La Isla Ellis alberga desde 1990 el ‘Immigration Museum’.
Esta institución está dedicada a la memoria aquellos inmigrantes europeos de tercera clase, llegados a lomos de la inmigración masiva de los siglos XIX y XX a los Estados Unidos, por el puerto de Nueva York.
Está cobijada por la sombra imponente de la Estatua de la Libertad, muy próxima ese islote aduanero, que se conoció de antiguo como la "Isla de la Ostra" ("Oyster Island").
Los emigrantes fugitivos del hambre, la intolerancia, y la violencia reinante en sus lugares de origen, venían soñando con un nuevo horizonte de posibilidades, sin importarles las dificultades idiomáticas, culturales o laborales, que en la mente de cada cual debían adoptar formas muy diversas dependiendo de su experiencia personal.
Los trámites administrativos a los que estaban obligados a someterse no debieron representar obstáculos insalvables, si tenemos en cuenta las estadísticas disponibles, que nos hablan de un mísero 2% de personas rechazadas, en función de enfermedades infecciosas o currículos delictivos problemáticos.
La aceptación de la legalidad vigente y al espíritu esperanzado frente a una sociedad de individuos que solo exigía esfuerzo y afán de integrarse en una civilización basada en la libertad individual definida por una Constitución, que era el reflejo más fiel existente de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, no solo no representaban un inconveniente, sino que eran percibidos por aquellos desheredados del mundo, como la realización de su más ansiada aspiración.
Hoy, otra ‘Isla de la Ostra’, que se extiende a lo largo de las fronteras de la próspera Europa comunitaria, es imaginada por otra emigración masiva con una representación semejante, en cuanto a las dramáticas condiciones que les empujan a la aventura.
¿En que estriba, pues, la diferencia entre ambas situaciones ? Está claro. En la actitud de la sociedad de acogida.
Donde allí había un proyecto nacional de un futuro colectivo de prosperidad, basado en la confianza en la capacidad humana de construirlo, aquí hay una sociedad aquejada de una patológica mala conciencia, que contempla la llegada de estos seres desdichados, como la justa penitencia debida a nuestros imperdonables pecados colonialistas, racistas e intolerantes.
Donde allí se daba por hecho que el esfuerzo personal, la capacidad creativa y la esperanza, eran el combustible que haría girar la máquina del progreso y el bienestar, aquí son los estados los que se aprestan a cubrir gratuitamente las necesidades de los emigrantes, mediante la contribución de los afortunados que han conseguido prosperar -supuestamente- sobre la ruina, el expolio y la esclavitud de los pueblos que hoy a acuden pidiendo una oportunidad.
Donde allí los recién llegados se encontraban ante un pueblo orgulloso de sus logros, satisfecho hasta la arrogancia de poseer una tierra de libertad y oportunidades, único en el mundo de la época , aquí tropiezan con una sociedad que no termina de pedir perdón, hasta el extremo de tolerar cualquier actitud que quiebre los más elementales derechos humanos adquiridos en siglos, sobre una secular escombrera de injusticias y campos de destrucción.
Donde allí, por último, a ningún recién llegado con dos dedos de frente se le ocurriría poner en cuestión una organización y unas condiciones de vida que están en el origen de sus aspiraciones, aquí surgen diariamente, desde hace años, toda clase de profetas inmigrados que, con la inestimable ayuda de los apóstoles indígenas, preconizan la destrucción del sistema que les proporciona los medios materiales y culturales, para llevar a cabo la redención final de los pecadores.
Allí, a cualquier emigrante con pocos meses de antigüedad le preguntas por su origen y te responde, ‘yo, americano’.
Aquí, mejor no preguntar, si no quieres que te tachen de racista.
Hay ostras y ostras. La de aquí, esta enferma.
Ojalá no nos acabe por intoxicar definitivamente.
saco
.
lunes, 7 de septiembre de 2015
lunes, 15 de junio de 2015
Cuestión de límites
Bueno, supongo que, los que pretendemos poseer un poco de
sentido común, estaremos de acuerdo en que el asunto de "humorista
municipal" no da mucho más de sí.
