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lunes, 28 de mayo de 2012

El extraño caso de la Mutua quebrada



¿Y si resulta que la crisis no es lo que parece?

Los mil debates que han sido, o son, o serán, en torno a ”La Crisis” gravitan , en términos generales, sobre el sempiterno dilema: liberal versus antiliberal. Libertad de mercado o intervencionismo. O las dos cosas a un tiempo, en sus múltiples y posibles permutaciones.

 Y así sin parar… Pero eso sí, conclusiones de esas que sirven para parar de una vez el barullo, y ponernos a hacer algo con un mínimo de confianza, de eso… nada de nada. Al menos de momento.

Y vuelve a deslizarse en las tertulias y columnas periodísticas lo del “desencanto de la sociedad con los partidos políticos”. ¿Verdad que os suena? ¿cuántas veces en una vida puede un ciudadano desencantarse?

Fácil. Tantas cuantas se haya encantado. O mejor, lo hayan encantado, que encantar es un verbo transitivo. Y la pregunta es; ¿es bueno estar encantado? ¿preso de un encantamiento? ¿de un sortilegio?

Me temo que en una encuesta con el personal un poco bebido, que es cuando es verdaderamente sincero, la respuesta seria abrumadoramente afirmativa. Pero seriamente considerada la cuestión, mal asunto es para cualquiera andar por la vida poseído por el fantasma de una vana ilusión.

Y si se da el caso de que la mayoría de los individuos participan de la milonga,  entonces apaga y vamos.

La encuesta de un ciudadano llamado Herminio.

Si desde la lejana plataforma de este ignorante de la ciencia económica, pero no por eso menos inquieto por la situación, un ciudadano corriente, un héroe anónimo, se preguntara qué está pasando, y lo hiciera en términos diferentes de los estrictamente canónicos de la mencionada ciencia, tal vez  podría llegar a extraer algunas conclusiones interesantes de su peculiar encuesta.

¿Entonces, qué datos del problema serían comprensibles para ese ciudadano?

Varios.

Para empezar podría reflexionar sobre algo, no menos inexplicable por el hecho de ser generalmente asumido sin reparos, como es el aumento incesante del tamaño del aparato del estado en los últimos sesenta años.

Fenómeno este más que contradictorio, ya que comienza su imparable andadura en pleno  descredito del estado paternalista y sus modelos fundacionales por excelencia, tras la derrota de los regímenes totalitarios.

Todos derrotados, menos uno. ¡Ojo a este dato!

¿A que puede deberse pues esa contradicción?

Nuestro héroe podría pensar que ese, como cualquier otro hecho acontecido en la inmediata post-guerra, estaría fatalmente influido por el dramático estado de destrucción y desarticulación en el que se encontraban la mayoría de los estados participes del desastre.

Y, además y sobre todo, por el comienzo de una nueva guerra, incruenta esta vez, a la que precisamente por eso hubo que añadirle un adjetivo determinativo, “fría”, para que no se nos olvidase que aun sin cadáveres ni destrucciones se trataba de una verdadera guerra.

Nueva en muchos sentidos. Hoy diríamos que se trataba de una guerra virtual.

Algún día habrá que pensar un poco en eso de virtual. Que es en realidad el clásico “sí pero no” de toda la vida.

Y por si fuera poco deprimente el panorama, en las sociedades que participaban en esa guerra, sobrevivía el cenagoso fondo venenoso que dejan las totalitarismos, como triunfo pírrico tras su aplastamiento. Esta última y letal ponzoña no se hace visible, claro está,  más que cuando alcanzan de nuevo sus tenebrosos objetivos. Pero está ahí.

La guerra fría era un conflicto que ya había sido previsto en los años finales de la otra guerra, la caliente, por algunos esclarecidos estadistas, como fue el caso del premier británico Mr. Winston Churchill. Pero la guerra aniquila todo. Incluso a sus más destacados héroes, como fue el caso de aquel extraordinario político.

Y apartándolo a él, lo que se trataba de alejar del primer plano era su discurso. Una advertencia denunciada como alarmista en un primer momento, por parte de ciertos círculos políticos e intelectuales creados en la retaguardia occidental en el período de entreguerras por los eficaces servicios del agit-prop comunista.

