No sé si estareis de acuerdo conmigo, pero a mí empieza a preocuparme la creciente indiferencia con la que observo los acontecimientos que tienen lugar en nuestro país.
Y claro, si descarto el tópico de que me estoy haciendo mayor, deduzco que debe haber algunas razones de fondo que expliquen esta sensación de aburrimiento general, la tediosa reiteración de los análisis que oígo, la ausencia de la mínima originalidad en sus conclusiones y la inanidad de las pretendidas recetas que se apuntan como soluciones.
Cuando se habla de las razones objetivas que explicann la lastimosa situación en la que se encuentra actualmente el país, suele mencionarse una, que no por manoseada deja de ser objetiva : nuestra falta de competividad. Sería probablemente muy aleccionador, por otra parte, averiguar qué significado da cada cual a ese término, competividad, y cuándo y dónde sitúa el origen de dicha tara.
Si admitimos que otro término, modernidad, tiene también tantas acepciones como opinantes entre nuestro conciudadanos, yo mismo me atrevería a opinar que modernidad tiene algo que ver con industrialización, y este vocablo se relaciona, a su vez, con empresa.
Empresario es un concepto tan sobado en España, que apenas quiere decir estrictamente nada. Tanto es así que, huérfano de contenido como tantas otros conceptos actualmente, se le trata de conservar mediante ese truco tan español que consiste en “recalificarlo”. Ahora, ha sido rebautizado como “emprendedor”, por parte de nuestra legión de expertos en eufemismos. Pero, en realidad, sólo es una vez más un patético intento de disfrazar la vulgaridad y la falacia que dicho término ha encerrado, y encierra, a lo largo de nuestra historia de los últimos dos siglos.
Que los empleados, trabajadores, asalariados, proletarios o como queramos denominar a los que ganan su vida trabajando para otro, tienen una responsabilidad evidente en la “falta de productividad” lo podemos constatar, todos los dias de Dios, en nuestro próximo entorno. Para muchos de ellos, la falta de compromiso con la finalidad del trabajo que desarrollan para ganar su salario es, a veces, una especie de virtud de clase, o algo así. Yo mismo he oido alguna vez como era revindicada, como si tratara de una especie de instrumento de lucha legítimo de los trabajadores.
Pero todo eso no puede honestamente presentarse como la causa principal del mencionado mal funcionamiento. Hay otra causa, de las llamadas estructurales, que lo explica mucho más adecuadamente, en mi opinión: la inexistencia real de la figura del empresario. Entendida esta en los términos en los que ese concepto fue establecido en aquellos países en los que sí se llevó a cabo la revolución industrial. Lo que ha habido y sigue habiendo abundantemente en España son hombres de negocios. Los hombre de negocios son personas que buscan oportunidades para multiplicar su capital. Y como tales han existido desde tiempo inmemorial; interviniendo en el comercio de bienes y servicios y naturalmente en la empresa, como inversores. Otra cosa muy distinta son los empresarios.
El empresario es una persona que se propone poner en marcha una idea original, y que es, frecuentemente, un profesional enamorado de su profesión. Para ello, contará únicamente con un equipo técnico adecuado, su própio capital y, si hay suerte, con los hombres de negocios a los que consiga interesar en su proyecto. La idea, en la que cree razonablemente, es su activo principal.
Lo que hemos venido llamando progreso ha sido posible, en un porcentaje muy alto de los casos, gracias a la confianza depositada por ese tipo de empresario en sus ideas, en las cuales algunos hombres de negocios no creyeron. Podríamos decir que aquellos países que se significan hoy por haber sido históricamente sedes de grandes ideas y, en consecuencia de ese progreso, se lo deben a ellos.
La noción de riesgo en las inversiones en empresas es algo muy significativo. Yo lo valoraría en función del plazo, para entenderlo más facilmente. El corto plazo es el terreno de los que podríamos llamar hombres de negocios oportunistas, sin más. Ese es el caso más frecuente entre nosotros. El “pelotazo” es su gran hallazgo semántico. El riesgo se minimiza, y los beneficios se fundan en la presión que el capital pueda ejercer sobre la oportunidad; también llegan a veces a la especulación si, además, ponen en práctica métodos que rozan, cuando no entran de lleno, en la inmoralidad.