Sin embargo, en mi modesta opinión, el debate sobre el
tema de fondo, o sea ese oxímoron que constituye el "humor negro",
sigue balanceándose sobre un malentendido que sí tiene un cierto interés, como
lo suelen tener todas las ambigüedades.
Se supone que esa clase de "humor" se basa
en la inquietud metafísica que nos provoca la idea de la muerte y sus satélites
-dolor, crueldad, miseria, etc-, utilizando la hipérbole de la caricatura como
crucifijo exorcizante, o cinta amarilla que separa al espectador del lugar del
crimen.
Partiendo de esa suposición, en esto, como en
cualquier ejercicio del ingenio, nos topamos con verdaderos prodigios del uso
de ese dificilísimo arte que es la ironía, como Buñuel, Berlanga, Chumy,
Summers, etc que nos proponen perspectivas insólitas de un catafalco, que
superando el negro dramatismo de la realidad, la superan sin desvincularse del
todo de ella, para hacernos penetrar en los complejos repliegues del absurdo o
surrealismo.
Y, claro, el justo éxito obtenido por esos ejercicios
de creatividad e inteligencia, hace aparecer en la mollera de los que siempre
creen que lo aparentemente fácil, es realmente fácil, la imparable ansia de
demostrarlo, y hacerse con una parte del botín.
Son aquellos que en su incapacidad de entender el
contenido esencial de una obras compleja, y armados de su incorregible
apresuramiento, no pasan de la corteza formal de la obra, y, ya puestos,
suponen que cuanto más lejos se llegue en la osadía, más graciosa será la
astracanada.
Los franceses tienen un término en su idioma,
"les jusqueboutistes", para designar a quien lleva al extremo sus
ideas, sin tener en cuenta las consecuencias. Esa desmesura, no tiene
equivalente semántico en español. Tal vez cabría la posibilidad de hablar de
"kamikazes", cuando estamos en presencia del hortera de turno, que no
conoce límites en su pretensión de imitar lo que no entiende.
Y, claro, el terreno de la representación simbólica
del horror, es uno de los pocos espacios en los que uno puede permitirse el
lujo de arrollar al sentido común y a la moral, con menos inversión en
consecuencias, cuando se siente amparado por un "derecho a la libertad de
expresión", al que ningún demócrata recientemente bautizado se atreverá a
señalar límite alguno.
Hasta aquí, todo es perfectamente imaginable. Lo malo
empieza cuando, inevitablemente, la ideología hace su aparición.
Entonces, empezamos a observar que esa explosión de
sana espontaneidad de alegres y sulfurosos ácratas del humor, sí establece
límites. Tampoco hay que exagerar.
No se trataba, pues, de una simple travesura de
criaturas jovialmente irresponsables. No
Y así, a las graciosas ocurrencias sobre los hornos
crematorios, los atentados terroristas, los asesinatos crapulosos y las viles
violaciones, nunca les acompañan las risas inducidas por los suicidios de desahuciados,
las víctimas del terrorismo de estado, los muertos de Gaza o las tumbas de los
represaliados del Frente Popular en la Guerra Civil.
Pero no se trata de un simple olvido, o de falta de
oportunidad. Se trata llanamente, de que con ciertas cosas, "no se
juega". O sea, de unos inesperados y arbitrarios "límites".
Quien lo diría.
martes, 27 de enero de 2015
La inocencia difunta
“Estos crímenes, a mí juicio, no pueden ser
asumidos jurídicamente y es precisamente en eso en lo que consiste su
monstruosidad […], esa culpabilidad es tan inhumana como la inocencia de las
víctimas. Los hombres no pueden de forma alguna ser igual de inocentes que lo
eran, en conjunto, ante las cámaras de gas. Nada se puede hacer, humana y
políticamente, con una culpabilidad situada más allá del crimen, y una
inocencia asentada más allá de la bondad y la virtud. Porque los alemanes están
abrumados por millares, o decenas de millares, o centenas de millares de
crímenes que no pueden ser castigados de forma adecuada por un sistema legal;
y, nosotros los judíos, estamos abrumados por millones de inocentes, en razón a
los cuales cada judío de hoy se siente como la inocencia personificada.”
