He sostenido estos días un pequeño debate en facebook con un viejo amigo. ¿Tema? Pues como mi amigo suele estar muy al día, se trató de una de esas cosas que los españoles suelen cultivar con esmero y que consiste en una “querella histórica” sin resolver.
Es curioso como uno de los países civilizados más ignorantes de la historia en general y de la suya en particular (a la que suelen sustituir por un castizo anecdotario apócrifo, con citas inventadas) suele utilizar con una desmedida frecuencia y en las más diversas circunstancias el adjetivo “histórico”. Se diría que con su uso se trata de garantizar la condición de “irrefutable” a cualquier afirmación o reclamación.
Por ejemplo las múltiples deudas históricas que reclaman instituciones varias (nunca conseguí saber ni quiénes ni cómo se contrajeron la dichosas deudas); la memoria histórica (así mismo nadie me pudo explicar como podría existir alguna memoria que no fuese histórica por definición). También suele hablarse de agravio histórico, que es algo situado entre los dos anteriores.
Todos ellos y alguno más que me habré olvidado, dan lugar a las mencionadas “querellas históricas”, sempiterno argumento central e impagable de esa otra sagrada institución carpetovetónica que es “la tertulia”.
Pues bien, durante un par de días me he enredado en una discusión sobre la "querella histórica" del momento. O sea, la provocada por la investigación de ciertos asuntos económicos en el entorno de la Familia Real. Como podéis fácilmente imaginaros esas trifulcas judiciales no ocupan el más mínimo espacio en mi modesto devenir.
Pero, aparte de la razón resentida, es decir la “puta envidia” (en boca de mí amigo El Magnolio) que toma cuerpo en el fuego graneado sobre cualquiera que haya sido favorecido por la vida con algunas ventajas poco frecuentes, léase en este caso el Sr. Urdangarín, y dejando así mismo al margen el probable, pero no probado aún, abuso por parte del mencionado señor de esa práctica ontológica de la vida española que es el tráfico de influencias, "la querella histórica", la de verdad; la fetén; la que no deja dormir a tantos españoles “demócratas de toda la vida”, es la planteada por la insoportable ilegitimidad de la monarquía en general y de la española en particular.
Esto que llevo un rato nombrando en general como la "querella histórica", es, ni más ni menos, el trasunto del drama español que se inicia probablemente con la llegada de los Borbones y que nos ha proporcionado días tan gloriosos, entre otros, como los de las guerras carlistas, los pronunciamientos del siglo XIX, los golpes de estado y, en su última versión, la fiesta de los matarifes de 1936. Afortunadamente, desde la desaparición de la última secuela de ese aquelarre, en 1975, la sangre no ha vuelto a llegar al río.
Pero… la querella sigue en vigor. Y los “agraviados” por un sistema tan poco democrático, en su opinión, que no considera su exigua minoría los suficientemente representativa como para atender sus anhelos republicanos, y cambiar el sistema, vuelven a la carga con ánimo renovado. Esto sucede, supongo que por casualidad, cuando sus camaradas, socialistas y republicanos, han perdido el gobierno en este estado monárquico constitucional en el que, por cierto, se han encontrado tan cómodos durante los últimos ocho años.
Da igual que la constitución haya sido votada mayoritariamente en referéndum democrático. Que sus redactores hayan representado a las minorías políticas más relevantes del momento. Que la propia constitución contemple la posibilidad de cambiar el sistema, si el pueblo lo reclama a través de sus legítimos representantes. Da igual. Da igual porque la “democracia” es republicana y de izquierda. El resto son los “fachas”.
Su discurso teórico está sacado de la mala digestión de cuatro tópicos sobre unos supuestos principios jacobinos, que por supuesto jamás han leído, mezclados con las consabidas verdades a medias sobre la historia de la II República
(Seguramente no aquellas que relatan la votación unánime de la Ley de Vagos y Maleantes, aprovechada en su integralidad por El Caudillo después de la guerra, redactada como medio legal para llevar a cabo un “limpieza étnica” de gitanos o la oposición cerrada de toda la izquierda a la propuesta de la instauración del voto femenino defendido por Clara Campoamor, quien por cierto tuvo que exiliarse desde Madrid en 1937 ante el poco aprecio, y su consiguiente peligro mortal, que le profesaba el poder republicano)
Inglaterra, Holanda, Bélgica, Dinamarca, Noruega o Suecia deberían consultarles, en opinión de estos expertos demócratas partidarios de la república, sobre la naturaleza impropia de sus respectivos modelos de estado, por no someter cada año su Constitución al escrutinio popular, y condenar de esta forma a las futuras generaciones a un irracional sistema de poder hereditario.
