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jueves, 29 de noviembre de 2012

Malas noticias, para variar.

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Son tres.

La primera nos informa de la decisión del gobierno español de votar en la ONU a favor del reconocimiento, por parte de esa organización, de la Autoridad Palestina como Estado no Miembro.

La segunda, es la exhumación del cadáver de Yasser Arafat para someterlo a un nuevo examen, por parte de una comisión “experta” , que determine si la muerte del dirigente palestino fue debida a un envenenamiento.

La tercera, da cuenta de la petición al gobierno de Hungría, por parte del líder del grupo parlamentario del partido de extrema derecha Jobbik, de una lista de los judíos que representan una “amenaza para la seguridad nacional”.

Respecto de la primera de estas pésimas noticias cabe decir que, de los dos bloques en los que Europa se ve dividida con relación a la demanda palestina, España ha escogido el peor. Como Francia, sin ir más lejos.

Es obvio que el resultado de la votación de la Asamblea General de la ONU va a ser favorable a la petición. La mayoría de los estados miembros de esa organización corresponde a aquellos en los que la democracia brilla por su ausencia. Pero, en la práctica, nada cambiará sobre el terreno. No existirá un Estado Palestino soberano hasta el momento en que Israel lo reconozca. Y ese reconocimiento solo puede llegar si se alcanza un acuerdo directo entre las dos partes.

Pero que un gobierno como el nuestro, que día tras otro nos recuerda su posición de rechazo riguroso frente a las pretensiones negociadoras de los terroristas de ETA y que no cesa en sus reproches a aquellos que han contribuido a la presencia de los representantes de esos terroristas en la instituciones, se avenga a colaborar en la consecución de un triunfo político, no por más simbólico menos peligroso, de los representantes de otros terroristas tan sanguinarios o más que los de la ETA, constituye una mezcla repugnante de cobardía, ceguera y de falta de lealtad a unos principios que, al parecer, aquí son de quita y pon.

Que un país como Francia lo haga, entra dentro de su tradicional y peligroso juego diplomático, en relación al mundo árabe. Esa actitud fue inaugurada por De Gaulle en 1947, con su complicidad en la fuga de Amin Al-Husseini, muftí de Jerusalem y amigo de Hitler, cuando se encontraba custodiado en Francia por acuerdo de los Aliados en espera de juicio. Esa perla ya había sido condenado a muerte en numerosos países como criminal de guerra, por las atrocidades llevadas a cabo por la 13 SSDivisión “Al-Handjar” creada bajo su patrocinio con bosnios musulmanes.

Ese siniestro personaje, que pertenecía al mismo clan que la madre de Arafat, fue en su día uno de los creadores de la actual galaxia terrorista palestina. Francia pues, siguiendo esa inercia suicida de mirar para otro lado, con consecuencias como la del actual ambiente socialmente explosivo en los barrios mayoritariamente musulmanes de las grandes ciudades, se enfrenta un futuro cada día más inquietante.

Por otra parte, el triunfo de este intento proporcionará a los palestinos la posibilidad, por ejemplo, de denunciar ante el Tribunal Penal Internacional al estado de Israel, cosa que no podía llevar a cabo siendo simplemente una organización terrorista, como hasta ahora. Pero esa plataforma no tendrá consecuencias penales, naturalmente, y la AP lo sabe perfectamente. Pero, claro, es que ella no persigue ese fin. Su objetivo es una vez más el de jugar sus cartas en el tablero en el que sabe que gana la partida mano a mano : el de la propaganda. El TPI es un púlpito más desde el que proclamar la culpa secular de los judíos.

Las declaraciones de nuestro ministro de Asuntos Exteriores pretextando una supuesta contribución a la paz en la zona, no pasarían de ser una simpleza intolerable, en alguien con su nivel de responsabilidades, si no fuera porque refuerzan la posición de una de las partes del conflicto.

Una parte que no ha desperdiciado, hasta la fecha, ni una ocasión de apoderarse repetidamente de las portadas de todos los medios de comunicación mediante la estrategia de acudir a las mesas de negociación durante meses, cuando tenían decidido de antemano romperlas en cuanto ya no quedasen más aplazamientos para la firma de esos acuerdos.