[Hannah Arendt/Karl Jaspers Briefwechsel,
1926-1969 / Lotte Kohler et Hans Saner (éd.), Munich, 1985]
Al día siguiente de la Segunda Guerra Mundial y ante el
descubrimiento, que hoy se conmemora, de las fábricas de muerte nazis, Hannah
Arendt hacia participe de esta reflexión a su antiguo maestro, Karl Jaspers.
Años más tarde, el psicoanalista israeí Zvi Rex, resumiría
el resentimiento engendrado por la mala conciencia inconmensurable ligada a la
destrucción de los judíos de Europa en esta frase lapidaria:
“Los europeos, no
perdonarán jamás Auschwitz a los judíos.”
Anunciaba de esta forma, con una extrema lucidez, el
antisemitismo que se iba a engendrar, no “a pesar de Auschwitz”, sino
precisamente “a causa de Auschwitz”. Porque la supervivencia y la intolerable
presencia de ese pueblo, representa su encarnación en el recuerdo lacerante de
los crímenes cometidos contra él.
Los nazis no consiguieron culminar el delirio de destruir un
pueblo hasta sus raíces porque, a pesar de abolir los límites morales que hasta
aquel momento separaban lo concebible de lo inconcebible, algo así está fuera
del alcance humano.
Pero lo que sí provocaron fue la aniquilación de la
inocencia.
Cuando la culpabilidad colectiva atribuida a un conjunto de
individuos se fundamenta en el mero hecho de haber nacido, y alcanza, en
consecuencia, de forma idéntica a un ser adulto y a un recién nacido, la
inocencia deja de tener significado. Eso, ocurrió hace setenta años en el
terrorífico mundo que hoy simboliza Auschwitz.
El eterno tabú de la esencial inocencia colectiva de
cualquier pueblo fue abolido, sustituido por el mito de la culpabilidad
ontológica de un pueblo en su conjunto.
Pero el crimen fue cometido, a su vez, por todo un pueblo.
El pueblo alemán. Eso planteaba un grave problema inédito, como indica Arendt.
Ningún mecanismo legal contemplaba un banquillo de acusados de ochenta millones
de encartados.
La inocencia dejó de existir por sobredosis, y la
culpabilidad también.
Ambos conceptos, con sus costuras deshilachadas y vacíos de
cualquier significado, han estado flotando inertes en una atmósfera de valores
relativos y, hoy en día, hay mucha gente que ya no recuerda la última vez que
se sintió culpable de algo.
Los grupos que cosechan simpatías, como los partidos
políticos, lo suelen hacer sembrando carnets de inocencia. Todo consiste en
identificar con claridad a los culpables, y ofrecerlos bien empaquetados y
etiquetados.
La inocencia, ha dejado de ser aquella cualidad que
caracterizaba, en ocasiones, a las víctimas de determinadas situaciones
injustas, para convertirse en un rasgo antropológico. Actualmente, se es
inocente como se es rubio, bajito o zurdo.
Conviene tener estas cosas claras y, para eso, lo mejor es
recordar dónde y cuando empezó todo.
Por si acaso.
jueves, 8 de enero de 2015
Unos lápices del 7,62 x 39 mm.
Fueron aquellos que pusieron mis esperanzadores años sesenta
en imágenes.
Bueno, sería más exacto decir que fueron quienes constituyeron
la cara más crítica, ingeniosa e irreverente, de una revolución que día a día
iba perdiendo su fisonomía más espontánea y fresca, para ir hundiéndose en el
aburrido y previsible cubo de las ideologías que ya eran caducas cuando fueron
inventadas.
Wolinski, el profesor Choron, Cabu, Cavanna, Reiser y un
puñado más de mentes lúcidas e iconoclastas, nos estimulaban semanalmente con
los inteligentes disparates que nos aportaba el espíritu de Hara-Kiri.
