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lunes, 22 de abril de 2013

Bajamar. (Memorias de un tiempo jubilado)



Luanco, verano de 1992.


Me senté en el escalón de piedra de aquel zaguán que tantos recuerdos me evocaba. De pronto, en mí memoria, todos aquellos jóvenes amigos de treinta y cinco años atrás, que reconocía fotográficamente y a cuyas caras podría poner nombres a poco que me esforzara, se sentaron a mi lado y alguien afirmó que la banda de música tal vez vendría a tocar aquella noche. 

Aparté la vista de la extraña fachada de la casa de enfrente, forrada de forma absurda con tejas colocadas verticalmente, y volví el rostro para contemplar la mar. En aquella hora del reparo de la bajamar, el océano depositaba delicadamente unas olitas un poco ridículas en la orilla lejana, con un rumor incesante y casi imperceptible. Era el preludio del inminente inicio de la marea.

Lo demás eran un centenar escaso de pequeñas embarcaciones de pesca, y alguna de recreo, fondeadas en la estrecha bahía, y alguna más varada en el banco de arena que la marea baja dejaba a la vista al pié del viejo muelle. Los relajados calabrotes de las amarras de estas últimas, cubiertos de aquellas algas que parecían musgo húmedo, deprendía un fuerte olor. Me encantaba aquel olor.

Me incorporé y recorrí despacio los escasos metros que me separaban del grueso muro de la playa.

Era el mismo muro de siempre. Desgastado por los años, pero robusto y firme, esperando el envite de olas de la siguiente galerna sin temor ni arrogancia. La calle en cuesta a la que flanqueaba le iba ganando altura y, cuando apenas alcanzaba ya el nivel de las rodillas, una baranda hecha de solidos barrotes de fundición, moldeados como si fuesen de madera torneada, completaban la defensa de aquella especie de muralla. 

Aquel viejo muro, mirado desde la arena negruzca de la playa en una bajamar de marea viva como aquella, debía de medir uno cinco o seis metros de alto. Estaba construido con grandes sillares de más de un metro de largos por sesenta o setenta centímetros de altos, perfectamente tallados y alineados a soga, en los que el nivel de la marea había dejado pintado un oscuro zócalo, a lo largo de los años.

En el rincón que formaba el muro con la fachada de la casa que se apoyaba en él, para asomarse ella también a la mar, ya no estaban unos sonoros cascabeles en el puntero de
las cañas de pescar del barbero, conocido inexplicablemente, dada su gran agilidad, con el inadecuado mote de  “El Paria”, tal vez debido a la gran bota ortopédica, que corregía seguramente las secuelas de una poliomielitis.

Aquellos diminutos instrumentos musicales, en el caso más frecuente de lo que cabría suponer de que una roballiza hubiese decidido tragarse la media sardina encarnada en el anzuelo, provocarían con su infantil estruendo el súbito y momentáneo abandono de un parroquiano sentado en el sillón de peluquero con el jabón en la cara, mientras aquel pequeño y locuaz personaje recorría cojeando en un santiamén los diez metros que le separaban de una suculenta mejora para la cena, que prepararía seguramente encantada su jacarandosa esposa.

Por el otro extremo, el muro moría en los arcos de los sótanos del Ayuntamiento, tras los que se encontraba uno de los lugares más legendarios de mi lejana niñez. Los calabozos municipales.

La vida aburrida y pueblerina de un lugar como aquel, no evocaba ningún reflejo épico en aquel niño de ciudad, que era yo, salvo cuando se mencionaban aquellas mazmorras. A las que además se las conocía pomposamente como ¡la cárcel!

A mí nunca me cupo ninguna duda de que, en el improbable caso de alguien habitase aquel hosco lugar de aspecto frío y húmedo, aunque a decir verdad no mucho más lóbrego que algunas viviendas de marineros pobres que tuve la ocasión de visitar alguna vez, ese no podía ser otro que Edmundo Dantés, rumiando su tremebunda venganza.

Edmundo Dantés, el Conde de Montecristo, fue seguramente mi primer héroe. Más tarde se vería obligado a compartir ese privilegio con Tarzán, Tom Sawyer, Guillermo Brown o Flash Gordon. Los inviernos en la ciudad, lejos de la casa de los abuelos, no contaban con la presencia de aquellos seres extraordinarios. Ellos eran héroes de verano.

Su recuerdo se asociaba íntimamente para mí con los antiguos grabados colgados en las paredes de un dormitorio de casa de mis abuelos, dónde aquellos héroes se aparecían mágicamente todos los días tras la comida. Durante “el reposo”.

