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viernes, 31 de agosto de 2012

El insomnio de una noche de verano


En la entrada de su confortable madriguera, la pequeña comadreja asomó prudentemente su cabecita. Esta parecía verdaderamente insignificante al lado de la ciclópea cruz medio derrumbada de aquella tumba. Se trataba del destartalado panteón familiar de Ángel Pantaleón Torcido Siracusa, notario, en el que se había levantado un último acta notarial; el de su propia defunción.

Entornando levemente sus minúsculos ojillos entre los hirsutos bigotes de su hocico, trató de hacerse una idea aproximada de los peligros reales que, en aquella ocasión, encerraba la siempre arriesgada expedición nocturna que se disponía a emprender.

La luna llena extendía su cegador reflejo por todo el camposanto. Debido a ello, aquel habitualmente recóndito escenario había adquirido una súbita e inusitada grandeza. Era casi tan espectacular en su reposada y silenciosa belleza como lo había sido bajo el ruido y la furia cuando, sumergido por cataratas de lluvia; bajo el aterrador efecto estroboscópico de los relámpagos; y con la ensordecedora cacofonía de los truenos, se despidió de la última primavera en medio de una tormenta memorable.

En el extremo contrario del cementerio, aquella atmósfera de lúgubre entropía reflejaba su más ruinosa realidad en una escuadra de máquinas excavadoras oxidadas e inmóviles, a las que la crisis inmobiliaria había paralizado en pleno inicio de la demolición del cementerio, cuyos terrenos deberían haber acogido al ansiado polideportivo municipal.

Esa noche, en aquella escena de ruinas, solo se echaba en falta algún sonido o eco lejano que para completar su romántica melancolía. Pero no sonó el remoto tañido de una campana, ni el emotivo trémolo de un nocturno de Chopin. Nada.

Hasta que…

Fue una especie de chasquido prolongado. Un ruido entre mecánico y humano. Algo así como el sonido que emitiría un estropajo de aluminio al iniciar la limpieza del tubo del desagüe de un lavabo, en el roñoso aseo de una estación de servicio.

Por el lado oscuro, –siempre hay un lado oscuro en todos los lugares, incluso en un cementerio-, y entre el macizo de cipreses que conseguía elevar vegetalmente la altura del desconchado muro de cierre, comenzaron a agitarse levemente los hierbajos que cubrían unas antiguas tumbas vacías, cansadas de esperar nuevos inquilinos.

La forma, que empezó a desvelarse poco a poco mientras entraba en la zona iluminada emitiendo aquel sonido indefinible, provocaba una vaga inquietud. No se trataba de nada concreto. Era como si arrastrara una levísima aura terrorífica en torno a su silueta.

 Aquello acabó por activar todas los circuitos de alarma del pequeño mustélido, quien con un vertiginoso giro de ciento ochenta grados sobre sí mismo, se eclipsó en una fracción de segundo dentro de su segura madriguera.

El paso trabajosamente lento de la silueta, y los gestos que empezaban a percibirse con mayor precisión, parecían más bien el resultado de una premeditada y bien estudiada puesta en escena, que de cualquier expresión espontánea de aquel estrafalario bulto.

Cuando la intensa y lechosa luz del plenilunio alcanzó a iluminar lo que parecía ser el cráneo de aquel espectro, un conjunto de rasgos vagamente perdidos en una maraña de arrugas dibujaron un tenebroso rostro. En su horrible rictus se mezclaban, apenas contenidos, el rencor, la ira, el odio y una patética mirada cuya expresión oscilaba entre la de un grotesco perdonavidas de gama baja y la de un mal aseado proxeneta jubilado.

Una figura de espaldas, en primer plano, abrió los brazos con gesto de acogida y con la indisimulada satisfacción de quien retira el paño que cubre la tarta de cumpleaños exclamó :

“¡Señoras y señores; Mario Conde regresa a la política!”

Bueno, no fue exactamente así como yo lo presencié en ese contenedor de basura televisiva que es TeleCinco. Pero así es precisamente como yo lo vi. Lo juro.

El cementerio de los quiméricos manas que ya no caen del cielo, incluído el fantasma recurrente del polideportivo, es solo el forillo. El decorado del escenario de un esperpento que se representa en este rincón geográfico, con sus actos y sus entreactos, incansablemente, y cuyos protagonistas están, una vez más, tratando de defenderse del apuro en el que se encuentran metidos, por el viejo y desacreditado método de negar tozudamente la realidad.