Después, cuando la resaca de la fiesta empezó a pasar
factura de la ingestión abusiva e irresponsable de una teoría tan brillante y
efímera como un castillo de bengalas de colorines, Hara-Kiri se convirtió en
Charlie-Hébdo.
El grupo poseía la reserva de talento e ingenio suficiente,
como para tomar tierra con soltura en la sempiterna la banalidad cotidiana de
unos franceses de boina y baguette.
Eran los “bof”. Término inventado por el genio incomparable
de Reiser, para designar simbólicamente a un ser cuya colilla en los labios, la
barba de cuatro días y unos calzoncillos sucios y dados de sí, por los que
asomaban impúdicas sus parte íntimas, nos mostraba la cara menos presentable de
la clase media francesa.
Estuve suscrito durante más de diez años a este periódico
semanal, confeccionado en papel industrial y cuatricromía, que inspiró a la
revista de humor más inteligente que se publicó en España, Hermano Lobo,
después de que La Codorniz hubiese clausurado su ciclo de crítica solapada del
Régimen, y la Transición empezara a vislumbrarse tras el catafalco del
Dictador.
Charlie-Hébdo siguió en su universo provocador y, a pesar de
que los tiempos no fueran los mismos y yo tampoco, no se retiraron dejando un
hueco que nadie podría haber rellenado en ese segmento satírico de la
actualidad.
Me alejé de ese mundo, como de muchos otros, porque tenía
cosas nuevas que descubrir.
Y, precisamente en mi recorrido por esos nuevos senderos,
sufrí con mis compañeros de aventura las consecuencias del cadáver viviente del
franquismo, en su versión más agresiva y violenta, a principios de los ochenta.
Ayer, con la noticia de la nueva barbarie cometida contra mi
antiguo Club de Talentos Despiertos, acudieron en tropel los recuerdos de los
años de plomo. Aquellos de los abogados de Atocha, El Papus, y tantas
tragedias, afortunadamente enterradas en la escombrera de la memoria, previa al
olvido.
Un imperativo moral inexcusable me llevó a la única
manifestación de homenaje a las víctimas de la masacre que se convocó en este país de hoy, siempre ajeno a
cualquier cosa no manufacturable por las empresas de la basura mediática.
Y mejor hubiese sido conformarme con roer en privado mi
amargura.
Dos centenares escasos de asistentes no parecían estar más
atentos que a un miserable montaje propagandístico, que una cúpula reducida del
PSOE había organizado casi clandestinamente ante las cámaras de televisión, con
el ex–presidente de la flojera multiculturalista a la cabeza.
Pero el aquelarre, tantas veces escenificado por ese partido
a caballo de una tragedia ajena, reservaba una patética escena tan banal como
vergonzosa. Consistió en la presencia solitaria de una bandera republicana,
ajada y descolorida por tantos usos similares, cuyo intolerable y obsceno
oportunismo surrealista, me provocó un ataque de irritación que puse
sonoramente de manifiesto.
Un grupo de figurantes que asistía disciplinado a esta
puesta en escena, cercano a mí, recriminó mí airado comentario con un coro de
gritos apelando a la sacrosanta libertad de expresión.
Pero no era el atentado contra esa libertad, que siendo la
esencia de nuestra civilización había sido agredido en la redacción de
Charlie-Hébdo, el objeto de sus apasionados gritos. No. Reclamaban el derecho a
exhibir ese símbolo del revanchismo en cualquier lugar y ocasión, por más
incongruentes que sean.
Me retiré, maldiciendo mí error al no haber comprobado el
origen de unos convocantes capaces de usurpar cualquier oportunidad, pasando
por encima de todo principio, y faltando al respeto a todo lo que no sean sus
miserables intereses.
Si a todo esto añadimos el panorama de ceguera que han
exhibido durante la jornada la mayor parte de quienes se empeñan en hacer
prevalecer sus correctas ensoñaciones multiculturales sobre la dura realidad de
los hechos, el día de ayer, para mí, pasará como uno de los más lamentables de
estos últimos tiempos.
