Vivimos actualmente en España, pero no solo en España, en
medio de un clamoroso y contumaz malentendido ante el cual, los profesionales
que en el futuro espero que ocuparán el centro neurálgico de la sociedad, esto
es, los pensadores, se asombrarán por la
simplicidad aparente del fenómeno y graves consecuencias que, sin embargo, está
teniendo.
Me estoy refiriendo a la falta de capacidad que padece la
sociedad actual para discriminar dos conceptos que, sin embargo, son diferentes
con total evidencia. Se trata de la fatalidad
y el problema.
El hombre, evidenció la diferencia que hacía de él un ser
vivo pensante, no tanto por el hecho de haber creado el lenguaje simbólico y,
simultáneamente, su capacidad de pensar/imaginar, sino por el primer resultado
de esa capacidad, que fue la de inventar una herramienta definitiva como es el tiempo. Ese invento asombroso
desarrollaba, entre otras ecuaciones esenciales, la de la conciencia de futuro.
Pero como todo invento conlleva indefectiblemente uno o más
inconvenientes, el de este consistió en el deprimente descubrimiento de nuestro
fatal destino : la muerte.
Bueno, esto tal vez fuera así, o tal vez a la inversa, y haya
sido el descubrimiento de la muerte el punto de partida para inventar el
tiempo. No importa, esta querella carece aquí de relevancia. Lo que sí es
cardinal, para el propósito de esta reflexión, es el adjetivo fatal .
Y lo es, porque de él se deriva un sustantivo, la fatalidad, que enunciará una de las dos
características que ciñen a la circunstancia del hombre. Al contexto en medio
del cual trata de aproximarse a la realidad. La otra la constituyen los problemas.
Y está al alcance de cualquier mente desarrollada ver la
diferencia. La fatalidad escapa a la voluntad del hombre y, en consecuencia,
carece de solución; y el problema, por definición, contiene una solución que es
posible encontrar.
De hecho, el problema no pueden ser de ninguna manera una
fatalidad, ya que consiste, en multitud de ocasiones, en una consecuencia
directa de ella. El ejemplo más palmario es el de la lluvia. Ese meteoro, como
todos, es inevitable. Es fatal. Sin
embargo, el efecto que provoca, el hecho de mojarnos, ese sí es un problema. Y el hombre, inventando el
paraguas, lo resuelve.
Pero entrando en núcleo de la cuestión, nos encontramos con
un caso paradigmático del mencionado malentendido. Así lo constatamos cuando,
en uno de los fenómenos más típicos de los dos últimos siglos, el nacionalismo,
el equívoco adquiere unas características muy significativas.
El nacionalismo, además de los múltiples vicios que lo
caracterizan, posee uno que le es esencial; el de convertir una fatalidad en un problema.
Porque, pocas cosas pueden ser más fatalmente arbitrarias que el lugar de nacimiento. Si uno pudiera
escogerlo, como dicen ellos, seguramente el país vasco estaría pletórico de
población.
Y así ha sido como el problema
del nacionalismo, trágicamente devastador aún recientemente, como todo ser
decente recordará, ha surgido directamente de un desdichado malentendido.
Si los seres nacidos en un lugar cualquiera, considerasen ese
hecho fortuito con la misma in-diferencia
que la de ser alto o bajito, rubio o moreno, flaco o gordito, nos hubiésemos
ahorrado montones de penalidades.
A un devoto de Las Luces como el que esto escribe, siempre
le inquietó la fascinación que aquellos revolucionarios sintieron por las razas
negra o cobriza, en las que no vieron más que lo concerniente a su
interpretación científica. Poco sospechaban las consecuencias que se iban a
derivar de su culta curiosidad.
Y así hemos pasado de aquella fascinación por el
conocimiento, y la asimilación que este supone respecto de los diferente y
desconocido, a una fraudulenta exaltación de la diferencia.
Es como el desmontaje de las muñecas sucesivas de la
matrioska. Cada una de ellas contenida en la anterior. Como actualmente cada una de las partes de la
humanidad van singularizándose respecto de la unidad más grande del conjunto.
Incluidas cada una en otra mayor, se van extrayendo hasta quedarse en la penúltima figura, hueca
como las anteriores, que representa el terruño, la aldea de la tribu.
Pero nunca alcanza a la última, la sólida, la que es el origen de
las restantes, que es el individuo.
Entre las plagas pseudo-religiosas que han adquirido más
éxito en estos últimos cien años, se encuentran las actuales “ideologías”
desintegradoras. Como por ejemplo, esa categoría polimorfa de nacionalismo que es el
multiculturalismo, o ese otro acantonamiento en minorías de cualquier género -pero
no de cualquier número- que nunca se expresan en singular.
Y en eso estriba precisamente la cuestión. Cuando Johann
Kaspar Schmidt, conocido bajo el seudónimo de Max Stirner tuvo la audacia de
declarar “Yo soy único, no hay nada por
encima de mí y por eso fundo mi causa sobre nada…”, aparte de escandalizar
a Karl Marx que intuyó tras la verborrea de este jovenzuelo filósofo el
nacimiento del anarquismo, estaba poniendo su dedo sobre una llaga que aún
escuece.
Porque…¿dónde está en este momento el espacio al que gente
como yo tenemos legítimo derecho? Porque fuera de las infinitas y oscuras cuevas
platónicas actuales, no parece existir ningún sitio.
Así es que el pleonasmo
que constituye el “ser individual”, se ha convertido en una especie de oxímoron. Porque el ser, lo que se dice un ser, o
es colectivo o, simplemente, no es. ¡Ahí quisiera ver yo al bueno de Martin
Heidegger!
El implícito racismo
de los movimientos anti-racistas actuales, se manifiesta explícitamente en su
reclamación, no de la integración, sino de la diferencia racial. Del mismo modo que el feminismo radical no
oculta su sexismo por idénticas
razones. La segregación que llevan a cabo los lobbies gays, respecto de los que
ellos denominan heteros, sigue el mismo rumbo. Por no hablar de las
reclamaciones de libertad de predicación, de confesiones religiosas tan “decididamente
tolerantes” como el Islam. Todos ellos son modelos reiterados de oxímoron.
Algunos ejemplos de las consecuencias de una época tan fabulosa de la que disfrutamos, dicho en
el sentido más literal del término, la tenemos, por ejemplo, en la
transformación de otro pleonasmo, como es la de la cultura burguesa, devenido en otro ejemplo de oxímoron, en virtud
de la campaña de derribo incontrolado al que se la está sometiendo, desde hace
años.
Tomemos el ejemplo de la Catedral de Estrasburgo, a la que
esa cultura ha convertido en un esplendoroso museo, visitado por miles de
turistas venidos desde las más variadas procedencias culturales y religiosas.
No muy lejos de él, se ha levantado la que pasa por ser la mayor mezquita de Europa,
atiborrada, exclusivamente, por miles de fieles mahometanos.
La convivencia, que no es lo mismo que la asimilación, de
estos dos exponentes de ambas culturas, no redundará en beneficio de la mas
débil, por su espíritu heterodoxo, que es el museo, sino a favor de la férrea
ortodoxia de la mezquita. Y, esa supuesta convivencia es, cómo no, otro oxímoron.
Si Dios no lo remedia.