Jadis, si je me souviens
bien, ma vie était un festin où s'ouvraient tous les coeurs, où tous les vins
coulaient.
(En alguna ocasión, si mis recuerdos son
ciertos, mí vida era un festín donde todos los corazones se abrían y todo los
vinos fluían) Arthur Rimbaud, Une Saison en Enfer.
Ayer he estado viendo en la cadena ARTE, la parte documental
de un ciclo cinematográfico dedicado a Fassbinder.
Con este director me ocurre lo mismo que con esa fotocopia
borrosa de él que es Pedro Almodovar. Ambos personajes me producen una especie de aversión previa –no
necesariamente como cineastas, aunque no sé muy bien como se separa una cosa de
la otra– que me resulta inevitable, aún reconociendo su carácter arbitrario y
por lo tanto dudosamente justo.
Por eso ayer noche me dispuse a someter ese molesto
prejuicio a un informe bastante extenso sobre el director, a fin de obtener los
datos indispensables para confirmar o modificar mi intuición previa. Una vez
más, a pesar de la desconfianza ontológica que profeso hacia cualquier
intuición, mi primer juicio se confirmó.
Rainer Werner Fassbinder, al que hay que reconocerle esa
fuerte personalidad y determinación que se requieren para conseguir el obsesivo
fin de pasar a la historia a toda costa es, por así decirlo, un arquetipo. Tal
vez uno de los más terminados que yo he conocido.
Probablemente se deba a la época en la que se produjo. Los
años setenta. Los años en los que nos cegaba la intensa luz rasante de un amplio
y brillante crepúsculo. El de la extinción definitiva del gran mito agresor de
la modernidad, que se había iniciado en el siglo XIX.
Vista desde la perspectiva de hoy, la figura de este
“artista” resulta patética hasta el sollozo. Sus desesperados esfuerzos por
dar sin descanso una vuelta de rosca más a una supuesta provocación que sólo excitaba
a la banda de lameculos que le aplaudían las gracias con babosa reverencia,
sugieren más la necesidad de un asilo para niños malqueridos que otra cosa.
En un momento del reportaje, pasaron la filmación de una
violenta discusión del artista con su madre. Ojo al detalle de la premeditación
de filmarla y de escoger precisamente a “su madre”. En ella ambos debatían
sobre un hecho que ocupaba aquellos días la primera de todos los medios
alemanes de la época; los sucesivos suicidios en la prisión, de los miembros de
la banda de asesinos conocida por la RAF, o banda de Baader.
Resumiré esa interesantísima discusión con una frase del
sujeto, cuando su madre reprocha a los terroristas el hecho de ir matando fríamente
a los rehenes de un secuestro; “…/…¡no son asesinos! Los asesinos no tienen razones
para hacer lo que hacen; “ellos” sí las tienen…”
Debo decir, entre paréntesis, que la personalidad del
sicópata Baader y la del director Fassbinder poseen a mi juicio múltiples puntos
de coincidencia.
En otro momento del documental, Daniel Cohn Bendit, que
interviene como testigo de la época de aquella Alemania, declara que lo que
realmente reprochaba Fassbinder a la sociedad de su país era el hecho de haber
“desaprovechado” la oportunidad que el final de la guerra le había ofrecido, y
el haberse convertido en una sociedad capitalista y mediocre, únicamente
interesada en el desarrollo económico.
Naturalmente os habréis dado cuenta de que en esa
declaración falta un dato esencial: ¿en qué consistía “la oportunidad perdida”?
No es difícil responder a esa pregunta. Se puede suponer sin
temor a error que se trataría de la “posibilidad” de convertirse en una
sociedad anti-burguesa. Y, claro, una sociedad anti-burguesa es una sociedad
proletaria. Porque, de momento, dos y dos son cuatro mientras no terminen de
de-construir a Euclides. Que todo se andará.
Pero lo más interesante de esa declaración es la naturalidad
con la que Dany “el rojo” se dirige al espectador; como si el reproche del
cineasta que él describe fuera la cosa más evidente del mundo ¡aún hoy en día!
Eso sí, sin mencionar lo de la “sociedad proletaria”, para evitar que nos
muramos de risa. Decididamente son incorregibles.
De cualquier manera y visto hoy con ironía, la cosa no
debería de pasar de ser un siniestro recuerdo de una época muy confusa. Pero es
algo más grave a mí entender y por eso me he detenido a reflexionar sobre ello.
A principios de los ochenta, Don, un alemán amigo mío más
joven que nuestra generación, la de
Fassbinder, Cohn Bendit y la mía, tuvo la arrogancia juvenil de dedicar, ante mí, exactamente
el mismo reproche a aquella España que a la sazón comenzaba la Transición. Lamentaba
mí amigo dolorosamente nuestra pérdida de “la oportunidad” proporcionada por la
muerte del dictador. Es decir que, diez años después de hacerlo Fassbinder, la
siguiente generación no había encontrado nada mejor para meterse en la mollera
que aquel discurso surgido de una infancia malherida.
Mi amigo Don murió lamentable y prematuramente, como Fassbinder, de un
atracón de sustancias estimulantes.