“Bueno…, allá ellos”, diría con evidente sabiduría mi fracción más incorregiblemente individualista, si no fuera porque ese tipo de actitudes puede tener -¡Dios no lo quiera!- consecuencias fatales para todos.

No voy a repetir una vez más lo dicho hasta la saciedad en estos humildes comentarios. Repasad los manuales de historia. En ellos está retratada mil veces la situación de hoy, en múltiples soportes; desde en daguerrotipos de mediados del siglo XIX hasta en colgajos actuales de YouTube.

Cuando a la situación económica le da por recordarnos que nos hemos equivocado de rumbo, y nos previene de la fatal colisión hacia la que nos dirigimos, cerramos los ojos y llamamos a papá, como los niños en la montaña rusa.

Pero aunque al entreabrir los párpados papá no esté, sabemos que puede aparecer. Murió varias veces a lo largo de la historia, siempre después de causar múltiples destrozos. Y como lo atestiguan fielmente los archivos, a pesar de sus diferentes disfraces, siempre se trata del mismo papá.

La angustia aumenta y a las “cabezas de turco” políticas les suceden sin solución de continuidad lo “chivos expiatorios” políticos, quienes, por otro lado, tienen bien asumido que eso va incluído en el sueldo. Pero claro, todo ese cabreo no reduce un céntimo las hipotecas. ¡Se hace urgente el milagro!

Y… ¡Chan, chán!  Ahí es donde aparecen los zombies; lo freaks redivivos; los chamanes amateurs de toda la vida; los trileros de la historia; los filibusteros políticos y los aspirantes al papel de protectores padres, o padrecitos, de los pueblos.

Todos nosotros hemos sido testigos de las tristes actitudes adoptadas por los parientes de alguien aquejado de un mal incurable. Personas normalmente razonables y en principio poco proclives a las soluciones milagrosas, nos confiesan inesperadamente haber acudido, con una última y remota esperanza, a reclamar los servicios de algún renombrado curandero, en busca del ansiado remedio-milagro para su ser querido.

Cualquiera con un mínimo de buen corazón entenderá y disculpará semejantes gestos de impotencia.

Pero cuando una población está habituada al milagro que se opera cotidianamente en la llamada sociedad del bienestar, vive esa ficción con un desenfadado entusiasmo, sin querer darse cuenta de que se trata de un peligrosa enfermedad en la que la gravedad se incrementa aceleradamente como consecuencia de lo que no es más que una suicida huida hacia delante. Y cuando se termina ese prodigio, empieza el pánico.

Entonces no son ya unos bienintencionados parientes quienes tratan de salvar a un tercero. Se trata de los propios moribundos los que claman por el milagro. Y lo hacen, no porque crean que el mal no tiene remedio. No. En el fondo saben muy bien que el único remedio está en sus manos, y que consiste en responsabilizarse de una vez de su anterior irresponsabilidad y resignarse por fin, todos juntos, a pagar el precio de la terapia salvadora.

Pero no. Piden el milagro para seguir sin hacerse cargo de su propio desastre.

Esta situación no se presenta hoy por primera vez. La conocen todos aquellos que tengan más de treinta años y podrían describirnos con pelos y señales lo que ocurrirá a continuación.

Los vendedores de crecepelo descargarán sus camionetas, con el género que bajo nuevas etiquetas encierra siempre el mismo producto. Son los charlatanes de siempre, presentes en todas las ferias que se montan en torno a las sociedades en crisis. Paupérrimas imitaciones de todo a cien de las ferias de antaño, en las que aquella soberbia mujer barbuda ha sido sustituida por una troupe de torpes prestidigitadores a los que se les han muerto las palomas hace mucho tiempo.

¡Ya han montado sus tenderetes, financiados por aquellos que apuestan siempre a todos los caballos, y ya están empezando a tratar de agitar a la legión de calvos, señalando a los verdaderos causantes de su alopecia!

Los políticos. En bloque. No las personas. La profesión.

Acordaros de aquel mequetrefe austriaco del bigotillo de mosca y aires de orador de barbería, en los años treinta. Pronto encabezó las masas de descontentos hambrientos. Solo tuvo que encontrar al “culpable”: los políticos de la República de Weimar. “Sucios tramposos embaucadores de la buena fe de un gran pueblo, traicionado previamente por esos mismos tramposos de la política”.