Que todo un ministro de Exteriores de un país como España ignore una estrategia tan grosera no es admisible. Israel hace años que propone sin éxito la única forma de solucionar el conflicto: negociaciones directas y sin intermediarios entre la llamada Autoridad Palestina y el Estado de Israel. Pero esa mesa de negociación ha sido, es y será rechazada, simplemente porque implicaría el desenmascaramiento de los verdaderos fines de los palestinos y de sus patrocinadores, como son la destrucción del Estado de Israel, y la expulsión de Occidente de la zona.

Este gobierno, como los anteriores, no sabe qué hacer frente a ese conflicto. Pero considera desaconsejable inclinarse por un estado, que es el único en la zona con el que compartimos los principios de nuestra civilización. O sea con nuestro único y auténtico aliado. Seguramente algún día tendremos que lamentarlo.

Respecto de la segunda noticia, esta no sería seguramente más que una anécdota, propia de una película de bajo presupuesto, sino fuera porque pone al descubierto algunos de los aspectos más abyectos del antisemitismo.

En un reciente artículo, el filósofo P.A.Taguieff reflexionaba sobre el origen y desarrollo de uno de los postulados de ese eterno antisemitismo, como es el de calificar al pueblo judío de “conspirador”. Aunque el pináculo del monumento a esa “cualidad judía” lo constituye sin duda el libelo “Los Protocolos de los Sabios de Sión”, la cosa viene de mucho más lejos en la historia.

Sayyid Qutb (1906/1966), miembro eminente de la secta de los Hermanos Musulmanes, comentaba la sura V del Corán en estos términos, “…desde los primeros días del Islam, el mundo musulmán debió afrontar los problemas derivados de los complots judíos […] Sus intrigas han continuado, y siguen urdiendo otros nuevos hasta el día de hoy.” Esas intrigas serían una tendencia permanente en el espíritu judío, al igual que su propensión a la mentira y sus inclinaciones criminales.

Existen al parecer para los musulmanes una tradición en los envenenamientos judíos, que se remontaría hasta el intento de asesinato por ese método del propio Profeta. Este hecho habría tenido lugar cuando, con motivo de la derrota de la tribu judía de los Banû Nadhîr en la batalla de Khaybar, en el 628, una viuda de esa tribu trató de vengarse, matando a Mahoma mediante el envenenamiento de un plato de cordero que este se disponía a comer. Según la leyenda, el propio cordero habría producido el prodigio de hablar, para prevenir a aquel santo varón del peligro que corría si le hincaba el diente.

A partir de esta y otras leyendas parecidas, según Al-Tabarí el más ilustre de los historiadores árabes, “Los que mueren envenenados son también mártires”. Y si la mencionada batalla de Khaybar representa en la cultura islámica el símbolo de la victoria musulmana sobre los judíos, el intento de envenenamiento del Profeta por la mujer judía ha legitimado la acusación del pueblo judío como complotadores y envenenadores para la eternidad.

Si juntamos estos datos con la sospecha difundida acerca de la muerte de Yasser Arafat a causa del polonio que le habrían inoculado agentes judíos, tendremos el cuadro de referencia en el que situar el previsible hallazgo de las pruebas irrefutables de un siniestro complot sionista, y la proclamación del archi-terrorista Arafat como mártir de la causa.

La tercera mala nueva del día es la que refiere que un sujeto llamado Marton Gyongyosi, líder del grupo parlamentario del partido de extrema derecha Jobbik, tercera fuerza política del país, pretende que el gobierno redacte la lista de aquellos judíos que puedan representar “un peligro para la seguridad del país”.

Esa lista incluiría a miembros del propio parlamento. Esta demanda se ha producido tras la afirmación por parte del ministro de Asuntos Extranjeros, Zsolt Nemeth, de que Budapest estaría a favor de una solución pacífica del conflicto israelo-palestino, que satisficiese a la vez a los israelíes de origen húngaro, los judíos húngaros y a los palestinos de Hungría.

A esta declaración le ha respondido el tal Gyongyosi que Nameth se había apresurado a aliarse con Israel,  según la agencia Hungary.hu. “ Yo sé cuantas personas de ascendencia húngara viven en Israel y cuantos israelíes viven en Hungría. Pienso, asimismo, que ese conflicto representa una buena ocasión para censar a las personas con antecedentes judíos que viven aquí, particularmente en el parlamento y en el gobierno húngaros, y que representan un riesgo para la seguridad nacional.”

Gusztav Zoltai, presidente de la Asociación de congregaciones judías de Hungría, le respondió declarando, “Yo soy un superviviente de la Shoah. Para la gente como yo, esto provoca muchos temores, incluso si sabemos que no persigue más que fines políticos. Pero es una vergüenza para Europa…una vergüenza para el mundo.”