En realidad de lo que M. Churchill quería avisar a occidente era de las consecuencias de unas peligrosas concesiones hechas con generosidad suicida al tirano Stalin, por parte de un presidente americano con su salud en estado terminal, y una obcecada tendencia a mirar el mundo a través de su ojo izquierdo.

La guerra fría, que se acabó finalmente con una vertiginosa cabalgada de ambos contendientes sobre un peligroso tigre: el del compromiso, supuestamente disuasorio, de un holocausto nuclear garantizado para ambos, es decir para toda la humanidad, transcurrió durante cuarenta años en un malvado juego de tira y afloja en el que nos la jugábamos cada día, con la subida de las apuestas por parte de ambos matones.

En esa desenfrenada carrera hacia el horror, cada rival trataba de despistar la desconfianza básica de su competidor, mediante maniobras y fintas que oscilaban entre la arrogante chulería del espionaje aéreo de un Gary Power en su U-2 sobre el territorio soberano de la URSS,  y las más sofisticadas técnicas de infiltración, llevadas a cabo por la banda de los Cinco de Cambridge, en lo que acabó manifestándose como el más escandaloso queso de gruyere de todos los servicios del mundo, después de haber sido el símbolo de su esencia durante ciento veinte años, el legendario Militar Intelligence 5 (MI 5), al servicio de su Graciosa Majestad Británica.

Pese a que las trampas en el dramático tablero de juego eran parte de las reglas del mismo, hoy sabemos que había un fullero mucho más hábil que el otro y,  aunque al final no le haya servido de mucho, entre las muchas artimañas puestas en marcha por el tahúr comunista, hubo una insidiosa trampa en especial que tuvo un largo y fructífero recorrido.

Se trataba de poner en marcha una serie de mecanismos de presión social que, haciendo una correctísima interpretación de las tendencias históricas emergentes, acabaran por hacer entrar en un malvado juego cíclico de reclamaciones/concesiones, a unas administraciones cada vez más obsesionadas con las encuestas que, con incrementos constantes de los servicios estatales de asistencia, trataban de satisfacer unas demandas sociales insaciables, y con ello lograr sus éxitos electorales.

Claro que para ellos, al fin y al cabo, se trataba de dinero público. Es decir un asunto nada personal. Incluso, como sabéis, hubo una ministra no hace mucho, que aún hoy sostenía con gran convicción que, en realidad, ese dinero público no es de nadie.

Lo malo es que estos juegos suelen ser más perversos de lo que los jugadores creen, y como estos padecen una ceguera crónica que les impide ver más allá de los plazos electorales, al final, pudiera ser que no se encontrasen inversores para rellenar la fila de abajo de la pirámide que están construyendo, y entonces todo se vaya al carajo.

Lo cierto, hoy y aquí, es que más servicios y prestaciones estatales representa más infraestructura funcionarial y contratada y, sobre todo, más dinero para financiarlos. En realidad se parece, como una gota de agua a otra, a una empresa Mutua de Seguros Generales cuyo logotipo debería ser una enorme pirámide.

Solo que con una diferencia sustancial. Sus ejecutivos, con contratos de duración limitada, no requieren especiales conocimientos financieros para el desempeño de su labor, y la empresa carece de un consejo de administración que autorice o censure sus cuentas.

Hombre, puede decir nuestro héroe que es un poco ingenuo, en cierto modo y siendo la ley de presupuestos la ley más importante de un gobierno, de alguna forma los electores ejercen como consejo de administración al valorar y aprobar, o rechazar en su caso, en las elecciones el proyecto o programa del futuro presidente de la Mutua.

Ya. Lo malo es que, primero: lo que tiene en la cabeza ese candidato es un objetivo que no rebasa en el plazo la fecha de esas elecciones; segundo: si sale elegido, su nuevo, urgente y único objetivo será el de ganar de nuevo las próximas; y tercero: los electores, a los que el dedo les impide ver la luna, se conformarán con los regalos prometidos. Y al resto que le den.

Por lo que, al minuto siguiente de sentarse en su sillón, el nuevo presidente de lo que sea, iniciará su siguiente campaña electoral y empezará a actuar de rey mago, repartiendo los bienes de los demás y los de sus descendientes. Y como nadie le exigirá un balance equilibrado sino más subvenciones, pues eso.

