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lunes, 17 de diciembre de 2012

El horror

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La única manera de evitar que un asesino lleve a cabo una acción tan malvada como esta, es meterle una bala en la cabeza.

¡Lástima que en Newtown no hubiera nadie para hacerlo!

Por favor, pónganse en cola los ciudadanos a los que una declaración como esta escandalice, hasta el extremo de sentirse obligados a detectar urgentemente en mí algún desequilibrio nervioso que les tranquilice.

No se molesten. Eso es exactamente lo que pienso. Esa es la fría, meditada y única conclusión a la que llega un tipo como yo, ante de la noticia de lo ocurrido ayer en esa escuela de un pequeño pueblo del estado de Connecticut.

Creo que la sensación de horror a la que uno se enfrenta cuando lee la noticia del asesinato a sangre fría de veinte criaturas y tres adultos, le provoca una conmoción tal que altera todo los registros de su conciencia y le obliga a mirar de frente el hecho, descartando cualquier subterfugio.

Esa sensación no es más intensa que la que me produjo en su día la masacre de setenta y siete estudiantes cometida por Breivik en Noruega. Ni la que un alemán llamado Tim Kretschmer llevó a cabo en Winnenden con dieciséis victimas; o la de los ocho asesinadas por Pekka Auvinen en la escuela de la localidad de Jokela en Finlandia, etc…

Así podría ir estableciendo un trágico mapamundi de la violencia, que desmintiera esa falacia que permanece oculta dentro del incurable antiamericanismo europeo, en la que se sitúa la sede central de la infamia criminal en los Estados Unidos.

Es el desarme moral de Occidente lo que está detrás de esta orgía de violencia autodestructiva. Las conclusiones apresuradas y simplificadoras a las que nos tienen habituados los medios de comunicación, urgen en escoger, en el repertorio previsto, las “causas” que dejan al verdadero culpable al margen.

Culpable convertido en “víctima”, él mismo, de unas circunstancias sociales injustas. Léase “lobo solitario surgido de la miseria de los barrios periféricos”; “miembro de un pueblo martirizado históricamente, como el palestino”; “ser desesperado cegado por la opresión”, etc.

Eso sí, cuando se trata de un “sujeto próximo a la ideología de extrema derecha”, entonces por fin la compasión se torna indignación. O, en el caso de que el suceso haya tenido lugar en África, la cosa se despacha rápidamente. Ya se sabe... son africanos.

Y, finalmente, si el hecho ha sucedido en los EEUU, entonces la causa son las armas.

Así de sencillo.

Tal vez se podría escribir una historia en la que un arma se escapa de su estuche, en busca del instrumento indispensable para  llevar a cabo su malvado designio : el asesino. Lo irá a encontrar entre los pacientes psiquiátricos que ignoran su patología y conviven con el resto de sus conciudadanos pacíficamente, hasta que el arma profética les desvela su auténtica condición y los obliga a poner en marcha sus violentas pulsiones.

Consecuencia: si no hubiera armas se acabarían los crímenes. Y, de paso, la locura. ¿Cómo no lo habrán detectado los especialistas? ¿Será que los siniestros mercaderes de armas han llevado a cabo una exitosa labor de lobbying entre la profesión psiquiátrica?

La psicoanalista de Tony Soprano hubiera podido obtener un sonado éxito profesional con su paciente, si simplemente le hubiese sustraído el revólver que ocultaba en el bolsillo de la americana. ¡Qué ocasión perdida!

Sin embargo los hechos son tozudos y algunos detalles deberían sacudir la modorra moral en la que chapoteamos, tras el re-descubrimiento del “relativismo moral”, heredero del nihilismo decimonónico.

Por ejemplo, no he leído ni oído nada respecto del hecho de que todas estas tragedias se han desarrollado, sin excepción, en ambientes en los que la única persona armada era el asesino. Por eso, en la mayor parte de las ocasiones, las matanzas tuvieron lugar en escuelas; pero también en clínicas; en colonias de vacaciones, etc. Es decir, en escenarios en los que la impunidad estaba garantizada por la ausencia de una posible respuesta contundente.