Me preguntaba qué hubiese ocurrido si un grupo de ricos con
chistera y puro, y armados con recortadas, hubiesen entrado y mascarado a la
redacción del mencionado Hermano Lobo, presos de una pasión vindicativa
provocada por los magistrales chistes de Chumy Chumez, en los que solían
representar el papel protagonista.
Probablemente la exigua concentración delante de la Embajada
de Francia, se hubiese convertido en una convocatoria de huelga general
revolucionaria. Menos mal que los ricos no pueden perder su valioso tiempo en
festivales pirotécnicos de esa índole.
Pero tampoco ese pensamiento me ha consolado…
domingo, 7 de diciembre de 2014
O joven, o muerto.
Hay que reconocerlo sin rodeos, nosotros, la generación de
los sesenta, somos los verdaderos autores de una partitura original, cuyo
desarrollo sinfónico ha culminado en el confuso y ensordecedor concierto al que
asistimos hoy en día.
Una generación que introdujo, en la secular estructura
familiar de los niños, los adultos y los viejos, una nueva categoría, los jóvenes.
Inédita y con vocación hegemónica.
Nuestra arrogante actitud, respecto a la generación
anterior, se basaba en un hecho histórico. Éramos la primera generación de la historia que no se había visto envuelta
en ningún conflicto bélico. Nosotros,
teníamos las manos limpias de sangre. Nuestros padres no. La historia
precedente era el relato de un inmenso fracaso moral.
Así es que, juventud
era sinónimo de inocencia. ¡Menuda
posición de salida!
El sentido de la vida anterior, burgués, caduco y aburrido,
solo representaba una referencia de la que alejarse conducidos por el culto
sacralizado de lo joven y lo audaz.
El lado positivo de este vertiginosa apuesta lo constituyó
la invención de un mundo autónomo y exclusivo, alejado de las estructuras
existentes mediante la creación de un mercado de consumo diferente, en el que
los productos que lo integraban, la moda, la música, las nuevas profesiones,
etc, estaban concebidos, desarrollados y consumidos por una generación que se
identificaba simbólicamente con su innovador estilo.
Este fenómeno social imparable, que tenía su ámbito natural
en la burguesía universitaria occidental, no pasó desapercibido para uno de los
bandos enfrentados en la guerra fría que contextualizaba aquella época, y supo
aplicar sus solventes métodos de proselitismo con resultados muy palpables.
Paris, Mayo de 1968.
La teoría era muy simple. Y la palabra clave que la resumía
era contestación.
La victoria de esta propuesta, la determinó la rendición sin
condiciones del adversario.
Se rindió la autoridad como concepto. En la escuela y
en la familia, instituciones formativas del antiguo orden. En la amalgama
disolvente puesta en práctica, daba igual que esa autoridad tuviera carácter
moral o dictatorial. Tábula rasa.
El tuteo igualador entre alumnos y profesores, entre mayores
y adolescentes, se impuso como símbolo del triunfo de una juventud espontánea y creativa. El lenguaje y la
apariencia general se hicieron jóvenes, con el arrinconamiento de toda
evocación a la edad o la experiencia.
El mercado de consumo
detectó astutamente la tendencia, y la moda se hizo joven. Los gimnasios, la
industria de adelgazantes y la clínicas estéticas acudieron renovadas a la
llamada angustiada de la carne fláccida
y las arrugas. Nadie quiere perder el tren de la eterna juventud.
El retrato de Dorian Grey preside el salón de todos los
hogares modernos.
Pero la inundación alcanzó también al mundo de las
estructuras políticas. Hoy en día, no hay país desarrollado que no se haya actualizado, en términos de rejuvenecer
esas estructuras.
Ya había inaugurado su escaparate al inicio de esta
revolución, con el joven presidente Kennedy. Los yankees siempre con veinte
años de adelanto.
Empezó por la rebaja en la edad del votante. Casi nada. Tres
años en la corta vida de alguien con dieciocho. Y, claro si el votante es casi
un adolescente, ¿cómo los políticos pueden entender sus anhelos a los sesenta?