¡Ah! Y lo más divertido es que, si algo sale mal, el que se hará cargo del marrón será su sucesor. Aunque, como este ya lo sabe, lleva toda una vida entrenándose para ser campeón del mundo de huida hacia adelante.

Como nuestro amigo Herminio sabe perfectamente, la salud empresarial de una entidad de seguros sería óptima si ninguno de sus asegurados necesitara prestaciones. Claro. Todo ganancias.

El grave problema de esta especie de Mutua Nacional de Seguros Universales, es que el estado actual tiene cada vez más demanda de prestaciones y menos ingresos; ya que a medida que se suman damnificados, la pérdidas provocan las bajas de contribuyentes.

Pero nuestro amigo indagador no se engaña al respecto. El juego teórico consiste en que, para que las cuentas salgan, los que gastan tienen que conseguir el dinero para hacerlo. Y los beneficiarios de los regalos cuando les preguntan, como hizo Rafael “El Gallo “ ante la convocatoria de las primeras elecciones republicanas “¿Y todo esto quién lo paga?”, responden que los ricos con los impuestos.

Es decir, lo de siempre. Quitárselo a los ricos para dárselo a los pobres. La legendaria “redistribución”. La mala noticia es que los ricos no se dejan. Porque, cuando ganan dinero, raramente tienen como propósito repartirlo entre los que no lo ganan.

Y si les aprietan mucho se van a otro lado, con gran escándalo de los de siempre que consideran que un rico que comete el pecado de ganar dinero debe cumplir la penitencia de repartirlo entre los que no tienen ese vicio nefando.

Naturalmente no se necesita aspirar al Nobel de Economía para comprender que ninguna empresa es viable en esos términos ¿Cual es entonces la solución?

¡Ya lo tengo! exclama alborozado nuestro amigo Herminio. ¡la financiación externa!

Hombre sí… pero claro, como la necesidad de esa financiación extra no es consecuencia de una ampliación de la empresa, ni de la investigación de nuevos productos o mercados, o de la adquisición de bienes productivos, o del aprovechamiento de alguna oportunidad de negocio imprevista, sino simplemente de un puro desfase contable entre las cuentas de gastos e ingresos como consecuencia de gastar más de la cuenta, los potenciales financiadores tienen una enorme mosca detrás de la oreja.

Como es natural algunos de esos inversores, profesionales de ese tipo de pirueta financiera sin red, arriesgarán más a cambio de unos intereses astronómicos. Bueno, en realidad, proporcionales a los riesgos de no recuperar lo prestado.

Y lo que es aún más peligroso, pensará nuestro buen ciudadano, a medida que la situación empeore también la calidad de los prestamistas empeorará, es decir serán menos de fiar para el que pide el dinero, pudiendo incluso llegar a tener que llamar a la puerta del bar de Tony Soprano.

No sería ni el primero ni el segundo estado fallido que acabase entre las manos de los mafiosos.

El caso es que la cosa tiene mala pinta, porque los verdaderos responsables de este carajal, que son los ciudadanos, empiezan a encontrarse en estado de síndrome de dependencia. Esta patología la definen los especialistas en toxicomanía como el efecto derivado de lo que se conoce como tolerancia a ciertas sustancias.

La tolerancia es algo así como el estado que va adquiriendo un organismo al ir acostumbrándose a esas sustancias, que sustituyen con ventaja a sus propia funciones. Sus síntomas son provocados por el rechazo a volver a poner en marcha de nuevo dichas funciones, por parte del organismo, cuando es privado del mencionado agente externo.

O sea, no sé si me he explicado. Piensa deprimido nuestro sufrido héroe. El llamado pueblo se ha acostumbrado a chutarse inmoderadamente servicios y prestaciones en los últimos tiempos, cuya cantidad y naturaleza han ido rebasado ampliamente los límites del catálogo habitual de prestaciones de la seguridad social.

Esas prestaciones eran antes los remedios destinados a curar los verdaderos males sociales. Pero esas medicinas también se pueden consumir como drogas, y el consumidor necesitará, como en nuestro caso, unas dosis crecientes de las envasadas como “reivindicaciones”. Y además, perentoriamente.