Esa cobardía del asesino cabalga, además, sobre la actual cultura de la erosión del concepto de responsabilidad individual; sobre la obsesión por la psicologización de cualquier conducta; sobre la desacralización de la vida humana; sobre la anulación de las fronteras entre el bien y el mal; sobre un rechazo ciego de la identificación precisa del mal, al objeto de combatirlo frontalmente, y sobre rechazo del derecho individual a la propia defensa, que entrega la suerte de la víctima a una especie de ruleta del destino.

 La reivindicación, surgida en la década de los setenta, del “perdedor”(The Loser) como víctima de un orden esencialmente injusto, frente a la figura tradicional del héroe como personificación del bien, representó un cambio mucho más profundo que su mera formulación estética.

Constituyó el triunfo de la filosofía del victimismo, en la que el propio hecho de que la figura del “perdedor” coincidiera con la personalidad del malvado estereotipado, era pasado por alto así como la alegoría moral que contenían la historias con final feliz. Se hacía  prevalecer así el “prestigio” de esa supuesta víctima, como heroico representante de la sacrosanta transgresión revolucionaria anti-sistema.

Ahí es donde comenzó la irresistible ascensión de las nuevas categorías que se han entronizando paulatinamente en nuestra cultura de masas. Ahí es donde “lo oscuro”, “lo feo”, “lo sucio”, o “ lo siniestro” se instalaron como paradigmas de “lo complejo”, o sea, “lo interesante”. Con traca final en esa abominación estética que representó la "Punk-Kultur".

Frente a ello, la supuesta simplicidad bobalicona de la belleza, la bondad o la moralidad, identificadas de esta forma tan sencilla con el conservadurismo reaccionario y “la injusticia” inherente a los principios sobre los que reposaba hasta ese momento nuestra civilización.

Los protagonistas de la nuevas historias de la cultura popular, dejaron de ser los representantes del orden de la reciente sociedad civil y democrática, para ser sustituidos por personajes de moral ambigua, cuando no explícitamente delictiva, cuyas mentes “complejamente” desordenadas servían para sublimar con eficacia los rencores inconscientes y los resentimientos ocultos en las “masas silenciosas”.  

Cuando leo las estúpidas simplificaciones con las que algunos cronistas ignorantes y mentalmente perezosos tratan de explicarnos lo que pasa, identificando en una torpe analogía  la realidad de la población armada actual de los Estados Unidos con el legendario Far West, no puedo por menos que recordar las historias de mí niñez, cuando en aquellos míticos escenarios descritos por John Ford la responsabilidad individual era el único recurso al alcance de sus personajes.

Cuando ningún pseudo-análisis  psicológico amparaba a los malvados. Cuando la vida humana era sagrada porque consistía en la única pertenencia real de los individuos. Cuando la distinción entre el bien y el mal era nítida y el mal era erradicado sin contemplaciones. Cuando los que acababan dónde les correspondía justamente, bajo tres pies de tierra, eran los  “bad-men” y no veinte niños indefensos.

Eran tiempos en los que a nadie se le ocurría plantear una revisión de la famosa Segunda Enmienda de la Constitución americana, cuyo origen republicano ya he narrado en otra ocasión y en cuya filosofía basó un industrial de las armas de fuego un popular apotegma publicitario: “Los hombres nacen distintos. Samuel Colt los hace iguales”.

No hay que extrañarse, pues, de que hoy en día, siniestros sujetos inmaduros educados en ese contexto sin referencias morales solidas, en el que cualquier cosa puede y “debe” ser contestada desde la ignorancia y la falta de un mínimo rigor intelectual, lleven a cabo disparates como el que comento, con una desenvoltura y unas consecuencias tan trágicas.

Siempre cabe la esperanza de que todo esto no sea más que el precio que la humanidad tiene que pagar, en el proceso de cambio de una época agotada, hacia algo de lo que no tenemos ni idea de cual puede ser su futura fisonomía.

Y que a mí, si soy verdaderamente sincero, me da mucho miedo.

viernes, 14 de diciembre de 2012

La Doxa.

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Me han remitido una conferencia leída por mí amigo el historiador Georges Bensoussan, al que he mencionado aquí en otras ocasiones, en un acto del CRIF, Consejo Representativo de las Instituciones Judías de Francia.

