Todos hemos oído hablar alguna vez de los análisis
sociológicos llevados a cabo a partir del examen de los contenidos de los cubos
de basura, segmentados por barrios desde el punto de vista socio-económico. Los
restos del consumo son una de las pistas más significativas de la capacidad
económica y los hábitos de comportamiento de la sociedad desarrollada.
Por mí parte, y dejando a parte el indudable interés
epistemológico de esa clase de estudios, siempre pensé en la ingrata labor de
esos investigadores de campo, sumidos en una montaña de detritus hasta las
cejas.
No hace muchos días, y ante ciertas salpicaduras fortuitas
de basura informativa en las redes sociales, decidí dotarme de mascarilla y
gafas protectoras y bucear en las alcantarillas cibernéticas. Debo declarar,
para empezar, que su rebosante caudal y la ingente multitud de criaturas que
las pueblan me dejaron literalmente estupefacto.
Pero esas magnitudes cuantitativas son moco de pavo al lado
de los factores cualitativos.
Uno, a la edad que tiene y con una vida abundantemente
nutrida de experiencias -que harían las delicias de unos nietos que no tiene-
creía casi agotada su capacidad de asombro ante las siempre fecundas
manifestaciones de delirio del antropoide desnudo provisto de I-Phone.
Pero es que uno tiene una incurable inclinación al optimismo
antropológico.
Desde la aparición de la obsesiva drogadicción a la transparencia informativa que padecemos,
va instalándose paulatinamente entre nosotros un nuevo paradigma de la
comunicación, basado en el postulado de que toda información transmitida por
los medios es falsa por definición.
Y, claro, esa
falsedad no se achaca a una posible incuria, torpeza o inocente holgazanería
por parte de los comunicadores, sino a una perversa estrategia de intoxicación
diseñada por los poderes ocultos de
siempre. Lo que solemos conocer con la displicente expresión de conspiranoia.
Naturalmente, ese axioma viene acompañado de su
correspondiente alternativa salvadora, de la mano de lo que se conoce como fuentes independientes. Ese adjetivo de marras, precisamente por no
depender de ningún mecanismo de verificación, ni filtro de solvencia, dota a
estas fuentes de esa insuperable
credibilidad que constituye la ontológica fe en lo inverosímil, lo fabuloso y
lo inaudito. El eterno regreso de los magos.
Hasta la irrupción de los enredos de Internet, solo ciertas
emisiones radio-televisivas de madrugada daban cobijo a estos divertidos
pasatiempos, con sus universos plagados de OVNIS, extraterrestres y otros
inventos, de los ingenuamente terroríficos Jiménez de Oso y epígonos.
Pero Face-Book, Twitter y otros desbocados torrentes
anónimo-instantáneos han derribado todos los muros de contención del sentido
común, y, lo que es más alarmante, han elevado exponencialmente el número de
yonquis con síndrome de abstinencia de sustancias tóxico-informativas.
En los faldones de los artículos, webs, blogs, fanzines y
yutubes al uso, se instalan salas de happenings, llamadas enfáticamente foros de opinión, que son los espacios
en los que los adictos celebran sus aquelarres y estruendosas bacanales de odio
paranoico.
Cualquier noticia aparecida en los medios es reinterpretada
en su auténtico significado. Este
mecanismo se pone en marcha de forma automática. La urgencia con la que se
producen las dota de su apariencia periodística.
La adaptación de los hechos objetivos al molde siempre caliente del complot y
sus actores, es sumamente funcional. La reciente perdida de un avión de línea
en Malasia es un ejemplo.
En el avión viajaban cuatro directivos de una empresa china.
A esa empresa se la relaciona con el gran
capital, como a todas. Y el gran
capital tiene asignada una nómina de apellidos paradigmáticos, judíos como
es lógico.
La desaparición de los mencionados ejecutivos cobra un
dramático significado, ya que sus relaciones societarias, que los autores de la
noticia conocen en sus mínimos
detalles, determinan la transferencia de sus acciones, y en este caso los
derechos de una valiosas patentes al parecer, a su único socio con vida.
¿Quién es el afortunado beneficiario de la tragedia? La
escalilla de la ficción responde de forma automática : un Rothschild. ¿Quién
sino?
De ahí a construir la pulp-fiction correspondiente hay un
paso. La perdición del avión es el resultado de un encargo, por parte de aquel al que favorece el crimen.
Pero esta noticia, como otras, es además una buena
oportunidad para recordarles a los catecúmenos los hechos históricos y parábolas de las que consta el evangelio de la información transparente.
Abreviando, la familia Rothschild es la secta que encargó a
Karl Marx la elaboración de su teoría del materialismo dialéctico con la
finalidad de disolver las sociedades democráticas. Posteriormente financiaron
la Revolución Rusa. Del mismo modo que financió al capitalismo sionista americano
y, a través de él, ¡a Hitler!
Bueno, es inútil y aburrido seguir esta saga alucinante; ahí
abajo os dejo algunos enlaces, por si alguno de vosotros tiene la suficiente
curiosidad y humor para echarles un vistazo.
La cuestión que sí tiene relieve, a mí juicio, es que algo
que no pasaba de ser una ensoñación infantiloide de ciencia-ficción y aventuras
inventadas en torno a los Templarios, está aprovechando el foso cavado en la
credibilidad de los medios por los ángeles exterminadores Assange, Snowden,
Mediapart, etc, para difundir a través
de él la basura amalgamada.
Una especie de compost integrado por la desconfianza
creciente en las instituciones, frustración económica, prestigio del
nacionalismo radical, repunte de ideologías totalitarias, etc, ante el que
empiezo a creer que más nos convendría cambiar nuestra arrogante sonrisa irónica
por una mirada un poco más atenta, por mucho asco que nos inspiren estas
inmundas cloacas.
Y, sino, al tiempo.
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