El famoso reposo era una especie de terapia recetada por la sabiduría popular que obraba milagros, al parecer, en el crecimiento y desarrollo de los más pequeños. Consistía en una especie de siesta infantil, en la que la falta evidente de sueño era compensada por la obligada permanencia sobre una cama, mantenida durante una hora y media interminable para nosotros.

 En aquel ambiente poco apetecido, la gran médium que invocaba diariamente a todos aquellos fabulosos personajes era mi abuela.

Al principio, la obligación de “reposar la comida” sobre la cama, junto con mi hermana, durante aquella  eterna hora, solía resolverse en  una mezcla agitada de peleas y tortura cariñosa de la paciente gata “Musita”. Pero eran un suplicio. Y la sorprendente aparición un buen día de la abuela, con un grueso libro en las manos, supuso el anuncio de una vigilancia aún más estricta y próxima, que disminuía drásticamente cualquier posibilidad de enredar. 

Porque mi abuela Amparo ¡era mucha abuela!

Se decía en la familia que su verdadera vocación había sido la de actriz de teatro. Años más tarde, cuando el joven sucedió al niño, y conocí personalmente a algunas actrices de verdad, tuve que desmentir la leyenda. El carácter cariñoso pero de una severidad sin fisuras de Amparo estaba en las antípodas de la ligera frivolidad de aquellas aprendices de estrellas.

Pero algo había. Nunca, a lo largo de mi vida posterior, volví a tropezarme con un caso de lectura dramatizada de un texto, comparable en calidad y emoción con la que nuestra abuela era capaz de ofrecer a aquel reducido público. Cuando volví a leer más tarde alguna de aquella fabulosas novelas, la visualización de la acción que surgía inmediatamente en mi cabeza era exactamente la misma que la que el relato de mi abuela había estimulado en mi mente infantil.

Amparo transformaba su voz y su ritmo de dicción adaptándolas con tal maestría a los diversos perfiles de los personajes y la descripción de los entornos, que proporcionaba al oyente un escenario de color y expresión muy próximo del cinematográfico.

Las siestas sin sueño ya no eran la tortura de un principio. La lectura sabiamente fragmentada en capítulos, proporcionaba cada tarde satisfacción a la curiosidad que flotaba en nuestras mentes desde la tarde anterior, y provocaba de nuevo el interés al dejar pendiente la intriga hasta el siguiente “reposo”.

Fue entonces cuando los primeros héroes de ficción hicieron entrada en mis sueños. Unos héroes que determinaron para siempre una forma de relacionarme con el entorno. Lo que en un principio eran hazañas con las que me quedaba encantado, en el más literal sentido de la palabra, adquirieron con el tiempo otra dimensión más compleja.

La mediocre realidad circundante no podía competir ni por asomo con la brillantez y la amplitud de los horizontes en los que mis amigos íntimos, los héroes, llevaban a cabo sus aventuras. Y, claro, la solución al desencanto que sobrevenía siempre con la violenta irrupción de la canija realidad, no podía pasar más que por la ansiosa búsqueda de un modo de participar en aquellas aventuras. Vivirlas, más allá de la simple  y pasiva contemplación.

Poco a poco fui encontrando la manera de permanecer en un espacio intermedio, que si bien no correspondía a las misteriosas penumbras de una callejuela de Cantón, era algo más interesante que las charlas a gritos de los encargados del almacén de paja de la acera de enfrente de mi casa.

Pronto descubrí un método para hacer que la vida cotidiana se relacionase con mis soñadas hazañas. Naturalmente las anécdotas de la realidad eran las que eran y yo no tenía ninguna posibilidad de hacerlas más heroicas.

Pero había descubierto algo que me proporcionó una especie de clave. Las personas que me rodeaban, especialmente los amigos que iba conociendo, no se parecían en nada a los personajes de la historias de ficción.

Yo, cada vez que observaba una situación concreta, era capaz de imaginar como reaccionaría en ella alguno de mis héroes. Pero claro, nadie en la realidad reaccionaba así.

Como es lógico, yo prefería la forma de comportarse mis amigos de ficción que la de mis amigos reales. Mis héroes sabían siempre qué hacer en cada caso. Y yo sabía de antemano qué harían. Así aprendí de ellos.

Pero lo que era realmente más inquietante e incompresible para mí era que mis amigos reales, en sus acciones, se parecían demasiado a menudo a los adversarios de mis héroes. A los malos. Y de hecho en el reparto de roles previo al juego, preferían representar al personaje del malvado. Fenómeno que aun al día de hoy no he podido explicarme.

Pero cuando empecé a darme cuenta de verdad de que no veíamos las cosas de igual forma, fue al observar las reacciones de extrañeza que provocaba en mi entorno el hecho de que yo tomase siempre la actitud que imaginaba que adoptarían mis héroes ante cada caso.

