En la evolución del contexto cultural en el que nos
movemos desde hace bastantes años los sujetos de mi edad y generaciones
adyacentes, y a lo largo de todo este tiempo, se han ido extraviando muchas de
las referencias morales que nos parecían esenciales, y aún nos lo parecen a
algunos, para la construcción de los observatorios desde los que elegimos
nuestras prioridades.
Pero eso, siendo lo malo del asunto, no es lo peor. Lo
peor es que esas pérdidas no solo no representan lamentablemente ninguna
inquietud para la mayoría de nuestros conciudadanos, sino que los vacíos que
dejan se van transformando en balizas del nuevo sendero por el que discurre el
ser humano en dirección a una nueva versión de la cultura, cuyos primeras
manifestaciones me producen escalofríos.
Este estado de cosas ha provocado, hace ya cierto tiempo,
la aparición en muchos de nosotros de algunas estrategias defensivas; la
generación de algunos anticuerpos que nos permiten una inquieta pero, de
momento, eficaz inmunidad, aunque me temo, ojalá me equivoque, que con fecha de
caducidad.
Así pues, se han operado algunos cambios. Por ejemplo, la
selección de las referencias culturales,
políticas y, en definitiva, morales que tradicionalmente llevábamos a cabo
entre las elites intelectuales, siempre había estado más o menos ordenada por
géneros, o segmentos creativos homogéneos. Filosóficos. Literarios. Musicales.
Pictóricos. Cinematográficos. Etc.
Esto ha cambiado para mí desde hace tiempo, y esa
discriminación de mis guías intelectuales ha tenido que desechar aquel criterio
selectivo clásico, siempre respetuosamente distante, para dejar paso a otro
más elemental, más próximo. Más
sintético, porque tal vez se ha hecho más urgente.
Un criterio en el que el elemento cardinal está directamente
relacionado con una única y mucho más esencial actividad del autor: aquella en
la que vive su propia historia. Esa historia íntima que se destila después de
múltiples maneras en su obra. Tal vez esto parezca a primera vista tan
simplificador como pretencioso. No lo es para mí.
Se trata de acercarse a alguien que posee un particular
sentido de la vida y lo manifiesta a través de una actividad intelectual. Y lo
hace de un modo tan evidente, tan desnudo de artificio, que parecería que la
forma concreta de esa actividad, la novela, el cuadro, la película, etc, es
decir, el elemento conductor cuya perfección nos invita a aproximarnos, se
situase deliberadamente en una especie de segundo plano.
Ese acercamiento produce un efecto clarificador en el
lector-espectador. Este se ve
inesperadamente identificado con el material más genuino del proceso creativo
de ese autor, y que es aquel que mejor lo identifica. No solamente como artista
o creador sino en su totalidad. Es decir, como ser humano.
La proximidad con el creador no es ya únicamente de
naturaleza estética, como solía ser en términos clásicos; posee más bien un
sentido de identificación personal más universal, en el que el goce de la obra
es inseparable de una especie de sentimiento de intimidad entre los propios
principios y los del autor. Es el maestro-amigo.
Y es entonces cuando se produce el efecto más
sorprendente. De pronto, las personalidades de algunos autores, creadores de
obras en diferentes disciplinas, que jamás se habían presentado ante nosotros
más que con su exclusiva identidad artística, aparecen estrechamente
relacionados entre sí por una misma esencia: su común visión general de la
vida.
Naturalmente, para mí, mis guías tienen algo más en común.
Son personas heterodoxas. Especiales. Difícilmente encajables en los rígidos
anaqueles de la cultura oficial. Están en ellos porque sería impensable ignorar
el mérito de su quehacer; pero por más que los pusilánimes del canon intenten
encontrar un espacio reconocible que los pudiese acoger para su propia
tranquilidad, solo encuentran el de “inclasificables”.
Y, algo aun más definitivo: la izquierda, que no pudo
nunca recuperarlos para sus filas, como suele intentar con cualquier
intelectual notable, no ha tenido más remedio que homologarlos culturalmente,
aunque en términos ideológicos los deteste.
