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miércoles, 22 de octubre de 2014

Amigos



"Nunca en mi vida he 'amado' a ningún pueblo ni colectivo, ni al pueblo alemán, ni al francés, ni al norteamericano, ni a la clase obrera, ni a nada semejante. En efecto, sólo 'amo' a mis amigos y el único género de amor que conozco y en el que creo es el amor a las personas".

Hanna Arendt :"Eichmann en Jerusalén" (24 de julio de 1963, carta a Gershom Scholem)

Las redes sociales –¿o son enredos?– han situado en el pináculo de sus pretendidas virtudes el término amigo.

Y lo han hecho siguiendo ese criterio valorativo que se está convirtiendo en el paradigma de todo análisis. El cuantitativo. Los méritos de cualquier actividad humana se miden con cifras. La recaudación obtenida por una película. El número de ejemplares vendidos por un libro. Los millones de discos  de una canción. El número de espectadores de un programa de televisión, por no hablar del éxito social asociado a la acumulación de riqueza…

Pues bien, en las redes sociales se compite por el números de amigos

Y sin embargo, ya los clásicos, que hicieron de su amor al saber, la filosofía, un concepto que anteponía el concepto de philos , como lugar amigo, de amor, a las exigencias del saber, expresaron con ello como cualquier posibilidad de amistad real, constitutiva del sujeto, quedaba aislada en la posibilidad misma de la comunidad, y en la formación política de la vida en común.

En el fondo, la amistad, constituye una prolongación de la subjetividad, que excluye toda otra relación afectiva indiscriminada. Es una verificación de la diferencia entre lo privado y lo público, entre lo singular y lo común.

¿Podríamos encontrar en el concepto de amistad enarbolado por las RRSS alguno de los atributos que reconocemos comúnmente en ella, como la intimidad, la lealtad, la generosidad, la profundidad o la exigencia?

No creo.

La pregunta que me hago es cual puede ser el elemento impulsor de esta nueva obsesión infantil, insignificante, equívoca y epidérmica.

La esencia misma de la amistad tradicional encontraba su sustancia en el reconocimiento del propio yo, a través de los ojos de ese otro elegido, discriminado y amado ocupante de nuestra soledad.

Da la sensación que hoy esa soledad, ese aislamiento que se embosca tras las eternidades delante de una pantalla, inconsciente y angustiada, busca en ese universo digital que está excluyendo todos los demás, un remedio acorde con su nueva escala de valores. El número.

El desprestigio de la calidad y de la excelencia, como aspiración, es el resultado de su usurpación en la tabla de valores por la cantidad, como valor reconocido precisamente por la mayoría.

Y así, la pregunta consecuente es si este nuevo tsunami puede acabar sumergiendo definitivamente esa amistad que, en mí opinión, es el único patrimonio real que poseemos como seres humanos.

Si desapareciera, ¿qué clase de personas llegarían a ser los individuos?

No quiero especular sobre ello. Pero lo que tengo claro es que mis amigos, que son mis afectos de toda naturaleza, representan un bien único, junto con las ideas y las cosas, precisamente por que fui yo quien los escogió. Y los quiero tanto, que prefiero equivocarme con ellos antes de acertar con sus adversarios.

Lo juro.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Los vidrios rotos


Un día, en un país  que pasaba por ser el más civilizado de Europa, se abolieron ciertas reglas de la convivencia, en una noche que se conoce desde entonces por la “Kristallnacht” o “Noche de los Cristales Rotos”, y se originó la más trágica y genocida indiferencia criminal, entre un pueblo hasta entonces respetuoso con las reglas de la civilización.

Alguien dejó, en 1969, un automóvil abandonado en el conflictivo barrio neoyorquino del Bronx y, simultáneamente dejó otro del mismo tipo, modelo y estado de conservación, en la rica y tranquila barriada de Palo Alto, en California.

Se trataba de un experimento de psicología social, llevado a cabo por el profesor Philip Zimbardo, de la Universidad de Stanford (USA). Un equipo de especialistas se propuso estudiar el comportamiento de los habitantes de  ambos lugares, ante los dos vehículos idénticos aparentemente abandonados.

El coche del Bronx fue casi inmediatamente desguazado. Todos los elementos aprovechables fueron desmontados y robados, y el resto fue totalmente destruido en pocas horas. Al mismo tiempo, el depositado en Palo Alto continuó intacto durante bastante tiempo.

Es frecuente atribuir comportamientos, como el observado en el barrio de New York, a la pobreza reinante en el entrono. Sin embrago, el experimento no había terminado y los expertos decidieron entonces romper uno de los vidrios del automóvil abandonado en Palo Alto. El resultado fue que inmediatamente se desencadenó el mismo proceso de destrucción que habían observado en el Bronx.

La razón por la que un fenómeno, aparentemente paradójico como este, tenga lugar, tiene mucho que ver con ciertas pautas de comportamiento humano y sus relaciones sociales, a juicio de los sociólogos.

Una ventanilla rota en un coche abandonado transmite una sensación de deterioro, de descuido. Una sensación de rotura de los códigos de convivencia, de ausencia de reglas.

Tras una primera iniciativa violenta contra el coche, los ataques se multiplican de forma súbita, incontrolable, hasta culminar la escalada de la violencia más irracional.

En experimentos ulteriores, James Q. Wilson y Georges Killing, han establecido la teoría de “la ventana rota”. En ella determinan la conclusión de que la criminalidad es más alta en aquellas áreas habitadas, en las que la incuria, el desorden, el abuso y la aparente ausencia de reglas son más altos.

Si se rompe un vidrio en un edificio y no se repone, pronto todos los demás sufrirán igual suerte. Si una comunidad presenta pruebas de deterioro, y nadie parece interesado por ello, el terreno está expedito para el aumento de criminalidad.


Todo este relato lo he extraído de un blog sobre sicología, de origen italiano, y me ha interesado respecto de ciertos aspectos de la realidad española que me siento tentado de relacionar con sus conclusiones.

He presenciado con asombro el comportamiento y el vocabulario de niñas  escolares de bachiller, y me he preguntado que nivel de control sobre ese comportamiento ejercen sus padres.

No se trata más que de detalles que no transcienden esos momentos de recreo, en la tienda de chucherías que está enfrente del colegio. Ya. Pero son la “ventanilla rota”.

Cuando nos quedamos perplejos ante determinadas actitudes adultas, claramente fuera de la realidad, y desempeñadas con una desenvoltura inquietante, tal vez deberíamos preguntarnos cual fue la primera ventana rota que las ha desencadenado.

Pero el fenómeno, una vez en marcha, navega fatalmente en un rumbo de colisión, y ya es muy difícil reconducirlo.

Cuando, más tarde, la llamada “tolerancia” se convirtió en la bandera de cualquier actitud colectiva que, ignorando el significado verdadero de esa hermosa palabra, consideró que cualquier regla debe ser abolida por el mero hecho de serlo, se emprendió un camino que conduce directamente a la liquidación de la libertad, al mismo tiempo que se liquidan las leyes que son su propia esencia.

La “tolerancia cero” que algunos políticos pusieron en práctica, como  Rudolph Giulani cuando era alcalde de New York, no supuso merma ninguna en los derechos de los ciudadanos. Lo que consiguió, no tolerando delitos de pequeña cuantía, fue una disminución drástica de los de máxima gravedad.

Reparó todos los cristales rotos que servían para balizar el territorio de la barbarie.

¿Alguien, con una elecciones en el horizonte de los próximos cuatro años, tendría el coraje necesario para hacer algo así en nuestro desdichado país?

Lo dudo.