Aquí, en los años noventa, toda una generación de estúpidos impacientes con aro en la oreja, fue encandilada por un personaje con pinta y tabarra de dependiente pelmazo de El Corte Inglés, que promocionó ante la audiencia de la escasa media docena de neuronas que poseía aquel club de cretinos, el prodigioso atajo financiero recién descubierto por él, llamado “El Pelotazo”.

Lo que queda actualmente de ese empalagoso tahúr se asomaba hace un par de días por la pantalla del televisor en casa de los que necesitan urgentemente un milagrito.

En el plató, cuatro periodistas comentaban la movida. El habitualmente desmitificador Alfonso Rojo, defendía la idea de que es muy sano que entren en política personajes ajenos a esa profesión, como ocurre frecuentemente en los USA.

Olvidaba decir Alfonso que en ese país los outsiders pertenecen siempre a uno de los dos grandes partidos en liza, como fue el caso de Ronald Reagan o Arnold Schwarzenegger, miembros del Partido Republicano.

No suelen ser visionarios creadores de “terceras vías” como han sido los casos de Marina Le Pen y su BleuMarine, Rosa Díaz y su UPyD, Jesús Gil y su GIL, otros ruizes-mateos, y ahora este calamidad.

En otra silla de pontificar se aposentaba esa especie de muñeco de ventrílocuo de tertulia llamado Javier Nart, que suele auto-divulgar un currículo personal que es el asombro de propios y extraños por la aparente imposibilidad física de que haya podido hacer tantas cosas importantes como declara, en el número de años que aparenta haber vivido.

Y, por si eso fuera poco, esta perla añade al resto el dudoso mérito de ser el cursi más pedante de las ondas hertzianas, cuyo incomparable truco estilístico consiste en expresarse únicamente y sin excepción, con frases lapidarias. En esta ocasión y fiel, una vez más, a su peculiar modelo prosódico declaró : “Creo en el mensaje, pero no creo en el autor”. Y se quedó tan tranquilo.

En general esa era la “opinión” más generalizada en aquel “erudito” sanedrín. Todos los reunidos se pusieron a participar con entusiasmo en el  populista concurso del “tiro al político”, suscribiendo al pie de la letra la demagogia extra-plana del ex-banquero-ex-convicto-ex-presidiario.

Este, en medio de un galimatías lingüístico huérfano de la más misérrima retórica, y en el que uno, al cuarto de hora de tabarra, trataba inútilmente de identificar un par de ideas hilvanadas, engolaba de vez en cuando su voz de feriante afónico, para recriminar a los actuales gobernantes su vergonzosa FALTA DE MORALLLLLL…

Así, rodando incansablemennnnnte la ele, para darle ese énfasis especial, propio de un torquemada de aldea dirigiéndose a sus acojonados feligreses desde el púlpito de su chamizo. Este personaje, que se ganó esa reverencia tan ibérica de los que admiran las hazañas del Dioni tanto como a los números uno de las oposiciones a la Abogacía del Estado y por idénticas razones (que sería largo exponer aquí), anunciaba con aire apocalíptico la buena nueva de su “vuelta” a la palestra política.

Que un rufián de pacotilla, como este, se permita hablar públicamente de moral en un país que presenció y financió la insufrible serie de juicios que acabaron por dejar en unos pocos años de trullo, para un chorizo perfumado con Varón Dandy como él, lo que debería haber sido una condena ejemplar, tendría que ser suficiente pista para acabar de entender la madera de la que está hecho ese país.

La única buena noticia en medio de todo este carajal es que, como país original, el nuestro bate récords. Y si en todos lados el estado providencia suele ser una tienda, un mostrador de reparto a pie de calle, aquí no. Aquí tiene dos plantas.

La primera es la normal. La del estado benefactor. La segunda es la correspondiente a la economía sumergida. Y precisamente es en esa otra instancia, delictivamente providencial, donde reside la única causa por la que, afortunadamente, los zombies lo tienen aquí bastante más crudo. Por ahora.

Porque no hay que olvidar que, por ventura para nosotros, para que el mencionado macarra del bigotito de mosca pudiera montar la que montó, tuvo que vivir en un país en el que, en 1933, a falta de carbón se atizaba la calefacción con toneladas de los devaluados reichmarks de la época y, durante las noches, se guardaba sitio en la cola de la comida benéfica.