Aquella extrañeza constituyó el rasgo distintivo de lo que serían, a partir de entonces, mis relaciones con los demás. Yo sería ya para siempre, el raro. No he escogido el camino más fácil, desde luego, pero después de todo tampoco hay mucho donde escoger.

Y además me gusta.

martes, 16 de abril de 2013

La dura historia y la dulce leyenda.


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“Es mucho mejor mirar
a la historia cara a cara,
porque a aquel que no lo hace,
le dispara por la espalda”.

Esto, que podría ser la letra de una de aquellas sentenciosas milongas con las que los payadores de la estirpe de Atahualpa Yupanqui o Mercedes Sosa, allá por los sesenta, nos sugerían que también en castellano se podían hacer canciones con “contenido”, viene muy a cuento de un libro de Arcadi Espada  que estoy leyendo actualmente.

La intención declarada del autor es la de optar por la frialdad de la historia, frente a la alternativa de una voluptuosa y acogedora leyenda.

Se titula provocativamente “En nombre de Franco”, y en él, el autor, trata de restaurar la historia verdadera, frente a la apócrifa establecida hasta ahora, respecto de la acción heroica del embajador español Ángel Sanz Briz, que protegió a miles de judíos en el Budapest del invierno de 1944, salvándolos del destino fatal que los nazis les tenían reservado.

La obra está escrita con el peculiar estilo del autor, en el que su aguda ironía no resta un ápice de rigor y de seriedad al asunto tratado.  

En ella viene a demostrar, mediante un escrupuloso y complejo escrutinio de la abundante documentación oficial, variados testimonios, y numerosas memorias relacionadas con el hecho, que la decisión del diplomático, independientemente de su propia y valerosa voluntad  personal, fue ordenada y alentada en todo momento, en aquel frío invierno húngaro, no solo por el Ministerio de Asuntos Exteriores,  el de Gómez Jordana primero y el de Lequerica más tarde, sino, probablemente, por la propia Jefatura del Estado. Esto es, por el propio Franco.

El asunto es, en mí opinión e independientemente de esa turbadora revelación, más relevante de lo que la mera anécdota podría sugerir.

En realidad, viene a decir, no sabemos nada  del antisemitismo “real”  del Dictador. Espada sostiene que ni siquiera se conoce una sola intervención de Franco en la que hubiese utilizado el famoso sintagma de la “conspiración judeo-masónica”.

Esta expresión sí figura, y abundantemente, en la literatura del Régimen a lo largo de sus primeros veinticinco años. Como también es frecuente encontrar en discursos, artículos periodísticos y libros de texto, numerosas y frecuentes expresiones antisemitas explícitas, más o menos radicales, en ese primer período.

¿Quiere esto decir que Franco se oponía a sus amigos nazis, en algo tan sustancial para ellos como era la persecución de los judíos?  En absoluto.

Franco simplemente se dedicaba a navegar por aquel tormentoso tiempo, manteniendo sus velas siempre orientadas al viento dominante. Es decir, sin más rumbo propio que el que demandaba en cada caso la problemática supervivencia de su Régimen.

Con los judíos mantuvo una relación que no tenia nada que ver con razas, religiones o culturas. Tenía que ver, como en todas sus decisiones, con el oportunismo y la conveniencia concreta de cada circunstancia.

De hecho, ciertos empresarios y hombres de negocios judíos, del Norte de África español, alarmados ante el ambiente revolucionario imperante en la Península en 1936, le habían proporcionado una sustanciosa contribución económica, en los primeros tiempos del llamado Alzamiento Nacional.

Pero no fue una especie de compensación por aquellos servicios prestados lo que animó al Caudillo en su decisión de favorecer a los refugiados de la Embajada de Budapest. O, al menos, no lo fue exclusivamente.

Fundamentalmente, además de las presiones constantes ejercidas por parte de los gobiernos aliados sobre él, en el sentido de que dejase de favorecer al Eje, como de hecho venía haciéndolo desde del inicio de la guerra, fue más bien el convencimiento de las escasas posibilidades de triunfo que ya presentaba Alemania en aquel momento, una vez derrocado el Duce en 1943 y tras el desembarco aliado en Normandía en junio de 1944, lo que debió sugerirle aquella decisión.

Franco trató de aprovechar ese año de 1944 para adecentar un poco la imagen del Régimen, cara al mundo futuro que se podía prever tras el triunfo aliado.