¿Qué relación se podría establecer, por ejemplo, entre
autores tan aparentemente diversos como el historiador Georges Bensoussan; el
director de cine Clint Eastwood; el chanteur Georges Brassens y el literato
Mario Vargas Llosa? Si partimos de un
criterio estrictamente profesional, ninguno. Salvo el hecho, claro está,
del reconocimiento unánime de su maestría, del que todos ellos gozan en sus
respectivos círculos.
Todos ellos poseen, así mismo, una trayectoria profesional
lo suficientemente dilatada y coherente, como para poder identificar sin error
esos principios de los que estamos hablando, que transcienden su obra, y a los
que habrá que empezar a llamar por su nombre. Los principios morales. Y su consecuente
proyección ética y estética, claro.
Un análisis atento de la obra de los cuatro nos muestra
una evolución, en la que a medida que iban alcanzando esa madurez formal que
proporciona al autor un lenguaje propio, se nota un progresivo interés por lo
esencial, una especie de necesidad de dejar claro qué es aquello que realmente
importa.
Y sino, comprobémoslo.
George Bensoussan, del que tengo el honor de ser amigo, no es
únicamente un gran historiador. Es mucho más. Su dedicación al estudio de las
obsesiones genocidas de la vieja Europa, que culminan hasta ahora con Auschwitz
-ese hecho histórico que marcó para siempre la conciencia de la humanidad- ha
dado como resultado uno de los más importantes trabajos de reflexión histórica
sobre la condición humana actualmente, y sin cuyo conocimiento resultaría casi
imposible comprender qué nos pasa ahora mismo.
Su trabajo incesante para la
difusión entre los más jóvenes del
conocimiento de nuestros hechos más
reprobables, y los precedentes que ayudan a comprenderlos como es el miedo a la
libertad, no solo representa un esfuerzo indispensable si queremos que la
memoria no deje de cumplir su mejor función, sino que contribuye con su lúcida
y, a pesar de ello, esperanzada mirada sobre la conciencia del hombre, a que
las generaciones que empiezan ahora mismo a vivir puedan evitar la funesta
tentación de refugiarse en la indiferencia.
“En el desarrollo de las sociedades modernas, desde
principios del siglo XIX en particular, el hombre ya no es la referencia
cardinal que venía siendo en las sociedades tradicionales. Es de ahí de donde
procede la nostalgia que nos inspira el mundo que hemos perdido, como si, más
allá de las quimeras ruralistas y arcaizantes, alimentásemos en lo más íntimo
de nuestro ser, el duelo y el llanto por un universo del que éramos el centro.
Haciendo de la eficacia (éxito) el único fundamento de la legitimidad de una
acción, el reparto de funciones (especialización) y la técnica nos muestran a
un hombre que ha perdido su posición en el centro del cuadro, para ser un simple
punto de la periferia del mismo, convertido así en una pasión inútil”. (Europa, une passion génocidaire, G.
Bensoussan ,2006)
Mario Vargas Llosa es, fundamentalmente, un testigo
privilegiado de nuestra era. No lo digo por el simple hecho de que haya podido
vivir íntimamente los ambientes
culturalmente más sensibles de
nuestro siglo XX, sino porque al elegir la incómoda posición de “hombre libre”,
en medio de los ambientes predominantemente okupados por la supremacía moral de la izquierda, liberó
a muchos de nosotros de nuestras posiciones poco confortables en el debate
cuando, como sísifos arrastrando la gigantesca piedra de la culpa de nuestro irrenunciable
individualismo, se nos precipitaba una y otra vez al fondo del abismo.
Él contribuyó notablemente, al menos para mí, al hallazgo
de la clave, simplísima y al mismo tiempo poco menos que innasumible, de la
armonización del amor propio (l’amour de
soi) con el ineludible compromiso con la sociedad. Y eso, en el dramático
momento en el que las construcciones intelectuales de cartón piedra de nuestra
juventud se venían estrepitosamente abajo.
Por otra parte, no quiero privarme de la travesura de
subrayar el prodigio que constituye, en su caso, el hecho de conseguir hacerse
publicar en medios tan hostiles a su proclamado liberalismo como “El País” o
“Le Monde”.
¿Sutilezas de su incombustible agente Balcells, musa
editorial de la cultura de izquierdas
desde los tiempos añejos de “la gauche divine”? ¿O cálculo económico del
sanedrín de PRISA, que pasa por encima del odio africano que provoca el autor
en la mayoría de sus fieles catecúmenos, mediante la chapucera coartada
consistente en separar al escribidor del ciudadano?