Como era de esperar, posteriormente, el líder fascista se disculpó cobardemente, escondiéndose tras una supuesta mala interpretación de sus palabras. En las últimas elecciones húngaras, en 2010, el partido Jobbik obtuvo un 16,67% de los votos y 47 escaños en el parlamento.

Hay días que sería mejor no levantarse.





viernes, 9 de noviembre de 2012

¡Que siga el espectáculo!

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Me había propuesto no ocuparme en absoluto de la “cuestión catalana”. Pero esa tabarra  ha conseguido hacer girar su insufrible sardana en medio de las ya de por sí aburridas danzas nacionales y, claro, ya no es el mísero debate del separatismo el que me irrita, es su presencia agotadora en cualquier foro al que uno preste atención.

El nivel argumental de quienes no paran de verter su charlatanería en torno a este tema no difiere demasiado del de una bronca en torno a un Madrid-Barça.

Y, sin embargo, esa pelea entre analfabetos tiene la única y lamentable ventaja de mostrarnos una vez más algunos de nuestros más genuinos rencores aldeanos, como si hiciera falta de vez en cuando recalentar la olla de los odios... ¡no vaya a ser que nos estemos olvidando de quiénes somos y de como las gastamos!

Todo esto no quiere decir que debamos ignorar o banalizar los auténticos riesgos de una actitud de total irresponsabilidad como la exhibida por ese condottiero de pacotilla llamado Arturo Mas, que está añadiendo más tensión si cabe, a nuestra ya suficientemente agobiada sociedad.

No es, en consecuencia, que el debate provocado por unos iluminados pueda provocar en sí mismo ninguna inquietud, más allá de un escaso interés antropológico, más bien creo que lo que hace de él un asunto a tener en cuenta es la calculada y peligrosa oportunidad que han elegido para ponerlo en marcha.  

Y lo peor del estado en que se encuentran en este momento un debate como ese es, en mí humilde opinión, la espesa nebulosa en la que se produce, en la que que no se percibe en él más que un ruido de fondo indescifrable, y en el que son muy escasas las voces que se proponen poner al descubierto los paupérrimos fundamentos en los que basan su intento los provocadores.

La estériles generalizaciones; los argumentos pseudo-históricos arrojados como proyectiles retóricos; los rencores imperecederos; las argumentaciones analfabetas que aplastan la razón bajo la masa informe de las emociones más aldeanas, dibujan un panorama estéril y grotesco.

Cuesta trabajo admitir que, en pleno inicio del siglo XXI, ese mito anti-ilustrado que es el nacionalismo, inventado por aquellos melancólicos reaccionarios que fueron los románticos de hace más de doscientos cincuenta años, ocupe el lugar central de nuestras más urgentes preocupaciones.

Sobre todo, si tenemos en cuenta que en su postrer renacimiento, envuelto en una bandera con una esvástica en su centro, el discurso nacionalista (aderezado para esa ocasión con el pensamiento socialista) provocó la mayor catástrofe de la historia de la humanidad.

Parecerá asombroso para cualquier persona sensata que los sucesores directos de las organizaciones de Coros y Danzas del franquismo, engorilados por las flatulentas ínfulas de unos aprendices de brujo del más depurado estilo “Völkisch”, e inventores, como es tradicional en ese tipo de sectas, de una pseudo-historia empaquetada para mentes mostrencas y perezosas, hayan conseguido el disparate de ocupar la primera página de nuestra actualidad, planteando además un chantaje que no por más irrisorio es menos peligroso.

Porque, por si fuera poco, aquellos que pretenden envolver este asunto con pretenciosas ensoñaciones metafísicas, respecto de un fantasmagórico pueblo catalán históricamente inexistente, olvidan o ignoran que el precedente político instaurado por Maciá en 1922 con el partido revolucionario Estat Catalá, obedecía esencialmente a una de las numerosas trifulcas surgidas en torno a las asociaciones nacionalistas burguesas, como el partido de Cambó, la Lliga, y que continuaron a lo largo de la dictadura de Primo de Rivera y la II República en medio de incesantes acciones violentas, tiroteos de pistoleros y vendettas del más puro estilo gangsteril.