En su ponencia, este historiador hace un repaso de la actitud de una mayoría de la intelectualidad francesa actual, con respecto al conflicto palestino-israelí, y constata el conformismo general existente frente a un discurso masificado en materia de cultura, en el que los sucesivos sectores intelectuales ha ido estableciendo a lo largo del tiempo ciertas reglas que ya se han convertido en “evidencias”.

En base a ellas se clasifican los liderazgos y las exclusiones. Es el pensamiento único. Aquel en el que no se oponen argumentos contra argumentos, sino en el que se invita al sujeto a explorar “aquello que piensa en nosotros silenciosamente”, según la fórmula de Michel Foucault. El pensamiento general. La Doxa de los clásicos.

¡Ay de aquél que no se avenga a ella!

Le remití a mí respetado amigo Luis E. el texto y me respondió planteando algunas cuestiones al respecto. Con su permiso le contestó desde aquí a algunas de ellas, porque considero interesante debatir estas cuestiones más allá del diálogo personal.

¿Qué es “judío”? ¿Una religión?¿Un pueblo?¿Una raza?(¡Dios no lo quiera!)

Efectivamente la cuestión del significado del término "judío", ya sea como sustantivo o adjetivo, suele plantear un problema a muchas personas.

Yo solo puedo hablar por mí y creo que, si tuviera esa inquietud, le pediría una definición a cualquiera de aquellos que llevan dos mil años persiguiéndolos. Él debe saberlo… siempre en la hipótesis, claro está, de que hubiese reflexionado alguna vez sobre las "razones" de su persecución, cosa que está por demostrar.

No me he preguntado jamás por la identidad de los judíos porque siempre he desconfiado de todo lo referente a las identidades, en general. Tal vez el haberme dedicado a diseñarlas durante años, en su vertiente corporativa, tenga algo que ver en esa desconfianza.

Mi actual simpatía por los judíos es relativamente reciente. Procede de los años ochenta, en los que una mirada atenta sobre un hecho histórico que no había ocupado, hasta aquel momento, más espacio en mí mente del que cualquier otro, la Shoah, dio lugar a una especie de revisión inesperada de ciertas categorías morales, cuyos valores habían permanecido invariables en mí conciencia a lo largo de mí vida.

Ese hecho conmocionó todo el andamiaje que soportaba hasta entonces esa conciencia. Creo que puedo decir sin temor a parecer ridículamente transcendente que, con el tiempo y la profundización en los diversos aspectos comprometidos en ese hecho histórico, mi ya maltrecho espíritu político, tras la desastrosa experiencia soixanthuitard, me llevó al replanteamiento radical de mis postulados.  

¿Un estado judío?

La aspiración a un estado propio, la lucha consecuente para lograrlo, y su proclamación final, tienen sus raíces legítimas implantadas en ese territorio desértico, aparte de las ancestrales,  en pleno período turco y por emigrantes judíos que llegaron al mismo tiempo que otros emigrantes, procedentes estos de las futuras “arabias, sirias, irakes, y jordanias”.

Estas eran simples regiones del Imperio Otomano hasta entonces, y solo llegaron a hacerse realidad como estados por la voluntad arbitraria de las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial.

Que la supuesta legitimidad de esos estados “creados” sea comparada a la del único estado del mundo que se constituyó por acuerdo de todos los países reunidos en la ONU, podría considerarse una simple boutade, sino fuera por el cobarde cinismo que encierra.

Pero todo ese relato histórico no tiene demasiado valor argumental para mí. La razón suficiente para el establecimiento del Estado de Israel es la Shoah.

La culpabilidad moral que pesa sobre Occidente respecto de esa catástrofe es de una evidencia tal, que basta con comprobar, como señala Bensoussan, los esfuerzos incesantes desplegados para encontrar motivos de inculpación de los israelíes en no importa qué actos condenables, esfuerzos que denotan una especie de conducta patológica.

Un ejemplo de esa peculiar forma de sublimación, por transferencia de la propia culpa hacia la víctima, la hemos padecido y la padecemos aún los españoles desde hace años, en la esquina oriental del Cantábrico.

