en el palanganero
de Felipe González, mediante al título honorífico de “uno de los tíos más
listos de España”, que le otorgó otro falangista hijo de falangistas que se
llamaba Juan Luis Cebrían, cuando pasó de director de los informativos de la TV
de Franco a director de El País.
Así es que nuestro amigo
Máximo Pradera tenía, como todo dios, un bisabuelo paterno y un abuelo materno. Pero en su caso uno era jefe de la Comunión Tradicionalista, y el otro jefe
de la Falange. Y eso hacía que en él
se cumpliese de forma natural el famoso Decreto de Unificación en virtud del cual
Franco acabó con las ambiciones de ambos grupos y creó la Falange
Tradicionalista y de las Jons.
O sea a Máximo (o mínimo)
Pradera.
Una gota de pura valentía, vale más que un océano cobarde, decía Miguel Hernández y al leerte, he disfrutado de tu veracidad -única forma expiable de virilidad- y admirado tu sencilla forma de contar las cosas: coja usté un pizca de valor, otra parte de inteligencia, y otra de sensatez, lo mezcla bien mezclado y le sale un texto de Saco.
ResponderEliminarAh, chaquetas y chaqueteros,que razón tenía Tancredi, "es necesario cambiarlo todo para que todo siga igual"... ¡Si yo te contara! ¿Pero qué te voy a contar que no sepas ya muy bien?