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lunes, 7 de septiembre de 2015

La ostra enferma.

La Isla Ellis alberga desde 1990 el ‘Immigration Museum’.
Esta institución está dedicada a la memoria aquellos inmigrantes europeos de tercera clase, llegados a lomos de la inmigración masiva de los siglos XIX y XX a los Estados Unidos, por el puerto de Nueva York.

Está cobijada por la sombra imponente de la Estatua de la Libertad, muy próxima ese islote aduanero, que se conoció de antiguo como la "Isla de la Ostra" ("Oyster Island").
Los emigrantes fugitivos del hambre, la intolerancia, y la violencia reinante en sus lugares de origen, venían soñando con un nuevo horizonte de posibilidades, sin importarles las dificultades idiomáticas, culturales o laborales, que en la mente de cada cual debían adoptar formas muy diversas dependiendo de su experiencia personal.
Los trámites administrativos a los que estaban obligados a someterse no debieron representar obstáculos insalvables, si tenemos en cuenta las estadísticas disponibles, que nos hablan de un mísero 2% de personas rechazadas, en función de enfermedades infecciosas o currículos delictivos problemáticos.
La aceptación de la legalidad vigente y al espíritu esperanzado frente a una sociedad de individuos que solo exigía esfuerzo y afán de integrarse en una civilización basada en la libertad individual definida por una Constitución, que era el reflejo más fiel existente de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, no solo no representaban un inconveniente, sino que eran percibidos por aquellos desheredados del mundo, como la realización de su más ansiada aspiración.
Hoy, otra ‘Isla de la Ostra’, que se extiende a lo largo de las fronteras de la próspera Europa comunitaria, es imaginada por otra emigración masiva con una representación semejante, en cuanto a las dramáticas condiciones que les empujan a la aventura.
¿En que estriba, pues, la diferencia entre ambas situaciones ? Está claro. En la actitud de la sociedad de acogida.
Donde allí había un proyecto nacional de un futuro colectivo de prosperidad, basado en la confianza en la capacidad humana de construirlo, aquí hay una sociedad aquejada de una patológica mala conciencia, que contempla la llegada de estos seres desdichados, como la justa penitencia debida a nuestros imperdonables pecados colonialistas, racistas e intolerantes.
Donde allí se daba por hecho que el esfuerzo personal, la capacidad creativa y la esperanza, eran el combustible que haría girar la máquina del progreso y el bienestar, aquí son los estados los que se aprestan a cubrir gratuitamente las necesidades de los emigrantes, mediante la contribución de los afortunados que han conseguido prosperar -supuestamente- sobre la ruina, el expolio y la esclavitud de los pueblos que hoy a acuden pidiendo una oportunidad.
Donde allí los recién llegados se encontraban ante un pueblo orgulloso de sus logros, satisfecho hasta la arrogancia de poseer una tierra de libertad y oportunidades, único en el mundo de la época , aquí tropiezan con una sociedad que no termina de pedir perdón, hasta el extremo de tolerar cualquier actitud que quiebre los más elementales derechos humanos adquiridos en siglos, sobre una secular escombrera de injusticias y campos de destrucción.
Donde allí, por último, a ningún recién llegado con dos dedos de frente se le ocurriría poner en cuestión una organización y unas condiciones de vida que están en el origen de sus aspiraciones, aquí surgen diariamente, desde hace años, toda clase de profetas inmigrados que, con la inestimable ayuda de los apóstoles indígenas, preconizan la destrucción del sistema que les proporciona los medios materiales y culturales, para llevar a cabo la redención final de los pecadores.
Allí, a cualquier emigrante con pocos meses de antigüedad le preguntas por su origen y te responde, ‘yo, americano’.
Aquí, mejor no preguntar, si no quieres que te tachen de racista.
Hay ostras y ostras. La de aquí, esta enferma.
Ojalá no nos acabe por intoxicar definitivamente.