(A propósito de PRISA, debo dejar constancia de la única
discrepancia que mantengo con el premio Nobel. Su proclamada simpatía por ese
cargante pepito grillo que es Juan Cruz, perejil inevitable, por lo que se ve,
en todos los guisos culturales de nuestro territorio hispanohablante)
“…pero al hombre
culto la cultura le servía por lo menos para establecer jerarquías y
preferencias en el campo del saber y de los valores estéticos. En la era de la
especialización y el derrumbe de la cultura las jerarquías han desaparecido en
una amorfa mezcolanza en la que, según el embrollo que iguala a las
innumerables formas de vida bautizadas culturas, todas las ciencias y las
técnicas se justifican y equivalen, y no hay modo alguno de discernir con un
mínimo de objetividad qué es bello en arte y qué no lo es. Incluso hablar de
este modo resulta ya obsoleto, pues la noción misma de belleza está tan
desacreditada como la clásica idea de cultura”. (La civilización del espectáculo. M. Vargas Llosa, 2012)
Por su parte, el director Clint Eastwood, nos ha dejado,
en un trabajo personal, inconfundible, una crónica triste y desolada de la
civilización de la violencia autodestructiva (Bird) o social (Grand Torino,
Sin piedad) pero también la muestra de su esperanzado sentido de la
compasión (One million dollars baby),
así como de su irrenunciable pasión de vivir (Los puentes de Madison). Todo ello formulado con un lenguaje, cuya
estética hecha de sutiles matices no podría expresar con mayor precisión la
actitud ética que anima la mirada de este cineasta sobre la existencia, ni su
inmenso amor hacia los seres que parecen encontrase en los márgenes de su
banalidad.
El coraje que manifiesta su declarada militancia
“libertaria”, en medio de un mundo de corrección política como el de Hollywood,
y su nada oculta simpatía política por el Partido Republicano, pone en más de
un apuro ideológico a quienes no les queda más remedio que reconocer su inmenso
talento, desde posiciones diametralmente opuestas.
Otro ser a quien su enorme corazón no le cabía en su
cuerpo de poeta, Georges Brassens, ha impartido durante más de treinta años una
de las lecciones de humanidad más fieramente enternecedoras que jamás se hayan
escuchado.
Tierno corazón, disfrazado de feroz terrorista de la
cultura e insaciable comecuras, armado únicamente con su incomparable lenguaje
para fustigar sin piedad a todos los convencionalismos acomodaticios, los
nacionalismos aldeanos, las ideologías idiotizantes, la mortal rutina del
aburrimiento pequeño-burgués, los militarismos ridículos, los periodistas
maledicentes, etc.
Enarbolando siempre un orgulloso pabellón de
individualista libérrimo, revindicó, al mismo tiempo y sin sombra de
contradicción, el afecto y la amistad incondicionales como valores supremos de
las relaciones humanas, y dirigió su tierna mirada conmovida sobre esa legión
de humildes seres infelices que suelen rodearnos sin que los veamos, ya fueran
putas, huérfanos, borrachos o viejos en trance de despedida.
Nada quedó fuera de su fina observación y extraordinario
sentido de la ironía, envuelto todo ello en una poesía llena de clasicismo y
construída mediante un lenguaje de una inusitada belleza.
En L’Épave, un
borracho, al que en su desventurada noche, y tras ser expulsado de la taberna
al acabársele el dinero, los marginales del barrio lo van despojando de lo poco
que aun posee, hasta los propios calzoncillos, es descubierto por una pobre
puta callejera que, a pesar de su experiencia, se siente escandalizada por su
total desnudez y va a llamar a un guardia.
El borracho, trasunto del Brassens más anarquizante, narra con estupor su decepcionante experiencia, y su asombro alcanza su cenit cuando evoca al madero que lo arropa con su capelina para que no coja frío, tendido como está en el suelo.
El borracho, trasunto del Brassens más anarquizante, narra con estupor su decepcionante experiencia, y su asombro alcanza su cenit cuando evoca al madero que lo arropa con su capelina para que no coja frío, tendido como está en el suelo.
Le représentant
de la loi El representante de
la ley
Vint
d’un pas débonnaire Llegó con paso cansino
Sitôt
qu’il m’aperçut Y en
cuanto me vio
Il
s’écria “!Tonnerre! Exclamó:
“! Rediós !