Para un republicano, para el de verdad, no existe más que la monarquía a secas. Sin adjetivos. ¿Qué coño es eso de monarquía constitucional? Un rey es un usurpador del poder, degenerado y ladrón, que se perpetúa en su pináculo merced al truco dinástico que le proporciona su pretendida sangre azul, y el supersticioso origen divino de su derecho a mandar. Todas las monarquías son absolutas por definición. La pretendida constitucionalidad no es más que una máscara con la que consiguen perdurar, con la complicidad de los poderosos y los corruptos, en contra la legitimidad histórica de la voluntad popular.
Naturalmente, a estos “matizados” argumentos hay que añadir, en nuestro caso, el origen franquista de la institución. Así de fácil.
Aunque parezca mentira esos son los argumentos que una persona inteligente maneja actualmente. Las preguntas que yo me hago son: ¿qué clase de mal nos afecta tan profundamente como para mantener esa especie de huida hacia adelante, bordeando la razón y los más elementales principios democráticos? Y, sobre todo, ¿habrán sido, históricamente hablando, actitudes afectadas por este mal las que han dado lugar a las catástrofes históricas mencionadas más arriba?
Aunque los mecanismos míticos que las movilizaron no es el tema de hoy, siempre he pensado que son las personas de condición intelectual mediocre y poco instruidas las que suelen integrar las masas de tontos útiles necesarias para la instalación de los totalitarismos; pero lo que me estoy encontrando en mí entorno próximo, en este confuso período de mudanzas y trayectos erráticos, es algo distinto que debería asombrarme. Si no fuera tan mayor…
¿Será la conciencia de la derrota definitiva de la izquierda en 1989, aplazada e inasumida hasta ahora, la causa de este panorama? La orfandad ideológica se produce cuando una ideología desaparece, no como consecuencia de una evolución en su trayectoria y su consecuente transformación, sino a causa del colapso definitivo de su praxis. En ese caso deja un vacío insondable en la mente de aquellos para los que dicha ideología no es un terreno propicio para la búsqueda o la indagación, sino un conjunto de certezas que narcotiza la angustia de la duda.
El republicano hoy y aquí es un ser ideológicamente unidimensional. Un náufrago sujeto obsesivamente al pecio ruinoso de su antiguo navío, incapaz de divisar los exiguos bordes de la charca en la que chapotea patéticamente. Posee esa vocación de fósil con la que ciertos sectores de la izquierda creen dotar de una cierta nobleza su esteril empeño de supervivencia.
Yo tuve la dudosa fortuna de presenciar hace muchos años un hecho que, en cierto modo, podría resumir simbólicamente este desdichado estado de cosas. Acudí en Abril de 1977 al mitin de la CNT, en el teatro de la Mutualité en París, donde se debatía la conveniencia de legalizarse o no en el interior. Al final de un acto no exento de una gran melancolía, en la que pude estrechar la mano de ciertos dinosaurios de la trágica historia de nuestro país, y mientras emprendía la salida del local, en el hall del teatro y cerca de una puertas de cristal, dos ancianos provistos de sendos cayados intentaban descalabrarse mutuamente en una tragicómica escena digna del mejor Berlanga.
Pero, para nuestra desdicha, la visión goyesca de aquellos abuelos sujetos al terreno por sus artrosis respectivas, pero con un ánimo homicida conservado intacto durante cuarenta y dos años, representaba la crónica más ilustrativa de una realidad, no sé si sociológica o antropológica, cuyas claves podría descifrar fácilmente cualquier español. Lo que hacía que aquellos veteranos fuesen tan viejos no era la edad. No. Era la antigüedad de su rencor. El adhesivo de aquellas fatídicas fechas fue un papel atrapamoscas en el que aún se quedan pegadas ciertas almas melancólicas de hoy en día.
No tenemos remedio
Yo estaré siempre con los Borbones porque son ganadores natos. Napoleón los quitó. Napoleón cayó. Volvieron. La revolución de 1968 los echó. Nos trajimos al de Saboya. Al que se lo trajo, Prim, lo mataron. Y el saboyano se marchó. Y volvieron. En 1931 se marchó don Alfonso XIII. Y tras 44 años, volvieron. Unámonos a los fuertes, tocayo, que te hagan marqués de Horacio y a mí conde de la Lorza. Al final, la Historia es una larga repetición: la locura y la maldad se dan la mano, los ricos se hacen más ricos, lo que era de todos pasa a manos de pocos. Y yo me conformeo con sobrevivir...
ResponderEliminar