Muchos de esos rufianescos episodios fueron impulsados, entre otros, por el propio presidente de la Generalitat de entonces, Luis Companys, que se encontró a menudo personalmente envuelto en nauseabundas historias propias de alguno de aquellos tremebundos folletines de la época, que solían comprar las comadres en los mercados al precio de 5 céntimos.   

Esa es la verdadera historia del catalanismo y ahí están los numerosos estudios históricos que la certifican, para quien tenga un verdadero interés en el asunto.

Con esos precedentes no es de extrañar que surjan, hoy en día y en ese ambiente, renovados aventureros dispuestos a conseguir sus miserables ambiciones de poder pueblerino, arriesgando si fuera preciso para ello la precaria estabilidad actual de un estado como el español, al que lo último que le hace falta, en este momento, es que le organicen un festival folclórico con número de funanbulista suicida incluido.

Probablemente este disparate acabará como es lógico en un fiasco para el pretendiente a virrey de Cataluña, pero esta es una enfermedad con recidivas, como la historia nos enseña. Tenemos próximos avatares garantizados. Seguro.

Y es que el que no se divierte es porque no quiere.


lunes, 5 de noviembre de 2012

Devolver al remitente

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Hace unas semanas leí una carta que Arturo Pérez Reverte dirigida al presidente del gobierno,  que uno de vosotros ha tenido la amabilidad de remitirme.

En ella el escritor expone con sentido común el estado desastroso en el que nos encontramos, analiza las causas más evidentes de lo que ocurre hoy y demuestra el absurdo del estado actual del estado real, con un simple puñado de cifras cuya lectura sería suficiente como para darle la vuelta del revés a toda nuestra administración si hubiese alguien con ese sentido común entre los que deciden.

¿Qué decir al respecto sino suscribir al ciento por ciento su descripción, su análisis, y sus justificadamente airadas conclusiones?

No obstante (siempre hay un pero), ni es el único análisis posible, respecto de nuestra penosa situación, ni creo que sea el más eficaz en el que, en este momento, este prestigioso polemista, con el que comparto el noventa por ciento de sus pronunciamientos (o posicionamientos, en traducción para los menores de cincuenta años), debería invertir su popularidad y su innegable capacidad de influencia.

“El único consuelo es que a esa pandilla depredadora la hemos ido votando nosotros. No somos inocentes. Son proyección y criaturas nuestras.” Lo malo es que Pérez Reverte detecta “la causa”, pero la despacha como simple "consuelo". Y, claro, cuando ya hemos sido consolados, pues eso. A seguir así.

Y esa es la clave. Nosotros. ¿Qué digo, nosotros? ¡Ellos!

Ellos son el 75% de mis compatriotas (¡huy perdón! conciudadanos) que se dedican a votar entusiasmados cada vez que les ponen delante una jaula de cristal en la que encerrar la ilusión de que son libres.

Durante treinta y siete años de mí vida la población en general de mí país me pareció repugnante. Su cobardía; su indignidad; su ignorancia; su fatua arrogancia; su vileza; su amoralidad; su servilismo así como su secular deshonestidad, todo ello, me hacía sentir vergüenza de mi origen.

Ese angustia arrastrada a lo largo de los primeros treinta y tantos años mi vida generó, como compensación para sobrevivir, una esperanza sin fundamento alguno, una quimera, que basaba su frágil existencia en la falacia de que Franco era la causa única, la clave histórica del arco de mí desesperación.

Era tal el deseo ansioso de que algo cambiase algún día, que contra todo análisis sensato, contra toda explicación razonada del franquismo, de su origen y de las razones de su permanencia a lo largo del tiempo, me dejé embarcar en la esperanza de que un país diferente aparecería al día siguiente de la desaparición de la momia.

Lo malo de una esperanza como esa es que se invierten en ella todos los recursos vitales que uno posee, convencido de que cuanto más alta sea esa inversión mejor contribuirá cada uno de nosotros a verla rápidamente realizada.

Lo peor es que, precisamente por el riesgo de perder toda esa inversión, toda esa esperanza, cada decepción sufrida requería y encontraba enseguida una explicación. Y todas las sucesivas explicaciones se depositaban en un contenedor común al que denominabamos piadosamente “falta de experiencia”, para poder seguir confiando en que las cosas encontrarán finalmente (y milagrosamente) su camino hacia la normalidad.