De todo el catálogo de pecados atribuidos históricamente a los judíos, ninguno ha sido considerado más imperdonable que el de tomar la decisión, tras la catástrofe de la Shoah, de abandonar definitivamente el rol de víctima que la historia les había otorgado.

Asi mismo resulta insoportable la presencia permanente de un estado que nos recuerda nuestra responsabilidad, y al que, a pesar de sus repetidos esfuerzos, los amigos musulmanes no han conseguido aun echar al mar.

Claro, el problema que plantea esa nueva realidad, con el declinar de los eternos recursos acusatorios de misterio, de conspiración, o de poder mundial, etc, frente a una presencia a la luz del día avalada por la voluntad, el esfuerzo, la eficacia y la construcción de una sociedad basada en los principios más elementales de la civilización, es difícilmente digerible por sectores mayoritarios de la sociedad occidental, carcomidos por la mencionada culpabilidad histórica inasumida. 

La prueba fehaciente de ello es la delirante actitud de esos sectores, al poner en platillos morales simétricos a una teocracia que hace del asesinato de inocentes una de sus sendas de ascensión al Paraíso, con un estado en el que, por ejemplo, un juez del Tribunal Supremo, de religión musulmana, metió en la cárcel a un ex-presidente del Estado Israelí, una vez probada su culpabilidad.

¿Podríamos imaginar a un juez de confesión judía condenando a la cárcel por corrupción, en Cisjordania, a la viuda de Arafat, por ejemplo?

Un estado en el que los ciudadanos disconformes con la acción de su gobierno se manifiestan airadamente en las calles y en los medios de comunicación, mientras que los cadáveres de sus homólogos de la franja de Gaza son arrastrados por una motocicleta por las calles de la ciudad, entre el alborozo de los paseantes, no deja demasiados argumentos a cualquier persona de buena voluntad.

Lo demás, para un heterodoxo como yo, es mera retórica. 

La Doxa de la que habla el historiador.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Mis primos.

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No pertenecen a mi familia carnal. Ni son García, ni son Artime. Son Cortés; son Salazar; son Maya; son Giménez; son Gabarri; son Montoya; son Heredia. Y muchos de ellos no son más que Emilito; Quillito; Pepe; Antonio… etc.

Y ahora mismo, en mí reencuentro, son sobre todo Miguel Palacios y sus chicos.

Son mis primos gitanos.

Los encontré cuando comenzaba a encontrarme a mí mismo. Cuando intentaba dar mis primeros pasos de adulto y para ello necesitaba llenar mi mochila con cosas propias, una vez que aquellas que se me habían proporcionado hasta entonces se estaban volviendo insuficientes, dudosas o demasiado manoseadas.

Y así, al lado de Frederic Chopin, Anton Dvorak, y Ludwig v Beethoven, coloqué sin el menor esfuerzo a Charly Parker, a John Coltrane y a Miles Davis; a Carl Perkins, Elvis Presley y Eddy Cochran; a Yves Montand, Lèo Ferré y Georges Brassens; a Domenico Modugno, Marino Marini y Tony Dallara.

Y, al lado de todos ellos ocuparon un lugar destacado Manuel Soto “El Sordera”, “Fosforito”, “Chaquetón”, José Menese, Enrique Morente, María Vargas, tía Anica “La Periñaca”” y Dolores Vargas “La Terremoto”.

Porque, en pequeñas capitales provincianas como Oviedo, cosas como la naciente afición al cante tenían la ventaja de la proximidad con los protagonistas. Y así conocí a un vendedor ambulante de telas, gitano de origen catalán, de nombre Antonio Cortés, que si bien no era un virtuoso de la guitarra poseía los conocimientos y el arte necesarios para iniciarnos, a mí, y a una buena parte de la joven burguesía local en los principios del compás.

Más tarde un sobrino de D. Antonio, Pepín Salazar, llegó a acompañar como primera guitarra a Pilar López y su gran ballet español, en sus giras internacionales. En esa época también conocí a Emilito, enorme guitarrista de Antonio Gades, y enorme persona llena de simpatía e ingenio.