On est
en plein hiver Estamos
en pleno invierno
Et si vous
vous geliez…” Y se puede
congelar…”
Et de
peur que je n’atrappe Y temiendo que pudiera
Une
fluxion de poitrine Agarrar un buen trancazo
Le bougre
il me couvrit El tipo me
cubrió
Avec sa
pélerine. Con su esclavina.
Ça ne
fait rien, ¡Hay
que ver que
il y a
des flics bien singuliers!. Guardias más raros hay!
Et
depuis ce jour là, A partir de ese día
Moi, le
fier, le bravache, Yo,
aquel chulo, aquel bocazas,
Moi,
dont le cri de guerre Yo,
cuyo grito de guerra
Fut
toujours “Mort aux vaches!” Siempre fue“¡La madera al paredón!”
Plus une
seule fois Ni
una sola vez
Je n’ai
pu le brailler Volví a bramarlo.
J’essaye
bien encore Y
aunque aun lo intento,
Mais ma
langue honteuse Mi lengua
avergonzada
Retombe
lourdement Se esconde
torpemente
Dans ma
bouche pâteuse. En mi boca gangosa.
Ça ne
fait rien ¡Hay que ver que
Nous
vivons un temps Tiempos
más raros vivimos!
bien singulier!
Con esta canción, el bueno de tonton Georges, haciendo de un guardia el único ser al que el pobre
borracho conmovió, y en el que encontró un poco de compasión, no dejó de
sorprender una vez más a quien no quería ver en él más que a un supuesto
revolucionario de manual, cuando, precisamente, su revolución consistió en
desenmascarar a esos pretendidos rebeldes de cóctel que siempre están demasiado
ocupados persiguiendo fantasmagóricas utopías, mientras a su lado tienen lugar
pequeñas historias a las que les hubiese venido muy bien que les prestasen un
poco de atención.
Como hacía el tío George. Y como lo sigue haciendo para
algunos de nosotros.
El irrenunciable individualismo en el seno de la sociedad;
la autonomía profesional; el respeto y la defensa incansable de la libertad y
de las leyes democráticas que la soportan; el ejercicio permanente del sentido
común; una reivindicación infatigable de la libertad allí donde esté sojuzgada;
la nobleza de espíritu; un irónico desdén por las consignas, eslóganes y
lugares comunes y, en resumen, una actitud resueltamente moral, forman las
opciones compartidas de estas cuatro personas, a las que debemos -al menos yo-
una inestimable ayuda en la búsqueda diaria de un camino despejado en la
intrincada maraña que nos rodea.
Ellos forman hoy
por hoy uno de los núcleos intelectuales, sino el más relevante, que todavía me
permite relacionarme con aquello que antes llamábamos cultura, sin morir en el
intento.
¡Bendigo aquí a la providencia que me permite ser uno…
… y no
caminar solo!
Tienes toda la razón, yo añadiría a tu lista Romain Gary, judío no sionista, gaulliste de la première heure, que no soportaba a la derecha enamorada de sus propiedades ni a los monstruos de la izquierda totalitaria. La mejor novela quizá del siglo XX es La Vie Devant Soi. Vargas Llosa tuvo el valor que no tuvo Gunter Grass, quien tras servir alos nazis sirvió a los comunistas y se permitía meterse con Vargas... Brassens, para mí, es antes un peazo poeta que un cantante. No he leído nada de Bensoussan, prometo redimirme. ¿Sabes si sabe español? Si te parece interesante podemos llevarlo a Historia en Vivo...
ResponderEliminarPor cierto te encantará el artículo de Jean Sevillia en el Fig Mag hablando de la destrucción del estudio de la Historia en el bachillerato francés. Precisamente lo mismo que nos había comentado Stanley Payne en H.E.V. hace unos meses hablando del interes decreciente por la Historia en las U. americanas. Yo soy optimista, da igual que el mundo oficial o académico diga X si el pública dice Y. Al final Leningrado volvió a ser San Petersburgo, la Gran Vía de José Antonio volvió a ser la Gran Vía a secas, y las revistas de historia o los programas de radio acaban hablando de cosas que ni se les pasaría por la cabeza a quienes yo me sé.