Lo malo, piensa el buen ciudadano, es que, como ocurre con los estimulantes, una vez que el organismo se haya acostumbrado a que esa función natural llamada esfuerzo sea sustituida habitualmente por un derecho que la hace prescindible, la situación se habrá vuelto fatalmente crónica. Y cuando el paciente no disponga de su dosis de ayuda estatal, entrará sin remedio en un estado de síndrome de abstinencia, más conocido como el mono.

Cuando se está en esa situación, se necesita un aumento permanente de la dosis. Ante ese grave panorama, el estado se verá finalmente obligado a someter a sus ciudadanos a una cura de desintoxicación mediante un recorte drástico del suministro de asistencias, subvenciones, servicios, subsidios, ONGs, cambios de sexo y otras drogas.

Pero, claro, a ver quién es el guapo que vuelve ahora a meter el dentífrico en el tubo. Se estará diciendo Herminio. ¡Sobre todo con los sindicatos como camellos, jugándose su comisión! ¡Casi nada!

Pero…

¡¡¡ Chan, Chan !!! ¡En ese preciso momento llega el padrino Hessel y nos saca a la calle a los Indignados con mono!

O con perro-flauta.

A nuestro héroe le vienen entonces a la memoria recuerdos de cuando los hippys tenían alucinaciones y soñaban que vivían en medio de una selva con plantas de marihuana de varios metros de altura, sin más necesidades vitales planteadas que las de un librillo de papel de fumar y unas cerillas.

Y teme que en la mente actual de algunos individuos, por llamarla de alguna manera, resida una idea análoga, en la se ven a sí mismos disponiendo de un estado obligado por ley a proveerles la satisfacción de cualquier necesidad real o inventada que se les ocurra, sencillamente por la cara.  

Estos homínidos basarían su convicción en la posibilidad de ese “estado providencial”, en la certeza de poseer unos derechos ilimitados adquiridos por la simple razón de haber venido al mundo, y que les habrían sido usurpados históricamente hasta ahora.

Certeza esta que les habría sido sugerida desde círculos generalemnete bien informados.

Se ignora quién usurpó dichos “derechos”, ni cuándo, ni porqué. Bueno, por sugerir una pista,  diría el ciudadano Herminio, tal vez pudiera responderse a esas banalidades metafísicas  acudiendo al Manifiesto del Partido Comunista.

No perdáis de vista, en ese mismo sentido, que el delirio benéfico de esa banda de colgados está mucho más cerca de lo que parece de la vieja utopía marxista de la extinción del trabajo.

El engendro que podría acabar pariendo un embarazo social como el descrito no es nuevo; ya fue bautizado en su día como “estado corporativo”. Denominación esta que le debemos, como tantas otras ocurrencias semánticas, a la inagotable retórica de ese patético rufián de la política que fue Benito Mussolini.  

En resumen, pensó el buen ciudadano, si al crecimiento hipertrófico del estado se agrega su deriva paternalista y a todo ello añadimos la complacida y creciente tendencia a refugiarse en la masa, por parte del individuo, una de dos, o le ponemos remedio, o el inmediato futuro va a encontrarnos haciendo cola para entrar de regreso a la caverna platónica.

Y claro mientras tanto, indiferente a la realidad, la pirámide de la Mútua seguirá en pié creciendo y creciendo, en base a que la inagotable codicia de unos inversores, a los que encima se califica de especuladores, siga convenciéndoles de que sus elevados intereses les serán abonados puntualmente junto con el principal.

Pero como diría en su reflexión final sobre esta alarmante realidad nuestro héroe anónimo, mí compadre Higinio desde su México lindo:

“pos... ya no ‘ten pendejos güeys…, la pinche Mútua ‘ta tronada”.

¡Socorro!

1 comentario:

  1. Neoliberal a la española: persona que habla mal de Estado Providencia y del Estado Social cuando se trata de pagar impuestos, defender derechos laborales, etc. y bien cuando se trata de cubrir pérdidas. Así nos va. Coherencia pura. Cuando pienso que en Madrid presumíamos de la buena gestión...

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