Consecuencia directa; los
políticos deben ser jóvenes. Un político maduro está incluido en la lista
de los sospechosos, cuando no en la de los culpables, por su edad.
En Francia, los partidos clásicos, como el PS o la UMP, les
han dejado claro el papel de comparsas a los miembros jóvenes que la ola
renovadora ha hecho indispensables. Pero Marine Le Pen, ha hecho formar en sus
alcaldías al regimiento de reclutas, elegidos por su masa mayoritaria de votantes de poca edad.
En España, una simple ojeada al panorama, nos ofrece esa
tendencia, inaugurada por el inmaduro Zapatero, que alcanza ya a un PP en el
que la joven Soraya Sainz de Santamaría empuja fatalmente al maduro Rajoy hacia
su sillón de jubilado. El PSOE busca desesperadamente un candidato en su jardín
de infancia, mientras un joven providencial, disfrazado de soixante-huitard de
pacotilla, hace suspirar a la legión de votantes imberbes, en sentido directo y
figurado, que le aclama su ayuno discurso político.
Por no hablar de ese joven engendro del Pequeño Nicolás...
Y uno, que a sus setenta pasados sostiene que solo hace más
tiempo que otros que es un niño, se
siente, una vez más, desconcertado ante su contradicción.
¡Señor! ¿cuándo maduraré de una puta vez?
domingo, 30 de noviembre de 2014
Funámbulos y sonámbulos
“Lo que en ese hombre me resultó siempre raro fue que
apestase a burgués. Uno pensaría que alguien que organiza la muerte de muchos
millones de personas tendría que diferenciarse visiblemente de todos los demás
hombres y que a su alrededor habría un resplandor terrible, un brillo
luciferino. En vez de tales cosas, su rostro, es el que uno encuentra en toda
gran ciudad cuando anda buscando una habitación amueblada y nos abre la puerta
un funcionario que se ha jubilado anticipadamente. En eso se hace patente, por
otro lado, hasta qué grado ha penetrado el mal en nuestras instituciones: el
progreso de la abstracción. Detrás de la primera ventanilla, puede aparecer
nuestro verdugo. Hoy nos manda una carta certificada y mañana, la sentencia de
muerte. Hoy nos hace un agujero en el billete de tren, y mañana, un agujero en
la nuca.”
Este párrafo en el que Ernst Jünger comenta la impresión que
le producía el rostro de Heinrich Himmler, la encontré al azar en ese trastero
inclasificable que es Internet, y me ha sugerido una imagen que, a veces, me
ofrecen las sociedades modernas.
El dinamismo del universo es el resultado de un constante
desequilibrio. Para avanzar es preciso desafiar a la gravedad. De la posición
de reposo, en equilibrio, solamente se sale provocando la ruptura de la
estabilidad que supone dar un paso.
Es perfectamente erróneo creer que la tendencia natural es
la de alcanzar ese equilibrio. Eso nos haría ponernos al margen de nuestra
naturaleza de partículas cósmicas. Sin embargo, el desequilibrio, es uno de los
tabús que más éxito han tenido en la evolución del ser humano, porque se le
identifica inequívocamente con el riesgo.
Nuestro universo dinámico y arriesgado, está poblado por dos
comunidades que se cruzan casi sin reconocerse, en las que ese peligro que
encierra es enfrentado por ambas de forma completamente diferente.
Una de ellas esta constituida por gentes para quienes la
inseguridad es el estímulo que forma parte inevitable de su existencia; la
fuente de energía que alimenta su capacidad creativa. La incógnita que acompaña
a toda toma de decisiones, y que es la compañera inseparable del progreso.
Son los funánbulos.
Aquellos que saben que el camino hacia delante discurre sobre una línea siempre
oscilante, flanqueada por el vacío del error. Los que reflexionan sobre cada
paso a dar, en la senda de sus aspiraciones, asegurando su trayectoria con el
equilibrio que les proporciona una pértiga de conocimientos y la experiencia
del paso anterior.
