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jueves, 8 de enero de 2015

Unos lápices del 7,62 x 39 mm.



Fueron aquellos que pusieron mis esperanzadores años sesenta en imágenes.

Bueno, sería más exacto decir que fueron quienes constituyeron la cara más crítica, ingeniosa e irreverente, de una revolución que día a día iba perdiendo su fisonomía más espontánea y fresca, para ir hundiéndose en el aburrido y previsible cubo de las ideologías que ya eran caducas cuando fueron inventadas.

Wolinski, el profesor Choron, Cabu, Cavanna, Reiser y un puñado más de mentes lúcidas e iconoclastas, nos estimulaban semanalmente con los inteligentes disparates que nos aportaba el espíritu de Hara-Kiri.

Después, cuando la resaca de la fiesta empezó a pasar factura de la ingestión abusiva e irresponsable de una teoría tan brillante y efímera como un castillo de bengalas de colorines, Hara-Kiri se convirtió en Charlie-Hébdo.

El grupo poseía la reserva de talento e ingenio suficiente, como para tomar tierra con soltura en la sempiterna la banalidad cotidiana de unos franceses de boina y baguette.

Eran los “bof”. Término inventado por el genio incomparable de Reiser, para designar simbólicamente a un ser cuya colilla en los labios, la barba de cuatro días y unos calzoncillos sucios y dados de sí, por los que asomaban impúdicas sus parte íntimas, nos mostraba la cara menos presentable de la clase media francesa.

Estuve suscrito durante más de diez años a este periódico semanal, confeccionado en papel industrial y cuatricromía, que inspiró a la revista de humor más inteligente que se publicó en España, Hermano Lobo, después de que La Codorniz hubiese clausurado su ciclo de crítica solapada del Régimen, y la Transición empezara a vislumbrarse tras el catafalco del Dictador.

Charlie-Hébdo siguió en su universo provocador y, a pesar de que los tiempos no fueran los mismos y yo tampoco, no se retiraron dejando un hueco que nadie podría haber rellenado en ese segmento satírico de la actualidad.

Me alejé de ese mundo, como de muchos otros, porque tenía cosas nuevas que descubrir.

Y, precisamente en mi recorrido por esos nuevos senderos, sufrí con mis compañeros de aventura las consecuencias del cadáver viviente del franquismo, en su versión más agresiva y violenta, a principios de los ochenta.

Ayer, con la noticia de la nueva barbarie cometida contra mi antiguo Club de Talentos Despiertos, acudieron en tropel los recuerdos de los años de plomo. Aquellos de los abogados de Atocha, El Papus, y tantas tragedias, afortunadamente enterradas en la escombrera de la memoria, previa al olvido.

Un imperativo moral inexcusable me llevó a la única manifestación de homenaje a las víctimas de la masacre que se convocó  en este país de hoy, siempre ajeno a cualquier cosa no manufacturable por las empresas de la basura mediática.

Y mejor hubiese sido conformarme con roer en privado mi amargura.

Dos centenares escasos de asistentes no parecían estar más atentos que a un miserable montaje propagandístico, que una cúpula reducida del PSOE había organizado casi clandestinamente ante las cámaras de televisión, con el ex–presidente de la flojera multiculturalista a la cabeza.

Pero el aquelarre, tantas veces escenificado por ese partido a caballo de una tragedia ajena, reservaba una patética escena tan banal como vergonzosa. Consistió en la presencia solitaria de una bandera republicana, ajada y descolorida por tantos usos similares, cuyo intolerable y obsceno oportunismo surrealista, me provocó un ataque de irritación que puse sonoramente de manifiesto.

Un grupo de figurantes que asistía disciplinado a esta puesta en escena, cercano a mí, recriminó mí airado comentario con un coro de gritos apelando a la sacrosanta libertad de expresión.

Pero no era el atentado contra esa libertad, que siendo la esencia de nuestra civilización había sido agredido en la redacción de Charlie-Hébdo, el objeto de sus apasionados gritos. No. Reclamaban el derecho a exhibir ese símbolo del revanchismo en cualquier lugar y ocasión, por más incongruentes que sean.

Me retiré, maldiciendo mí error al no haber comprobado el origen de unos convocantes capaces de usurpar cualquier oportunidad, pasando por encima de todo principio, y faltando al respeto a todo lo que no sean sus miserables intereses.

Si a todo esto añadimos el panorama de ceguera que han exhibido durante la jornada la mayor parte de quienes se empeñan en hacer prevalecer sus correctas ensoñaciones multiculturales sobre la dura realidad de los hechos, el día de ayer, para mí, pasará como uno de los más lamentables de estos últimos tiempos.

Me preguntaba qué hubiese ocurrido si un grupo de ricos con chistera y puro, y armados con recortadas, hubiesen entrado y mascarado a la redacción del mencionado Hermano Lobo, presos de una pasión vindicativa provocada por los magistrales chistes de Chumy Chumez, en los que solían representar el papel protagonista.

Probablemente la exigua concentración delante de la Embajada de Francia, se hubiese convertido en una convocatoria de huelga general revolucionaria. Menos mal que los ricos no pueden perder su valioso tiempo en festivales pirotécnicos de esa índole.

Pero tampoco ese pensamiento me ha consolado…


1 comentario:

  1. Se nota que en ti la indignación como ciudadano se suma a la indignación de compañero de fatigas de los artistas asesinados. No quiero imaginar como estás, y espero que el escribir te consuele un poco. Día triste para la libertad....

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