Cuanto más largo es el plazo, más riesgos se asumen y más se necesita creer en la idea. Hasta el punto de que la satisfacción profesional resultante de su realización final, suele ser el objetivo fundamental de sus promotores. Los cuales, encima, suelen acabar forrándose.
En mi experiencia concreta he observado síntomas inequívocos de lo que afirmo. Como ejemplo, puedo ofrecer una cantidad significativa de personas tituladas en carreras universitarias que he conocido, y que jamás ejercieron su profesión por dedicarse a hacer negocios. Algunos sí las ejercieron, y hasta con notable brillantez. Lo hicieron hasta que las oportunidades que su notoriedad profesional les había proporcionado, los situaron ante la ocasión de hacer más rentable económicamente su existencia. Cuestión de prioridades, como siempre.
Por otro lado, si mi experiencia no fuera todo lo objetiva que este análisis requiere, bastaría con preguntarse por el desarrollo general que la empresa ha tenido en este país a lo largo de nuestra historia moderna, en términos de realizaciones concretas. Nada. Si no han sido grandes frustaciones. De la Cierva, Hispano-Suiza, Monturiol… y todos los ilustres miembros de nuestro secular y numerosísimo exilio científico, técnico e intelectual. ¿Estaremos biológicamente incapacitados para diseñar un coche o cualquier otro bien industrial?
Hoy, en ese terreno, seguimos igual. Lo demuestra el hecho de que países, incluso sin ninguna tradición industrial como Corea del Sur, nos inunden con sus productos automovilísticos, contribuyendo a desequilibrar de paso, un poco más, nuestra maltrecha balanza de pagos. Observad alrededor de la silla en la que estais sentados ( y, a lo mejor, la própia silla), y decidme cuantos productos veis, diseñados y producidos en nuestro amado país.
En una ocasión en la que acudí invitado a la presentación del catálogo de una prestigiosa industria de muebles italiana, escuché, entre incrédulo y maravillado, como el manager general de la empresa hablaba de los procesos de diseño y ejecución de sus productos, con una pasión y un conocimiento que ninguno de sus diseñadores igualaría. Y no estaba vendiendo nada, ya que el único público asistente éramos los profesionales. Ese era un empresario.
Mientras ejercí mi profesión, una de las calificaciones más frecuentes que les oí a una buena parte de mis clientes, respecto de las propuestas que les presentaba, fué la de: “ Es demasiado bueno…”. ¿Qué valor gramatical se le podría atribuir al término demasiado? ¿Era un adjetivo, y en ese caso tendría un valor positivo? ¿O, por el contrario, era un adverbio y significaría que era inadecuado? Ni una cosa ni la otra. Era un subterfugio. Ante la ausencia absoluta de criterio para evaluar la idoneidad de la propuesta, buscaban desembarazarse de la responsabilidad del juício; no atreviéndose a rechazar sin razones válidas lo que sencillamente no les satisfacía. Y no les satisfacía porque no correspodía exactamente a lo ellos que tenían en la cabeza.
En aquel momento yo no era capaz de comprender lo que pasaba. ¡Yo nunca les había dicho lo que tenían que hacer, ni a mi dentista, ni a mi mecánico! Ni ellos tampoco. Pero porque esas profesiones no les proponen ideas. Preguntad a un arquitecto…o a un cineasta…a un diseñador de prêt-à-porter…o industrial…etc,etc,etc. Pero lo que pasaba era algo perfectamente acorde con la canija mentalidad de aquellos falsos empresarios: simplemente, no habían llamado a un profesional confirmado para confiarle la búsqueda de la solución de un problema y confiar en su capacidad creativa, cosa que no se les pasaba por la cabeza; sino que lo habían hecho, únicamente, para que respaldase con su prestigio la solución que ellos ya habían decidido antes de acudir a él, y que era la única en la que confiaban, precisamente, por ser suya. Normalmente, se trataba de un torpe plágio de algo ya existente, cuyo éxito comprobado, aunque no comprendido, trataban de vampirizar mediante su simple extrapolación.
