Fueron aquellos que pusieron mis esperanzadores años sesenta
en imágenes.
Bueno, sería más exacto decir que fueron quienes constituyeron
la cara más crítica, ingeniosa e irreverente, de una revolución que día a día
iba perdiendo su fisonomía más espontánea y fresca, para ir hundiéndose en el
aburrido y previsible cubo de las ideologías que ya eran caducas cuando fueron
inventadas.
Wolinski, el profesor Choron, Cabu, Cavanna, Reiser y un
puñado más de mentes lúcidas e iconoclastas, nos estimulaban semanalmente con
los inteligentes disparates que nos aportaba el espíritu de Hara-Kiri.
Después, cuando la resaca de la fiesta empezó a pasar
factura de la ingestión abusiva e irresponsable de una teoría tan brillante y
efímera como un castillo de bengalas de colorines, Hara-Kiri se convirtió en
Charlie-Hébdo.
El grupo poseía la reserva de talento e ingenio suficiente,
como para tomar tierra con soltura en la sempiterna la banalidad cotidiana de
unos franceses de boina y baguette.
Eran los “bof”. Término inventado por el genio incomparable
de Reiser, para designar simbólicamente a un ser cuya colilla en los labios, la
barba de cuatro días y unos calzoncillos sucios y dados de sí, por los que
asomaban impúdicas sus parte íntimas, nos mostraba la cara menos presentable de
la clase media francesa.
Estuve suscrito durante más de diez años a este periódico
semanal, confeccionado en papel industrial y cuatricromía, que inspiró a la
revista de humor más inteligente que se publicó en España, Hermano Lobo,
después de que La Codorniz hubiese clausurado su ciclo de crítica solapada del
Régimen, y la Transición empezara a vislumbrarse tras el catafalco del
Dictador.
Charlie-Hébdo siguió en su universo provocador y, a pesar de
que los tiempos no fueran los mismos y yo tampoco, no se retiraron dejando un
hueco que nadie podría haber rellenado en ese segmento satírico de la
actualidad.
Me alejé de ese mundo, como de muchos otros, porque tenía
cosas nuevas que descubrir.
Y, precisamente en mi recorrido por esos nuevos senderos,
sufrí con mis compañeros de aventura las consecuencias del cadáver viviente del
franquismo, en su versión más agresiva y violenta, a principios de los ochenta.
Ayer, con la noticia de la nueva barbarie cometida contra mi
antiguo Club de Talentos Despiertos, acudieron en tropel los recuerdos de los
años de plomo. Aquellos de los abogados de Atocha, El Papus, y tantas
tragedias, afortunadamente enterradas en la escombrera de la memoria, previa al
olvido.
Un imperativo moral inexcusable me llevó a la única
manifestación de homenaje a las víctimas de la masacre que se convocó en este país de hoy, siempre ajeno a
cualquier cosa no manufacturable por las empresas de la basura mediática.
Y mejor hubiese sido conformarme con roer en privado mi
amargura.
Dos centenares escasos de asistentes no parecían estar más
atentos que a un miserable montaje propagandístico, que una cúpula reducida del
PSOE había organizado casi clandestinamente ante las cámaras de televisión, con
el ex–presidente de la flojera multiculturalista a la cabeza.
Pero el aquelarre, tantas veces escenificado por ese partido
a caballo de una tragedia ajena, reservaba una patética escena tan banal como
vergonzosa. Consistió en la presencia solitaria de una bandera republicana,
ajada y descolorida por tantos usos similares, cuyo intolerable y obsceno
oportunismo surrealista, me provocó un ataque de irritación que puse
sonoramente de manifiesto.
Un grupo de figurantes que asistía disciplinado a esta
puesta en escena, cercano a mí, recriminó mí airado comentario con un coro de
gritos apelando a la sacrosanta libertad de expresión.
Pero no era el atentado contra esa libertad, que siendo la
esencia de nuestra civilización había sido agredido en la redacción de
Charlie-Hébdo, el objeto de sus apasionados gritos. No. Reclamaban el derecho a
exhibir ese símbolo del revanchismo en cualquier lugar y ocasión, por más
incongruentes que sean.
Me retiré, maldiciendo mí error al no haber comprobado el
origen de unos convocantes capaces de usurpar cualquier oportunidad, pasando
por encima de todo principio, y faltando al respeto a todo lo que no sean sus
miserables intereses.
Si a todo esto añadimos el panorama de ceguera que han
exhibido durante la jornada la mayor parte de quienes se empeñan en hacer
prevalecer sus correctas ensoñaciones multiculturales sobre la dura realidad de
los hechos, el día de ayer, para mí, pasará como uno de los más lamentables de
estos últimos tiempos.
Me preguntaba qué hubiese ocurrido si un grupo de ricos con
chistera y puro, y armados con recortadas, hubiesen entrado y mascarado a la
redacción del mencionado Hermano Lobo, presos de una pasión vindicativa
provocada por los magistrales chistes de Chumy Chumez, en los que solían
representar el papel protagonista.
Probablemente la exigua concentración delante de la Embajada
de Francia, se hubiese convertido en una convocatoria de huelga general
revolucionaria. Menos mal que los ricos no pueden perder su valioso tiempo en
festivales pirotécnicos de esa índole.
Pero tampoco ese pensamiento me ha consolado…
Se nota que en ti la indignación como ciudadano se suma a la indignación de compañero de fatigas de los artistas asesinados. No quiero imaginar como estás, y espero que el escribir te consuele un poco. Día triste para la libertad....
ResponderEliminar