Los fieles falangistas, requetés y otros entusiastas del nacional-sindicalismo, dejaron paso a otras personalidades más presentables y menos identificadas con imperios melancólicos y destinos comunes en lo universal, sin dejar de agitar la pancarta anti-comunista, que ya empezaba entonces a ser un activo político apreciable en ciertos círculos aliados.

Por otro lado, Hollywood y la gran prensa americana, en la que la comunidad judía de aquel país tenía y tiene gran influencia, eran una potente palanca de propaganda, que la perspicacia y la zorrería del gallego dictador no iba a menospreciar. De hecho, miembros del Consejo Judío estadounidense mantuvieron reuniones en Lisboa en ese año de 1944 con su hermano Nicolás, a la sazón embajador del España en Portugal.

Claro está; es verdaderamente inconfortable pensar en un Franco salvador de víctimas de la barbarie. No encaja. Y lo que no encaja incomoda. ¡Pero bueno, qué pasa ahora…! ¿Los malos ya no son malos, ni los buenos son los buenos?

La falsedades, tópicos y mistificaciones desbaratados en esta historia por Espada son muy significativos.

La historia oficial de los años posteriores a la proclamación de la II República, hasta la muerte de Franco, contiene de igual manera multitud de inexactitudes interesadas y leyendas cortadas  a la medida, puestas en circulación por parte de todos los protagonistas de la tragedia, y muy bien acogidas, por cierto, por una multitud de mentes perezosas y glotonas del fast food intelectual.

Esas actuales generaciones, que deberían disponer a estas alturas de una versión distanciada y rigurosa, basada en una mirada desmitificadora, como la que Arcadi Espada ha tratado de verter sobre este asunto, siguen intoxicándose con los tópicos al uso. Leyendas que tratan de alimentar nuevos/antiguos rencores construidos sobre materiales de derribo e inservible chatarra ideológica.

Lo único que tiene de bueno el ambiente actual, es que libros como el mencionado no caerán seguramente en las manos analfabetas de los nuevos zombis anti-franquistas.

Y así Arcadi se librará, dios mediante, de su correspondiente estrache.

Curioso término este del Estrache. Su origen registrado corresponde a la denominación que se dio en la Argentina de Meném, al hecho de ir a manifestarse ante la casa de los convictos del golpismo y la dictadura que ese presidente había indultado.

Actualmente, la popularidad adquirida aquí por el término, entre el público y los medios de comunicación, ha dado lugar a un curioso debate entre dos señoras políticas.

La señora Cospedal califica la actual versión del acoso generalizado contra personas vinculadas al Gobierno o al partido que lo sostiene, de actitud nazi.

La señora Valenciano, por su parte, remite a la señora Cospedal a los supervivientes de la Shoah, a fin de que se ilustre sobre el verdadero significado de la palabra nazi.

Y a mí todo esto me da mucha vergüenza.

Es el sofoco que me produce la estupidez y la ignorancia de los personajes que, al menos teóricamente, nos representan. En el gobierno y en la oposición.

Las personas que entusiásticamente van a diario (diez manifestaciones diarias en el último año) a berrear insultos delante de un portal, no hacen sino lo mismo que hacían exactamente las bandas de energúmenos nazis, en la Alemania de la crisis de 1929, obedeciendo a una estrategia perfectamente calculada de ocupación de la calle.

Esa estrategia perseguía algo muy fácil de entender. Se trataba de ofrecer una imagen de multitud por parte un partido minoritario. Mediante ese efecto de saturación por reiteración, pretendían aparecer como los representantes legítimos, que no legales, de la mayoría de un pueblo aplastado por la crisis.

Ahora bien, estos nuevos vociferantes, solo tienen de nazis la estrategia. Su actitud totalitaria no les viene de ese origen ideológico. No lo necesitan. Están animados por otra ideología igualmente totalitaria. La ideología comunista.

La señora Cospedal sufre el mismo síndrome que una buena parte de la derecha, que nunca ha conseguido asociar el totalitarismo comunista con el totalitarismo nazi.

Para esta clase de personas el comunismo es malo, claro, pero el totalitarismo, lo que se dice totalitarismo, es únicamente el de los nazis.

Ese es el verdadero triunfo de la izquierda. Han conseguido que nadie les reconozca como la otra cara de la peste parda.

Y no sigo por que me estoy calentado, y esto va a resultar interminable.

Perdón.

sábado, 6 de abril de 2013

El turco se pasa de la raya.

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Un sujeto llamado Yasser al-Ajlouni, sheikh salafista, según el órgano iraní en lengua francesa Al-Alam, ha hecho pública una fatwa en un vídeo colgado en Youtube,  en el que declara textualmente:

”Está permitido capturar mujeres sirias y abusar sexualmente de ellas”.