Desplazarse sin pausa, sintiendo la intensa emoción que les
proporciona cada centímetro avanzado, cada pequeño éxito que les afirma sobre
el hilo conductor de sus propósitos, es su forma de percibir la energía que
mueve al universo.
Con frecuencia el error les recuerda su naturaleza falible,
y a cada caída le sigue un nuevo inicio que trata de recuperar la distancia
perdida, con la experiencia de ese traspié como aprendizaje que descarta una nueva
parte del riesgo.
Los profesionales del arte del funambulismo tienen excluido
el mirar a la cuerda, al lugar donde acaban de poner el pie. Hacerlo es la
causa una caída garantizada. Su mirada no debe apartarse nunca del final de su
recorrido. Sus pies obedecen al recorrido de su vista. Su punto de destino es,
a un tiempo, la finalidad y la senda virtual que les conduce a ella.
Esa inclinación a alcanzar aspiraciones razonables de forma
incansable, representa una actitud ante la vida. Una forma de explicación de la
existencia, fuera de la ensoñaciones metafísicas con las que los mitos proponen
seductoras respuestas infalibles. Una actitud, con la mirada puesta en un
futuro real, posible y al alcance de la voluntad y del esfuerzo.
Al lado de estos seres, para los que la iniciativa personal
y la contingencia que encierra constituye su razón de existir, se encuentran,
moviéndose sin avanzar, equilibrados y estáticos, los sonámbulos.
Su existencia está fundada en la inmovilidad, y su energía
vital es de baja intensidad.
Todo riesgo está descartado. Poseen una interpretación de la
realidad basado en el principio de la inercia, de la obediencia ciega a una
milagrosa dinámica externa, que les hace identificar al futuro con un destino
fatal, fuera del alcance de sus posibilidades de acción.
El equilibrio y el orden presentes, cuya procedencia no les
perecen digna de su raquítica curiosidad, son las condiciones que determinan su
actitud. Su proceder habitual se reduce a mantener prioritariamente las
constantes dadas y a reproducir conductas consolidadas y perfectamente
codificadas.
Esos sonámbulos,
cuyas vidas apenas merecen ese apelativo, y que viven en una realidad
construida en base a certezas imaginadas, la mayor parte de las veces creadas y
sostenidas por una violencia auto-justificada en base a peligros y enemigos así
mismo imaginados, se sienten a salvo de sus temores persistentes dentro de
células colectivas fuertemente cohesionadas.
Su onírica existencia procede directamente de sus
pesadillas. Y estas están permanentemente realimentadas por su especial
valoración de la realidad. Una valoración paranoica, que justifica la
obediencia a cualquier instrucción, por más inmoral que esta pudiera ser.
Una de las características más significativa de estos seres
es su mediocridad; esta particularidad es propia de quien valora la brillantez
o la singularidad como un peligro potencial, en cuanto al riesgo que supone
para ellos cualquier conducta que se aparte del canon de normalidad que
garantiza su equilibrio.
Son gente normal, como muy bien señala Jünger; apacibles sonámbulos que uno se tropieza en
cualquier estación de metro. Honrados servidores de la sociedad, entre cuyos
cometidos puede encontrarse el de enviar a un funámbulo al patíbulo, si así lo requiere el orden establecido.
…y sin que ello le impida comprarles unos caramelos a los
niños.
martes, 25 de noviembre de 2014
¿Tu quoque…?
“La situación política, social, moral, cultural,
territorial... es absolutamente inestable. Eso coincide con una apreciación que
todos los historiadores serios han hecho de los periodos de sucesión. Periodos
que son largos en el tiempo y de fuerte crisis social y política.”
Esta declaración de uno de los
intelectuales que integran la lista de mis preferencias, en términos de
comentaristas políticos, me ha dejado en estado de estupefacción.
Me resulta difícil asumir que su
lenguaje habitualmente riguroso y preciso, se haya contaminado con esa especie
de esperanto que aglutina a una larga listas de grupos heterogéneos de
“progresistas” de todo pelaje.