Y, por si fuera poco, la muy prestigiosa cadena
franco-alemana ARTE considera actual el discurso de aquel ser desgraciado –elevado
hoy en día al más alto pináculo de los altares de la Religión Progresista–, como
elemento de reflexión (o tal vez de reproche) en torno a la actual sociedad
alemana.
Fassbinder, a juzgar por los datos biográficos
proporcionados por el documental y por los extraídos por mí de Internet, fue un
espécimen arquetípico propio de la situación política en la que se encontraba la mitad occidental del
mundo, durante la guerra fría. Con el factor añadido de las circunstancias
especiales que se daban en la Alemania del momento.
No sólo se trataba de una especie de Rimbaud feo, con su disfraz,
más de “caduco” que de “decadente”, su malditismo trasnochado, y su obsesión
suicida por “desarreglar” sus sentidos para así convertirse en “un caso”.
Además era un niño de la guerra, nacido 23 días después del grandioso Ocaso de
los Dioses Rufianes, en el conocido como “Año Cero” de la reciente historia alemana.
Tuvo una niñez triste y difícil. Padres divorciados, cuando
tenia seis años. Madre tísica. Educado a saltos entre vecinos, su madre, su
nuevo padrastro y, a la muerte de este, su padre natural, médico expulsado de
la comunidad sanitaria por alcohólico, o tal vez por abortista.
A los trece años ayuda a ese padre, reconvertido en
especulador de la miseria ajena, a reconstruir casas destinadas a ser alquiladas
a algunos de los millones de emigrantes que atrae cada día el milagro alemán. Estos hombre
solitarios y excluidos empiezan a interesarle desde otro punto de vista al joven Rainer, que se asocia
con un amigo homosexual para ligar con ellos en las estaciones de llegada.
Esa condición de homosexual se convertirá, llegada la hora, en
una etiqueta “Gay”, complemento indispensable de la panoplia del “transgresor
de manual".
Además, según la opinión de algunos de sus más próximos
colaboradores, el pollo tenía un carácter odioso. Y además gozaba de un ego que
excluía hasta el oxígeno del aire. Y además desarrollaba una arbitrariedad propia de la
ruleta rusa. Y además le encantaba exhibir una crueldad sangrante. Y además era egoísta;
rácano; paranoico; celoso; alcohólico y cocainómano; colérico; hiperactivo… y
así hasta completar el completo cuadro clínico de un maníaco.
En resumen. Una auténtica perla malaya.
Todo eso en un ambiente político en las escuelas y
universidades, en las que tenía lugar un legítimo y más que justificado ajuste
de cuentas, por parte de unos hijos para tratar de afirmar así su propia
inocencia, con unos padres que llevaban veinte años aparentando que todo lo
sucedido antes de 1945 no tenía nada que ver con ellos.
En la aparición de toda una generación de imberbes
iluminados, entre los que me incluyo, responsables a la larga del desastre
cultural y político que hoy nos rodea en la mitad occidental del mundo, tuvo
mucho que ver, además de otras múltiples causas, una actitud culpabilizada de
los padres. Culpa a la que yo añadiría una culpa aún mayor, en el caso alemán;
la de haberse dejado arrebatar el timón de la nave por una panda de traviesos
marmitones alucinados. Los marmitones, para los que no lo sabeis, son los pinches de cocina del barco.
Luego vino el inevitable naufragio y sus bandas terroristas.
Confieso que no he visto ni una sola de las películas de
este “genio”, las cuales pertenecen además, al parecer, a un género que no
aprecio especialmente como es del melodrama.
Pero sí me interesaron, y mucho en algunos casos, las
producciones de sus compañeros de generación: los Alexander Kluge, Wim Wenders, Werner Herzog y Volker Schlöndorf . Algunas de cuyas historias, como “El Joven Torless”, dirigida por
Schlöndorf e inspirada en la famosa
novela de Robert Musil, o “El Amigo Americano” de Wenders están guardadas entre
mis preferencias cinematográficas de siempre.
Pero eso no me parece demasiado relevante. El aspecto que me
interesa de mis coetáneos, incluidos aquellos a los que la gente declara
artistas y otras monadas, son sus actos y actitudes como personas. El cine es
un entretenimiento de feria, como la mujer barbuda. Y yo ya he evolucionado hace
muchos años, desde cuando me extasiaba angustiándome ante un galimatías de los
maestros japoneses, hasta ahora que procuro simplemente pasar un rato
interesado por una buena historia que alguien me cuente –ojalá– a cambio de
unos euros.
Una vez conocida esta prenda, a lo mejor y para llevar a cabo un análisis de nuestra propia
realidad actual como país, podría ser interesante valorar la relación entre el
director alemán y el avatar manchego que le ha surgido aquí, y que no es otro
que esa “señora gorda” que cuenta historias de porteras de las que oía en casa
a “su madre” (oye, es como una fatalidad, ¿verdad?), que se hace llamar Pedro y
al que aprecian mucho en Jolivuz, al parecer.
Aunque yo, la verdad, tengo cosas más interesantes que
hacer.