No contento con esta hazaña, amenaza con emitir próximamente otra fatwa en la que autorizará el sometimiento como esclavas, a aquellas mujeres que sean capturadas por los combatientes de su causa.

Dichos elementos poseerán a las mujeres sin vínculo alguno de matrimonio, sin pagar la obligatoria dote que exige el Corán, y carecerán de obligación alguna hacia ellas, si no es la de reconocer a los posibles frutos del cruel atropello.

En Jordania, la Red se ha incendiado con protestas de ciudadanos civilizados que reclaman la acción del gobierno o incluso de la Interpol.

Por otra parte, el principal diario de El Cairo, El-Watam, ha publicado estos días un anuncio, remitido por una sociedad egipcia, solicitando “muchachas piadosas con velo y portadoras del niqab”.

Ante semejante pretensión, organizaciones egipcias de la defensa de los derechos de la mujer han reclamado del gobierno una reacción que impida que las “desdichadas mujeres sirias sean objeto de un escandaloso fondo de comercio, por parte de traficantes y corruptos”.

Una mujer refugiada siria de 28 años, Um Majed, declara que se gana la vida buscando jóvenes esposas para árabes ricos de todo Medio Oriente. 

Ella era una simple ama de casa en Homs, cuando se vio obligada a refugiarse en Jordania. Su nombre significa “madre de Majed”, su joven hijo herido en los combates de su país, mientras su marido, que era taxista, está retirado en su casa por enfermedad.

Um recibe a una madre de 12 niños, Nezar, así mismo refugiada siria, que viene a buscar un marido para su hija enumerando sus méritos, mientras la anfitriona sirve unas tazas de café turco caliente.

“Es grande y bonita, le dice a Um Majed. Va a terminar el séptimo curso”. “Hay un hombre saudí disponible” responde Uma. Y eso es lo que esperaba oír Nezar.

Los saudíes con sus bolsillos repletos de petrodólares pagan buenos precios. La madre alberga buenas esperanzas respecto del saudí. Um también. Recibirá 287$ de cada una de las partes.

La hija de Nezar tiene 17 años. El saudí 70.

La única explicación que ofrece Um es suficientemente expresiva: ” Si ustedes supiesen como viven los sirios aquí, comprenderían porque dan a sus hijas en matrimonio a quien quiera tomarlas. La gente es pobre y hace cualquier cosa para pagar el alquiler de su casa”. Así de sencillo.

Si a todo esto añadimos que el Corán prevé los matrimonios temporales, tal vez podamos imaginar, sin riesgo a un gran error, que algunas de estas desgraciadas jóvenes volverán a su antiguo hogar pasados unos años. O quizás unos meses.

Mientras tanto, en un concurso de canto que organiza la televisión de Israel, copia del francés “The Voice”, acaba de ocurrir un hecho que pone de relieve hasta que extremo ha llegado el grado de “apartheid” judío, denunciado infatigablemente por los demócratas de Hamas y compañía.

Resulta que la final del concurso se debatía entre dos candidatas. Una de ellas llamada Ophir Ben-Shitrit, de 17 años, la edad de la joven vendida al saudí, es una estudiante perteneciente a la minoría ortodoxa judía vecina de la localidad de Ashdod. La otra es una joven estudiante de Biología y políglota en cinco lenguas, así como voluntaria de la Cruz Roja israelí, llamada Lina Makould. Ah! y es árabe-israelí del pueblo de Acco.

Pues mire usted por donde ganó Lina. La árabe.

El jurado se había rendido ante su interpretación de Empire State of Mind, de Alicia Keys. Aunque la canción que interpretó en la final fue el Alleluya de Leonard Cohen.

Y para coronar la fiesta y que no falte de nada, la dirección del establecimiento judío de Ashdod, en el sur de Israel, ha hecho excluir durante dos semanas del liceo religioso en el que estudiaba a la joven y hermosa Ophir, para castigarla por haber cantado ante un público en el que figuraban hombres, falta sancionada por el judaísmo ortodoxo.

Al parecer los padres de la afligida concursante aprueban el castigo decretado, consistente en un curso especial de preceptiva judía.

Así y todo, la jovencita parece que sabe defenderse por sí solita y ha declarado que “la Torah quiere que encontremos los caminos de la felicidad y la música hace feliz a la gente. Creo que podríamos cantar y, al mismo tiempo estudiar la Torah”

Como podréis haber apreciado, en este mundo hay mucha gente intolerante por todas partes, pero ojalá que la pobres mujeres árabes de Siria sufriesen únicamente los problemas de Ophir, o gozasen de las ventajas de Lina.

La chica árabe de Israel.