En el principio de los setenta conocí al boxeador Antonio Jiménez “Gitano Jiménez” . Doble Campeón de España en los pesos ligero junior y pluma, y Campeón de Europa de los pluma. Antonio invitó a su boda algunos amigos entre los que me cupo el honor de figurar . Y una boda gitana no es cualquier cosa.

Otro Giménez, Pepe, malvivía de la caridad en Oviedo y compensaba con un bastón y una tablilla la malformación de un pié que padecía, para llevar a cabo su afición al taconeo sin perder el compás en las fiestas a las que le invitaba aquella pequeña burguesía éclairée ovetense.

Después, mientras estudiaba en Madrid, la influencia de Peret y el “ventilador” nos proporcionó a mis amigos y a mí una cierta notoriedad como rumberos, con la que nos garantizamos la invitación a un sinfín de eventos con mantel y copa, en aquella aparentemente interminable fiesta que fueron los años sesenta.

Aquella creciente afición al cante constituyó la clave de la armonía y la naturalidad con la que siempre pude aproximarme a esas excelentes personas que son los gitanos. Así conocí en mis años malagueños a un inconmensurable artista de la danza como fue Mario Maya.

En los años ochenta descubrí el Estrecho y en él a otro personaje inolvidable. El “Quillito”. Pescador habilísimo, me permitió acompañarle en sus “pescatas”, aunque siempre se escurrió a la hora de enseñarme su arte. Ellos son así. Pero donde nos hicimos parientes fue en las fiestas en las que le encargaban de cantar y a las que me llevaba de guitarrista. Menos mal que él era lo suficientemente bueno que no se notase mucho mi deplorable técnica a la hora de acompañarle una farruca.

Pero la fiesta se ha ido acabando y uno se va quedando solo, y como ese era el vínculo que me había relacionado siempre con esa otra rama de mi familia, ya hacía tiempo que no la frecuentaba.

Pero, en una de esas piruetas a la que tan aficionado es el destino, de pronto, han vuelto a aparecer en mi horizonte. Y lo han hecho de una manera absolutamente inesperada para mí.

Miguel Palacios, un gitano cabal, pastor de la Iglesia Evangelista, iglesia que tiene entre los gitanos un gran predicamento, nunca mejor dicho, se vinculó a una iniciativa emprendida por algunos enseñantes del Liceo Francés de Madrid, y que tuvo por objeto una visita conjunta de alumnos de esa institución y jóvenes gitanos de la parroquia de Miguel, al campo de exterminio de Auschwitz.

Miguel hace años que se interesó por la historia del genocidio gitano llevado a cabo por la barbarie nazi. Ha estudiado este acontecimiento a fondo, acudiendo por ejemplo a cursos dictados por el Centro Yad-Vashem de Israel.

La historia de esa otra abominación es casi desconocida. Pero, pese a la diferencia cuantitativa que presenta frente a la Shoah, además de otros aspectos que pueden, así mismo, distinguir a ambas tragedias, no por eso deja de representar la voluntad de aniquilación de un pueblo por parte los verdugos pardos.

Este reencuentro que he tenido con mis primos ha estado lleno de nuevas emociones, al tener lugar en un contexto totalmente nuevo para mí. He asistido y participado modestamente al acto de clausura del viaje, en un ambiente de fuerte emoción.

La solidez moral de ese conjunto de muchachos gitanos que he podido constatar, tiene un significado totalmente distinto del que pude observar entre sus jóvenes compañeros de viaje payos. Y lo tiene especialmente para mí, porque resultaba evidente que mi vieja relación afectiva con ese pueblo me proporcionaba una proximidad que no podía ser experimentada de igual manera por el resto de asistentes.

Mi relación con los gitanos que he conocido a lo largo de mi vida, de diferente condición social o cultural, ha constituido uno de esos escasos privilegios que un ser humano tiene la ocasión de disfrutar.

Su sentido del respeto, del honor en su más legítima expresión, su buena educación y, sobre todo, su fiel afecto, si uno es capaz de hacerse merecedor de él, constituyen un capital a plazo de una vida entera. Son inextinguibles.

No conozco ningún otro colectivo en el que esas condiciones sean más generales, más homogéneas y más duraderas.

Por eso quiero tanto a mis primos.