Luego, está la variante de los falsos empresarios/hombres de negocios que compran o alquilan ideas en el extranjero para producirlas en nuestro país. Naturalmente, una vez que la rentabilidad de esos productos o servicios ya ha sido confirmada por los mercados, fuera de aquí. O sea, más de lo mismo. De los falsos empresarios/hombres de negocios de la exportación hablaremos otro día, porque el tema da para otro patético artículo tragi-cómico.
La desconfianza endocrina en la labor del profesional, es uno de los rasgos más característicos que definen al falso empresario/hombre de negocios español. Y la consecuencia fatal de todo esto es que, aunque en un ejercicio absurdo de humildad el profesional pudiera dudar de sus razones y considerar que, tal vez llevado por su arrogancia, se hubiera alejado de la realidad, la realidad real, es que estamos donde estamos. A la cola del mundo desarrollado, llevados de la mano por esos emprendedores que nos conducen, con sus sabias y realistas iniciativas, no se sabe muy bien adonde.
La inteligencia sigue siendo algo alarmantemente sopechoso en nuestro amado país. No olvideis que, aquí, a una idea se la suele denominar “invento”. O sea, algo altamente peligroso ¡Y eso que Heidegger no nació en Badajoz!
El corolario de toda esta tabarra es que, cuando el otro día me tropecé con un joven aspirante a diseñador, que me había reconocido como autor de algunos trabajos que le habían gustado, y me pidió mí opinión sobre la opción profesional que había escogido, lo único que honestamente se me ocurrió decirle fue:
¡SI YO TUVIERA TU EDAD, ME LARGARÍA DE ESTE PAÍS A TODA HOSTIA!
Yo creo que los españoles dan mucho de sí, cuando les dejan. Que no es frecuente. Pero todo el modelo económico se basa en el ladrillo -con sus derivas políticas cleptomaniacas- y la obsesión por sostener privilegios y mordidas: el software cautivo, la mordida notarial, la mordida bancaria. Nadie más feliz que Microsoft en España si no son los notarios españoles, los bancos españoles, la SGAE, las entidades que gestionan cosas en nombre de la Ley, los funcionarios... Es un viejo ideal nacional: ser rentista. A los empresarios, los de verdad, los han crucificado. Y en eso te doy toda la razón también. Pero soy más optimista. Como todo el sistema se va a caer en brevísimo plazo, lo nuevo tendrá una oportunidad. Porque Darwin demostró que lo que no se adapta se extingue y da pie a algo nuevo, así que o nuestros modelos sociales y económicos se adaptan, o el gran Cronos destructor los devorará y no dejará ni la raspa.
ResponderEliminarLos que como yo ya estamos fuera del circuito- tal vez en el mejor momento de nuestra vida profesional- y que somos una pequeña multitud, saludamos tu optimismo. Ojalá tengas razón.
ResponderEliminarPero nuestra amargura procede de que el anhelo de que este país cambiase, mantenido a lo largo de la dictadura, no se verificó una vez que esta terminó.
A pesar de el entusiamo que pusimos para contribuir a ello en los '80.
Y esto fué así, porque nuestro error consistió en confundir las causas con las consecuencias. La causa eran, y son, los españoles. No Franco. Él era la consecuencia.
Cuando él desaparecío, todo siguió igual con otra envoltura.
Darwin tiene razón. El problema son los plazos. Un pueblo no cambia su actitud en pronfudidad, que es de lo que se trata, en una ni en dos generaciones.
Todo lo más a lo que aspiran los jóvenes de hoy(si no es a ser Belén Esteban) es a llegar ser Amancio Ortega, el artifice de Zara. Un hombre de negocios con éxito internacional.
No Steve Job, empresario con éxito internacional. Lo de este es cosa de extranjeros.
El problema no creo que sea que nuestros modelos sociales se ADAPTEN. Es algo más dificil. Se trata que de que se DESCARTEN, y se sustituyan por algo absolutamente distinto, que procede de finales del siglo XVIII.