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martes, 27 de enero de 2015

La inocencia difunta


 “Estos crímenes, a mí juicio, no pueden ser asumidos jurídicamente y es precisamente en eso en lo que consiste su monstruosidad […], esa culpabilidad es tan inhumana como la inocencia de las víctimas. Los hombres no pueden de forma alguna ser igual de inocentes que lo eran, en conjunto, ante las cámaras de gas. Nada se puede hacer, humana y políticamente, con una culpabilidad situada más allá del crimen, y una inocencia asentada más allá de la bondad y la virtud. Porque los alemanes están abrumados por millares, o decenas de millares, o centenas de millares de crímenes que no pueden ser castigados de forma adecuada por un sistema legal; y, nosotros los judíos, estamos abrumados por millones de inocentes, en razón a los cuales cada judío de hoy se siente como la inocencia personificada.”

[Hannah Arendt/Karl Jaspers Briefwechsel, 1926-1969 / Lotte Kohler et Hans Saner (éd.), Munich, 1985]

Al día siguiente de la Segunda Guerra Mundial y ante el descubrimiento, que hoy se conmemora, de las fábricas de muerte nazis, Hannah Arendt hacia participe de esta reflexión a su antiguo maestro, Karl Jaspers.

Años más tarde, el psicoanalista israeí Zvi Rex, resumiría el resentimiento engendrado por la mala conciencia inconmensurable ligada a la destrucción de los judíos de Europa en esta frase lapidaria:

“Los europeos, no perdonarán jamás Auschwitz a los judíos.”

Anunciaba de esta forma, con una extrema lucidez, el antisemitismo que se iba a engendrar, no “a pesar de Auschwitz”, sino precisamente “a causa de Auschwitz”. Porque la supervivencia y la intolerable presencia de ese pueblo, representa su encarnación en el recuerdo lacerante de los crímenes cometidos contra él.

Los nazis no consiguieron culminar el delirio de destruir un pueblo hasta sus raíces porque, a pesar de abolir los límites morales que hasta aquel momento separaban lo concebible de lo inconcebible, algo así está fuera del alcance humano.

Pero lo que sí provocaron fue la aniquilación de la inocencia.

Cuando la culpabilidad colectiva atribuida a un conjunto de individuos se fundamenta en el mero hecho de haber nacido, y alcanza, en consecuencia, de forma idéntica a un ser adulto y a un recién nacido, la inocencia deja de tener significado. Eso, ocurrió hace setenta años en el terrorífico mundo que hoy simboliza Auschwitz.

El eterno tabú de la esencial inocencia colectiva de cualquier pueblo fue abolido, sustituido por el mito de la culpabilidad ontológica de un pueblo en su conjunto.

Pero el crimen fue cometido, a su vez, por todo un pueblo. El pueblo alemán. Eso planteaba un grave problema inédito, como indica Arendt. Ningún mecanismo legal contemplaba un banquillo de acusados de ochenta millones de encartados.

La inocencia dejó de existir por sobredosis, y la culpabilidad también.

Ambos conceptos, con sus costuras deshilachadas y vacíos de cualquier significado, han estado flotando inertes en una atmósfera de valores relativos y, hoy en día, hay mucha gente que ya no recuerda la última vez que se sintió culpable de algo.

Los grupos que cosechan simpatías, como los partidos políticos, lo suelen hacer sembrando carnets de inocencia. Todo consiste en identificar con claridad a los culpables, y ofrecerlos bien empaquetados y etiquetados.

La inocencia, ha dejado de ser aquella cualidad que caracterizaba, en ocasiones, a las víctimas de determinadas situaciones injustas, para convertirse en un rasgo antropológico. Actualmente, se es inocente como se es rubio, bajito o zurdo.

Conviene tener estas cosas claras y, para eso, lo mejor es recordar dónde y cuando empezó todo.

Por si acaso.

jueves, 8 de enero de 2015

Unos lápices del 7,62 x 39 mm.



Fueron aquellos que pusieron mis esperanzadores años sesenta en imágenes.

Bueno, sería más exacto decir que fueron quienes constituyeron la cara más crítica, ingeniosa e irreverente, de una revolución que día a día iba perdiendo su fisonomía más espontánea y fresca, para ir hundiéndose en el aburrido y previsible cubo de las ideologías que ya eran caducas cuando fueron inventadas.

Wolinski, el profesor Choron, Cabu, Cavanna, Reiser y un puñado más de mentes lúcidas e iconoclastas, nos estimulaban semanalmente con los inteligentes disparates que nos aportaba el espíritu de Hara-Kiri.

