El interés (no
bancario) es un tipo de dependencia del objeto que lo provoca muy diferente de
la inclinación (no espacial). Aunque
es más que probable, según Kant, que no pueda producirse la primera sin pasar
por la segunda.
Y es que, para el maestro de Könisberg, es una inclinación recurrentemente satisfecha la que origina a la larga el interés verdadero. Y, por si esto no
fuera suficientemente interesante,
añade que el juicio sobre el objeto
que provoca nuestra inclinación, no es un juicio libre más que en el caso de no estar vinculado a un interés, ya que este siempre provoca una
exigencia o la produce. Esta clarísimo.
El juicio (de gusto
lo llama él) positivo sobre la representación de algo que estimula la inclinación
hacia ello, es libre si está desinteresado por lo representado; si se es indiferente ante su existencia. Ya que,
en el caso contrario, ese interés
provocaría el deseo y eso acabaría con la independencia del juicio. A lo mejor,
tiene algo que ver con lo que nosotros llamamos juicio desapasionado.
En fin, como introducción no ha estado mal ¿verdad?
Y ¿a qué viene toda esta interesante reflexión? Pues viene a
cuento de dos cosas. Una hace referencia al panorama político que ofrece este
fin de año. La otra a una declaración de principios.
Empecemos por lo segundo.
Esta incongruencia prueba fehacientemente que, para empezar,
el hecho de que todo venga habitualmente
en dirección opuesta a la de un sujeto como yo, se debe únicamente a que son los
demás los que son unos kamikazes.
El significado que yo atribuyo al término diletante, con el que describo
habitualmente mi más íntima naturaleza, probablemente no coincidirá con el que
muchos, o todos, lo definen. Pero eso es así porque, como ya dije, no son más
que unos insensatos kamikazes.
El Diletante, así
en cursiva para que alcance su mejor expresión formal, es pura y simplemente el
producto de una inclinación universal,
y un poco obsesiva si queréis, por todo aquello que llama su atención dentro
del amplio catálogo de la creación humana.
Y esa inclinación es pura, en el más genuino sentido
kantiano, ya que cuando se siente atraído por ello suele ignorar voluntariamente
todo lo referente al asunto, no prestando atención más que a su atractivo
formal. O sea que no experimenta el más mínimo compromiso o interés por ello. En resumen, está
absolutamente desinteresado por su
significado.
Es más, a medida que se va involucrando en el asunto, nota
como su inclinación comienza a
enderezarse, a medida que la citada actividad empieza a demandarle solapadamente
un poco más de interés.
Podríamos colegir de todo ello que la medida del ángulo de
la inclinación, expresada en grados, determina
la cantidad de desinterés de cada
momento.
Ese proceso de desinterés
decreciente es muy productivo para el
diletante, ya que le permite cambiar
de inclinación con desahogo y
multiplicar el número y la variedad de sus actividades, elemento esencial de
esta noble actitud.
Claro que esta gratificante ocupación no goza, considerada
en su conjunto, de una gran reputación. Pero es que, para el diletante serio y comprometido con sus inclinaciones, la reputación debe ser
solo una deslumbrante chispa instantánea que, si tiene facultades, se iluminará
repetidas veces en su carrera. Tantas como distintas disciplinas logre desempeñar.
Los frecuentes calificativos de dandy, snob, pedante, frívolo, superficial o coqueto, con los que
suelen tratarle los tristes especialistas, lejos de representar una ofensa para
el diletante significarán el
reconocimiento del valor de sus performances y le proporcionará la indispensable
distancia irónica en la que es preciso instalarse, si se quiere llevar a cabo
con éxito este excitante quehacer.
No he conocido demasiados diletantes verdaderos, auténticos profesionales de la diletancia,
dejando aparte mi respetado amigo Magnolio. Me he tropezado a menudo, sí, con ese
oxímoron del diletante que es el
diletante–amateur. Pero este bricoleur de fin de semana nunca llegará a nada,
porque está demasiado interesado en serlo.
El desinterés,
tantas veces mencionado en esta cuartilla, no es cosa fácil de conseguir. La nefasta
tendencia invasora de la especialización, que asoló como un tsunami el
rompeolas del espíritu humanista original, provocando la resaca que aun hoy
padecemos, sigue golpeando obstinadamente; empujado actualmente por los
favorables vientos que soplan impulsados por “la tecnología al alcance de todos
los analfabetos”.
Para conseguir estar verdaderamente desinteresado es preciso ser inteligente. Perdón por la inmodestia. El desinterés
no es producto de la pereza, ni mucho menos. El diletante mantiene una actividad de observación incansable, porque
ese esa su principal cualidad.
El diletante no
acude a academias. Adquiere sus virtudes observando con agudeza y preguntando
con delicadeza. Fijándose el los detalles claves; para lo cual, el oficio le ha
ido dotando de un mecanismo de discriminación de gran finura, ya que con el
correcto descifrado de esas claves se ahorra mucho aprendizaje.
Para acabar este punto, os voy a contar el secreto mejor
guardado de un diletante. La razón ( y
aquí Hr. Immanuel me podría echar una bronca, porque el desinterés lo es porque no involucra
a la razón) la razón, digo, por la que uno se mete, o… quizás mejor, asume por
fin su condición innata de diletante,
es la certeza que adquiere enseguida, respecto del placer que se detecta en el ejecutante de todo aquello que le deslumbra,
y a lo que se lanzará de cabeza.
Y acabando por lo primero, que va un poco de relleno, os diré que ni incluso mi actual relativa lejanía de la madre patria me aliviaría del aburrimiento que la actualidad política provoca, si no fuera por que gozo de un olímpico desinterés por la misma.
Y ese desinterés
apasionado me permite observar, por ejemplo, con una distancia académica de
entomólogo, las tragicómicas danzas folclóricas de los agónicos escarabajos
nacionalistas de la esquina nordeste. Interesante espectáculo introductorio,
por otra parte, a la grandiosa traca final del solemne acto de auto-inmolación nacionalista
que se oficiará en el famoso referéndum.
De otras decrépitas novedades del país, que me llegan como
un lejano y tartamudo eco de vez en cuando, mejor no invertir ni un minuto del
resto de mí vida.
También este bello país de Francia me permite observar desinteresadamente sus miserias, que son
muchas y variadas, y, a veces me río mucho. Como cuando, recientemente, un
conocido actor preguntado por popular periodista político declaró que él no era lo suficientemente
inteligente para ser de izquierdas.
Finezza de esa es la que se echa en falta entre sus colegas
españoles.
Buen, pues nada… recibid todos mi felicitación más desinteresada, con motivo de la entrada
del 2014.
¡Hale...!
¡Hale...!