“La situación política, social, moral, cultural,
territorial... es absolutamente inestable. Eso coincide con una apreciación que
todos los historiadores serios han hecho de los periodos de sucesión. Periodos
que son largos en el tiempo y de fuerte crisis social y política.”
Esta declaración de uno de los
intelectuales que integran la lista de mis preferencias, en términos de
comentaristas políticos, me ha dejado en estado de estupefacción.
Me resulta difícil asumir que su
lenguaje habitualmente riguroso y preciso, se haya contaminado con esa especie
de esperanto que aglutina a una larga listas de grupos heterogéneos de
“progresistas” de todo pelaje.
La doxa común de ese confuso revoltijo resume un pesimismo
cateto y simplificador, del que se está aprovechando una minoría zarrapastrosa
que se abre camino, entre la indiferencia general.
También, otra parte de ingenuos, tratan
de exorcizar una especie de temor difuso al futuro inmediato con expresiones
pasablemente catastrofistas, que los interesados ya están capitalizando con el
rumboso término de “el miedo de la casta”.
Lo cierto es que la alusión a la valoración
de los períodos de transición - así, en general- que hacen los historiadores
serios mencionados por Juaristi, no puede constituir un argumento digno de
tenerse en cuenta, más que como un recurso retórico en apoyo a su afirmación
del estado general de nuestra sociedad, que por otra parte, no me parece que
tenga más alcance que el de una respetable, pero discutible opinión.
Lo que me parece más grave es el hecho
de que, día a día, se va extendiendo esa neblina disolvente de pesimismo, que
no tiene el menor fundamento objetivo, si no es aquel que esa misma
intoxicación está provocando.
Y el caso es que, una vez más, este
tipo de fenómenos tienen un origen inexplicable, lejos de cualquier sospecha de
complot o estrategia astutamente puesta en marcha por oscuros intereses. Se
deben, al menos en apariencia, a una dinámica histórica en la que intervienen
una multitud de factores, difíciles de identificar.
Pero el caso es que, en un horizonte
global con bastantes nubarrones cargados de incertidumbres económicas,
conflictos sangrientos con perfiles inéditos y solapadas amenazas que ya
creíamos superadas, nuestro país es capaz de albergar algunas incipientes
esperanzas, a pesar de las dificultades añadidas por nuestra secular obsesión
por los particularismos.
Es cierto que padecemos actualmente un
mediocre situación educativa en determinados sectores, ni remotamente
mayoritarios.
Pero hay datos que indican un
incremento de la calidad profesional de las nuevas generaciones, y de una
cultura, que si bien sufre las consecuencia indeseables que todo cambio de
paradigma tecnológico conlleva y que compartimos con otras sociedades
desarrolladas, se están incorporando a él de forma paulatina y satisfactoria.
El impacto de lo que se califica como
la crisis económica más profunda del capitalismo, está provocando situaciones
difíciles en muchos sectores sociales, pero el camino de regreso parece fuera
de toda duda que ya se ha iniciado.
Nadie, en su sano juicio, podía esperar
que una potencia media, dentro del círculo de países desarrollados, como es
España, fuese a librarse de los efecto de un cambio de paradigma como el que se
está produciendo en el mundo desde hace más veinte años.
Hurgar en los vertederos de la basura
política amarillista como lo hace Juaristi, en sus respuestas respecto de la
Reina, no solo es periodísticamente irrelevante, sino que añade un imprudente
plus de prestigio al discurso disolvente. Lo cual, no era previsible en cuanto
a la responsabilidad intelectual de la que ha hecho gala hasta ahora.
Los demagogos, los simplificadores y
aquellos para los que el papel de víctimas goza de esa falaz expresión de Régis
Debray de que “las bofetadas que se reciben se recuerdan mejor que las que se
dan”, están de enhorabuena.
A su escuálido motor le ha incorporado Juaristi,
gratuitamente, un turbo-compresor, que añade unos caballos de potencia
suplementarios, que ellos sabrán usar debidamente en su carrera hacia ninguna
parte.
El sectarismo fanático de cierta pretendida
intelectualidad de izquierda, que ya está dando muestras de su inclinación a
reducir al silencio a cualquiera que no piensa como ella, no representa, en
realidad, ninguna novedad.
Lo que sí es inquietante, por novedoso,
es que alguien tenido por respetable, se descuelgue con unas declaraciones que
no hacen más que verter gasolina en una pequeña hoguera, sin medir los riesgos
de avivarla hasta alcanzar un brillo desproporcionado.
No es para echarse las manos a la
cabeza, claro. Pero no es una buena noticia.
Al menos, para mí.
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