Después, cuando la resaca de la fiesta empezó a pasar factura de la ingestión abusiva e irresponsable de una teoría tan brillante y efímera como un castillo de bengalas de colorines, Hara-Kiri se convirtió en Charlie-Hébdo.

El grupo poseía la reserva de talento e ingenio suficiente, como para tomar tierra con soltura en la sempiterna la banalidad cotidiana de unos franceses de boina y baguette.

Eran los “bof”. Término inventado por el genio incomparable de Reiser, para designar simbólicamente a un ser cuya colilla en los labios, la barba de cuatro días y unos calzoncillos sucios y dados de sí, por los que asomaban impúdicas sus parte íntimas, nos mostraba la cara menos presentable de la clase media francesa.

Estuve suscrito durante más de diez años a este periódico semanal, confeccionado en papel industrial y cuatricromía, que inspiró a la revista de humor más inteligente que se publicó en España, Hermano Lobo, después de que La Codorniz hubiese clausurado su ciclo de crítica solapada del Régimen, y la Transición empezara a vislumbrarse tras el catafalco del Dictador.

Charlie-Hébdo siguió en su universo provocador y, a pesar de que los tiempos no fueran los mismos y yo tampoco, no se retiraron dejando un hueco que nadie podría haber rellenado en ese segmento satírico de la actualidad.

Me alejé de ese mundo, como de muchos otros, porque tenía cosas nuevas que descubrir.

Y, precisamente en mi recorrido por esos nuevos senderos, sufrí con mis compañeros de aventura las consecuencias del cadáver viviente del franquismo, en su versión más agresiva y violenta, a principios de los ochenta.

Ayer, con la noticia de la nueva barbarie cometida contra mi antiguo Club de Talentos Despiertos, acudieron en tropel los recuerdos de los años de plomo. Aquellos de los abogados de Atocha, El Papus, y tantas tragedias, afortunadamente enterradas en la escombrera de la memoria, previa al olvido.

Un imperativo moral inexcusable me llevó a la única manifestación de homenaje a las víctimas de la masacre que se convocó  en este país de hoy, siempre ajeno a cualquier cosa no manufacturable por las empresas de la basura mediática.

Y mejor hubiese sido conformarme con roer en privado mi amargura.

Dos centenares escasos de asistentes no parecían estar más atentos que a un miserable montaje propagandístico, que una cúpula reducida del PSOE había organizado casi clandestinamente ante las cámaras de televisión, con el ex–presidente de la flojera multiculturalista a la cabeza.

Pero el aquelarre, tantas veces escenificado por ese partido a caballo de una tragedia ajena, reservaba una patética escena tan banal como vergonzosa. Consistió en la presencia solitaria de una bandera republicana, ajada y descolorida por tantos usos similares, cuyo intolerable y obsceno oportunismo surrealista, me provocó un ataque de irritación que puse sonoramente de manifiesto.

Un grupo de figurantes que asistía disciplinado a esta puesta en escena, cercano a mí, recriminó mí airado comentario con un coro de gritos apelando a la sacrosanta libertad de expresión.

Pero no era el atentado contra esa libertad, que siendo la esencia de nuestra civilización había sido agredido en la redacción de Charlie-Hébdo, el objeto de sus apasionados gritos. No. Reclamaban el derecho a exhibir ese símbolo del revanchismo en cualquier lugar y ocasión, por más incongruentes que sean.

Me retiré, maldiciendo mí error al no haber comprobado el origen de unos convocantes capaces de usurpar cualquier oportunidad, pasando por encima de todo principio, y faltando al respeto a todo lo que no sean sus miserables intereses.

Si a todo esto añadimos el panorama de ceguera que han exhibido durante la jornada la mayor parte de quienes se empeñan en hacer prevalecer sus correctas ensoñaciones multiculturales sobre la dura realidad de los hechos, el día de ayer, para mí, pasará como uno de los más lamentables de estos últimos tiempos.

Me preguntaba qué hubiese ocurrido si un grupo de ricos con chistera y puro, y armados con recortadas, hubiesen entrado y mascarado a la redacción del mencionado Hermano Lobo, presos de una pasión vindicativa provocada por los magistrales chistes de Chumy Chumez, en los que solían representar el papel protagonista.

Probablemente la exigua concentración delante de la Embajada de Francia, se hubiese convertido en una convocatoria de huelga general revolucionaria. Menos mal que los ricos no pueden perder su valioso tiempo en festivales pirotécnicos de esa índole.

Pero tampoco ese pensamiento me ha consolado…