Hasta que un día nos dimos cuenta de que la peor consecuencia que tuvo el período franquista fue la atrofia que sufrió nuestra glándula de madurez. Treinta y siete años de resignación no nos permitieron superar la adolescencia política, y continuábamos creyendo en mitos infantiles como el del “pueblo soberano”.

Así. En abstracto. Como si ese legendario pueblo fuera una inocente masa homogénea y benéfica a la que una desastrosa fatalidad histórica hubiera condenado a sufrir una época de tenebrosa mediocridad, y a la que finalmente otra fatalidad, esta vez feliz, la liberaría de ella definitivamente.

Ese día, cuando la coartada que soportaba nuestro inmaduro determinismo se desmoronó como un castillo de naipes, algunos nos vimos obligados a poner los pies en la triste realidad y a plantear, de nuevo y desde la casilla de partida,  una nueva explicación de los sucedido, esta vez sin maquillaje, y a identificar por fin las verdaderas causas de nuestro infortunio.

Y vuelta a empezar. Solo que esta vez, ya habíamos malversado un montón de años, que tal vez ya sean demasiados para los miembros de la verdadera “generación perdida”, esto es, la de aquellos a los que, como consecuencia de la fecha de nuestro nacimiento, lo único que se nos había permitido había sido el pagar con media vida la “paz” nauseabunda de los asesinos.

Los responsables de lo ocurrido en los últimos setenta y tres años en este país siguen siendo los mismos. Los españoles. Y mientras el destino de ese país siga en sus manos analfabetas los resultados serán también los mismos.

Las causas próximas del erial que describe Pérez Reverte son las que él señala. Sí. Pero tras ellas están las causas profundas.

Mientras los auténticos protagonistas de esas causas, los mencionados españoles, sigan satisfechos de ellos mismos, creyendo que la historia la deben escribir otros, unos representantes con los que comparten mucho más que una papeleta de voto, como es por ejemplo su mediocridad, y que ellos no tienen más responsabilidad que la de seguir sus instrucciones, todo seguirá igual.

Por otra parte, las generaciones que no tienen responsabilidades respecto a lo ocurrido, por su edad, pero que tampoco han tenido acceso una educación adecuada que desarrollase su espíritu crítico, no hacen más que asumir su papel de correa de transmisión, en el mecanismo de la inercia histórica que nos lleva hacia ningún sitio desde 1939.

En este momento como entonces, como incluso antes ya denunciaban los Regeneracionistas a finales del siglo XIX, la constante social de nuestro país es la irresponsabilidad.

Y, de momento no aparece por ningún lado un relato político sensato; un proyecto de país, innovador por su crudo realismo, que nos señale el rumbo para salir de esta desesperante pesadilla, aboliendo de una vez por todas el catastrófico encantamiento en el que este país ha vivido durante décadas.

Algo que nos desencante. Pero de verdad. Que nos libere del trágico sortilegio en el que los charlatanes que hemos encumbrado sin descanso durante años nos han envuelto con nuestra entusiasta aprobación. Algo que coloque, para variar, al individuo ante la responsabilidad de su propio destino.

En términos reales, si tuviésemos el coraje y la honradez  de comparar, sin complejos, la actitud moral del famoso pueblo soberano actual, con la de aquel pueblo sometido durante la dictadura, encontraríamos sorprendentes y significativas analogías que tal vez nos ayudarían a identificar el verdadero fondo del problema. Pero no lo haremos.

¿Os atreveríais a imaginar qué podría suceder si un día, cansado de que sus representantes de cualquier partido legal hayan agotado hasta el fondo su ruinosa chistera y no tengan ni un solo milagro más que ofrecer, ese pueblo soberano se encontrase delante de una oferta mas basta ideológicamente pero más musculosa emocionalmente, que además identificase de manera muy simple su desencanto y le prometiese soluciones rápidas y radicales para volver a estar tranquilos en su casita, a cambio de dejarles las manos libres para manejar el país?

¿Os atrevéis? Yo tampoco. Pero todos sabemos que esos magos con camisas parda o roja siempre están esperando su oportunidad.

Espero que algún día, sin tardar porque no queda tiempo, mucha más gente como Arturo Pérez Reverte dirijan sus cartas, no al Presidente del Gobierno, sino a aquellos millones de ciudadanos que lo votaron, y les digan de una vez por todas que, o dejan de ser los capullos que siempre han sido, desde Pepe Botella para acá, o nos vamos todos al carajo. A lo mejor entonces empezamos a entendernos.

Pero no caerá esa breva. Me temo.