La doxa común de ese confuso revoltijo resume un pesimismo
cateto y simplificador, del que se está aprovechando una minoría zarrapastrosa
que se abre camino, entre la indiferencia general.
También, otra parte de ingenuos, tratan
de exorcizar una especie de temor difuso al futuro inmediato con expresiones
pasablemente catastrofistas, que los interesados ya están capitalizando con el
rumboso término de “el miedo de la casta”.
Lo cierto es que la alusión a la valoración
de los períodos de transición - así, en general- que hacen los historiadores
serios mencionados por Juaristi, no puede constituir un argumento digno de
tenerse en cuenta, más que como un recurso retórico en apoyo a su afirmación
del estado general de nuestra sociedad, que por otra parte, no me parece que
tenga más alcance que el de una respetable, pero discutible opinión.
Lo que me parece más grave es el hecho
de que, día a día, se va extendiendo esa neblina disolvente de pesimismo, que
no tiene el menor fundamento objetivo, si no es aquel que esa misma
intoxicación está provocando.
Y el caso es que, una vez más, este
tipo de fenómenos tienen un origen inexplicable, lejos de cualquier sospecha de
complot o estrategia astutamente puesta en marcha por oscuros intereses. Se
deben, al menos en apariencia, a una dinámica histórica en la que intervienen
una multitud de factores, difíciles de identificar.
Pero el caso es que, en un horizonte
global con bastantes nubarrones cargados de incertidumbres económicas,
conflictos sangrientos con perfiles inéditos y solapadas amenazas que ya
creíamos superadas, nuestro país es capaz de albergar algunas incipientes
esperanzas, a pesar de las dificultades añadidas por nuestra secular obsesión
por los particularismos.
Es cierto que padecemos actualmente un
mediocre situación educativa en determinados sectores, ni remotamente
mayoritarios.
Pero hay datos que indican un
incremento de la calidad profesional de las nuevas generaciones, y de una
cultura, que si bien sufre las consecuencia indeseables que todo cambio de
paradigma tecnológico conlleva y que compartimos con otras sociedades
desarrolladas, se están incorporando a él de forma paulatina y satisfactoria.
El impacto de lo que se califica como
la crisis económica más profunda del capitalismo, está provocando situaciones
difíciles en muchos sectores sociales, pero el camino de regreso parece fuera
de toda duda que ya se ha iniciado.
Nadie, en su sano juicio, podía esperar
que una potencia media, dentro del círculo de países desarrollados, como es
España, fuese a librarse de los efecto de un cambio de paradigma como el que se
está produciendo en el mundo desde hace más veinte años.
Hurgar en los vertederos de la basura
política amarillista como lo hace Juaristi, en sus respuestas respecto de la
Reina, no solo es periodísticamente irrelevante, sino que añade un imprudente
plus de prestigio al discurso disolvente. Lo cual, no era previsible en cuanto
a la responsabilidad intelectual de la que ha hecho gala hasta ahora.
Los demagogos, los simplificadores y
aquellos para los que el papel de víctimas goza de esa falaz expresión de Régis
Debray de que “las bofetadas que se reciben se recuerdan mejor que las que se
dan”, están de enhorabuena.
A su escuálido motor le ha incorporado Juaristi,
gratuitamente, un turbo-compresor, que añade unos caballos de potencia
suplementarios, que ellos sabrán usar debidamente en su carrera hacia ninguna
parte.
El sectarismo fanático de cierta pretendida
intelectualidad de izquierda, que ya está dando muestras de su inclinación a
reducir al silencio a cualquiera que no piensa como ella, no representa, en
realidad, ninguna novedad.
Lo que sí es inquietante, por novedoso,
es que alguien tenido por respetable, se descuelgue con unas declaraciones que
no hacen más que verter gasolina en una pequeña hoguera, sin medir los riesgos
de avivarla hasta alcanzar un brillo desproporcionado.
No es para echarse las manos a la
cabeza, claro. Pero no es una buena noticia.
Al menos, para mí.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)