De momento, aquí seguimos con el tinto de verano, y que no falte.

¡Aunque sea Don Simón!

martes, 28 de agosto de 2012

We don't walk alone

En la evolución del contexto cultural en el que nos movemos desde hace bastantes años los sujetos de mi edad y generaciones adyacentes, y a lo largo de todo este tiempo, se han ido extraviando muchas de las referencias morales que nos parecían esenciales, y aún nos lo parecen a algunos, para la construcción de los observatorios desde los que elegimos nuestras prioridades.

Pero eso, siendo lo malo del asunto, no es lo peor. Lo peor es que esas pérdidas no solo no representan lamentablemente ninguna inquietud para la mayoría de nuestros conciudadanos, sino que los vacíos que dejan se van transformando en balizas del nuevo sendero por el que discurre el ser humano en dirección a una nueva versión de la cultura, cuyos primeras manifestaciones me producen escalofríos.

Este estado de cosas ha provocado, hace ya cierto tiempo, la aparición en muchos de nosotros de algunas estrategias defensivas; la generación de algunos anticuerpos que nos permiten una inquieta pero, de momento, eficaz inmunidad, aunque me temo, ojalá me equivoque, que con fecha de caducidad.

Así pues, se han operado algunos cambios. Por ejemplo, la selección de las  referencias culturales, políticas y, en definitiva, morales que tradicionalmente llevábamos a cabo entre las elites intelectuales, siempre había estado más o menos ordenada por géneros, o segmentos creativos homogéneos. Filosóficos. Literarios. Musicales. Pictóricos. Cinematográficos. Etc.

Esto ha cambiado para mí desde hace tiempo, y esa discriminación de mis guías intelectuales ha tenido que desechar aquel criterio selectivo clásico, siempre respetuosamente distante, para dejar paso a otro más  elemental, más próximo. Más sintético, porque tal vez se ha hecho más urgente.

Un criterio en el que el elemento cardinal está directamente relacionado con una única y mucho más esencial actividad del autor: aquella en la que vive su propia historia. Esa historia íntima que se destila después de múltiples maneras en su obra. Tal vez esto parezca a primera vista tan simplificador como pretencioso. No lo es para mí.

Se trata de acercarse a alguien que posee un particular sentido de la vida y lo manifiesta a través de una actividad intelectual. Y lo hace de un modo tan evidente, tan desnudo de artificio, que parecería que la forma concreta de esa actividad, la novela, el cuadro, la película, etc, es decir, el elemento conductor cuya perfección nos invita a aproximarnos, se situase deliberadamente en una especie de segundo plano.

Ese acercamiento produce un efecto clarificador en el lector-espectador.  Este se ve inesperadamente identificado con el material más genuino del proceso creativo de ese autor, y que es aquel que mejor lo identifica. No solamente como artista o creador sino en su totalidad. Es decir, como ser humano.

La proximidad con el creador no es ya únicamente de naturaleza estética, como solía ser en términos clásicos; posee más bien un sentido de identificación personal más universal, en el que el goce de la obra es inseparable de una especie de sentimiento de intimidad entre los propios principios y los del autor. Es el maestro-amigo.

Y es entonces cuando se produce el efecto más sorprendente. De pronto, las personalidades de algunos autores, creadores de obras en diferentes disciplinas, que jamás se habían presentado ante nosotros más que con su exclusiva identidad artística, aparecen estrechamente relacionados entre sí por una misma esencia: su común visión general de la vida.

Naturalmente, para mí, mis guías tienen algo más en común. Son personas heterodoxas. Especiales. Difícilmente encajables en los rígidos anaqueles de la cultura oficial. Están en ellos porque sería impensable ignorar el mérito de su quehacer; pero por más que los pusilánimes del canon intenten encontrar un espacio reconocible que los pudiese acoger para su propia tranquilidad, solo encuentran el de “inclasificables”.

Y, algo aun más definitivo: la izquierda, que no pudo nunca recuperarlos para sus filas, como suele intentar con cualquier intelectual notable, no ha tenido más remedio que homologarlos culturalmente, aunque en términos ideológicos los deteste.    

­¿Qué relación se podría establecer, por ejemplo, entre autores tan aparentemente diversos como el historiador Georges Bensoussan; el director de cine Clint Eastwood; el chanteur Georges Brassens y el literato Mario Vargas Llosa? Si partimos de un  criterio estrictamente profesional, ninguno. Salvo el hecho, claro está, del reconocimiento unánime de su maestría, del que todos ellos gozan en sus respectivos círculos.

