Un desconsolado llanto denotaba la frustración, tal vez desmesurada para un alma tan pequeña como debía ser la mía, cuando mi madre depositaba de forma inconsideradamente descuidada la cuchara sobre aquel paradigma de la perfección que representaba para mí la tenue membrana satinada que se había formado en la superficie de aquella papilla, al enfriarse. Esa prodigiosa textura competía en términos de estímulo de placer absoluto, con aquel color imposible que sólo volvería a reconocer, años más tarde, en algunos tonos de amarillo lechoso que se ven en la raya del horizonte justo unos segundos antes de que salga sol.
Textura, color y sabor formaban un todo exquisito que fracasaba cuando aquella desdichada cuchara caía con un catastrófico efecto, solo comparable al producido por el pié de un estúpido adulto sobre el primoroso castillo de arena acabado de construir en la playa.
Es el recuerdo más remoto que conservo sobre mi sempiterna e incómoda obsesión por esa condición que deberían poseer todas las cosas, en mi opinión, y que es que su estado perfecto.
Su estado perfecto no significa la perfección. Eso no es más que una míserable utopía; una aspiración de conformistas sofisticados con mala conciencia. Su estado perfecto es simplemente ser como son. Se trata de aquel estado en el que están las cosas cuando decidimos si nos gustan o no.
Lo que quiero decir es facilmente comprensible en el caso ejemplar de aquellas palabras que dejan de ser como son. O sea como nos gustan.
Cuando era lo suficientemete pequeño como para creer que todavía podría llegar a aprender todo lo que había que aprender, escuché un día la palabra “moña”. Inmediatamente comprendí que se trataba de un eufemismo para evitar mencionar a la borrachera por su digno nombre. Pero lo que me llamó negativamente la atención no fué esa solución que los hipócritas suelen encontrar para defenderse de su miedo a las palabras; lo que me resultó realmente irritante fué la distorsión de una soberbia palabra como es “moño” que, al reflejarla en el espejo deformante de esos miedos, la transformaba en un pingajo léxico deforme y afeminado.
Otro tanto me ocurrió el día que dejé de pronunciar el término “moda”, sin reparar en su infame morfología. El modelo del que malvadamente hicieron derivar la palabreja, es otro monumento de la forma privilegiada de la que habla la Ley del Todo de la teoría del Gestaldt. La palabra “modo”.
Pero, como toda persona decentemente dotada de itelecto sabe, las palabras no son inocentes.
El vocablo “moda” no expresa simplemente una deformación fruto de la pereza y la inanidad intelectual de multitud de nuestros hermanos homúnculos. Eso no pasaría de ser una enfermedad leve. La “moda” nació con vocación usurpadora. Usurpadora de la voluntad individual.
No soy de los partidarios de las explicaciones basadas en supuestos complots. Es evidente que desde el nacimiento de este concepto -simultaneo a la gozosa aparición de la burguesia- han sido multitud los oportunistas que han derivado intereses más o menos legítimos del fenómeno, pero habría que ser mucho más ingenuo de lo que yo soy para creer que la moda está manejada por algún oscuro gabinete de poder. La realidad es mucho peor.
La moda es uno de esos leviatanes a los que, una vez puestos en circulación, resulta tan fácil controlarlos como devolver la pasta del dentífrico al tubo, una vez vaciado. Tiene una existencia propia, y los humanos son sus gozosas víctimas.
Pero en esto, como en todo lo demás, no hay ni rastro de determinismo. Cada cual decidirá si sabe de qué se trata y si opta por integrarse en el juego o seguir por libre.
Particularmente no creo que la moda tenga ningún aspecto positivo. Es un sistema de integración disciplinada basado en la condición de piezas indiscriminadas en un organismo ( la sociedad )de los seres individuales, fuera del cual no hay existencia posible. El grado de adaptación al mismo se valora de acuerdo con el seguimiento más o menos fiel a sus preceptos. La exclusión de la que la propia sociedad de la moda hace objeto a los seguidores torpes, los horteras, es una especie de terapia saludable que permite establecer las referencias negativas indispensables, como guía para catecúmenos.
El mecanismo de la moda es tan eficiente que ha creado modelos periféricos; los dandys, snobs, enfants térribles, malditos etc, que constituyen su vanguardia. Son miembros destacados del mismo cuya distancia a los estándares genéricos permanece constante y que representan el falso conflicto interno indispensable a toda estructura de poder que pretenda mantenerse en ejercicio.
A veces en mi intento de permanecer al margen de este fenómeno, he optado por decisiones que me parecían incontaminadas. Pero la moda es, además de infinidad de otras cosas, un fenómeno comunicativo y como tal puede absorber cualquier cosa situada fuera de sus límites con un simple titular de prensa.
El manejo de la noticia de la muerte de Steve Jobs es una de las manifestaciones más recientes de ese poder.
Adquirí mis primeros equipos Apple, dentro del cuadro de la dotación profesional de mi antigua empresa, hacia 1987. Las razones de la opción de esas máquinas entre la oferta disponible en el momento, era la adecuación incomparablemente más adaptada a nuestras necesidades concretas de los sistemas ofrecidos por McIntosh. Desde entonces hasta el momento, mi incurable pereza me ha aconsejado no cambiar de sistema, aunque solo sea por evitar un nuevo aprendizaje.
Y mira tú por donde, después de venticinco años y en cuatro días de duelo, me he enterado de que, al parecer y sin mí consentimiento, formo parte de una “tribu”. De una moda.
O sea,que a pesar de que mi música portatil la envaso en otra mochila electrónica desde mucho antes de la aparición del I-Pod de marras, y a pesar de que tengo un terminal telefónico vulgar y con botones.
Soy un “maquero”.
¡Maldita sea mí estampa!
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