Todos ellos poseen, así mismo, una trayectoria profesional lo suficientemente dilatada y coherente, como para poder identificar sin error esos principios de los que estamos hablando, que transcienden su obra, y a los que habrá que empezar a llamar por su nombre. Los  principios morales. Y su consecuente proyección ética y estética, claro.

Un análisis atento de la obra de los cuatro nos muestra una evolución, en la que a medida que iban alcanzando esa madurez formal que proporciona al autor un lenguaje propio, se nota un progresivo interés por lo esencial, una especie de necesidad de dejar claro qué es aquello que realmente importa.

Y sino, comprobémoslo.

George Bensoussan, del que tengo el honor de ser amigo, no es únicamente un gran historiador. Es mucho más. Su dedicación al estudio de las obsesiones genocidas de la vieja Europa, que culminan hasta ahora con Auschwitz -ese hecho histórico que marcó para siempre la conciencia de la humanidad- ha dado como resultado uno de los más importantes trabajos de reflexión histórica sobre la condición humana actualmente, y sin cuyo conocimiento resultaría casi imposible comprender qué nos pasa ahora mismo.

Su trabajo incesante para la difusión entre los más jóvenes  del conocimiento de nuestros hechos más reprobables, y los precedentes que ayudan a comprenderlos como es el miedo a la libertad, no solo representa un esfuerzo indispensable si queremos que la memoria no deje de cumplir su mejor función, sino que contribuye con su lúcida y, a pesar de ello, esperanzada mirada sobre la conciencia del hombre, a que las generaciones que empiezan ahora mismo a vivir puedan evitar la funesta tentación de refugiarse en la indiferencia. 

“En el desarrollo de las sociedades modernas, desde principios del siglo XIX en particular, el hombre ya no es la referencia cardinal que venía siendo en las sociedades tradicionales. Es de ahí de donde procede la nostalgia que nos inspira el mundo que hemos perdido, como si, más allá de las quimeras ruralistas y arcaizantes, alimentásemos en lo más íntimo de nuestro ser, el duelo y el llanto por un universo del que éramos el centro. Haciendo de la eficacia (éxito) el único fundamento de la legitimidad de una acción, el reparto de funciones (especialización) y la técnica nos muestran a un hombre que ha perdido su posición en el centro del cuadro, para ser un simple punto de la periferia del mismo, convertido así en una pasión inútil”. (Europa, une passion génocidaire, G. Bensoussan ,2006)

Mario Vargas Llosa es, fundamentalmente, un testigo privilegiado de nuestra era. No lo digo por el simple hecho de que haya podido vivir íntimamente  los ambientes culturalmente más sensibles de nuestro siglo XX, sino porque al elegir la incómoda posición de “hombre libre”, en medio de los ambientes predominantemente okupados por la supremacía moral de la izquierda, liberó a muchos de nosotros de nuestras posiciones poco confortables en el debate cuando, como sísifos arrastrando la gigantesca piedra de la culpa de nuestro irrenunciable individualismo, se nos precipitaba una y otra vez al fondo del abismo.

Él contribuyó notablemente, al menos para mí, al hallazgo de la clave, simplísima y al mismo tiempo poco menos que innasumible, de la armonización del amor propio (l’amour de soi) con el ineludible compromiso con la sociedad. Y eso, en el dramático momento en el que las construcciones intelectuales de cartón piedra de nuestra juventud se venían estrepitosamente abajo.

Por otra parte, no quiero privarme de la travesura de subrayar el prodigio que constituye, en su caso, el hecho de conseguir hacerse publicar en medios tan hostiles a su proclamado liberalismo como “El País” o “Le Monde”.

¿Sutilezas de su incombustible agente Balcells, musa editorial de la cultura  de izquierdas desde los tiempos añejos de “la gauche divine”? ¿O cálculo económico del sanedrín de PRISA, que pasa por encima del odio africano que provoca el autor en la mayoría de sus fieles catecúmenos, mediante la chapucera coartada consistente en separar al escribidor del ciudadano?

(A propósito de PRISA, debo dejar constancia de la única discrepancia que mantengo con el premio Nobel. Su proclamada simpatía por ese cargante pepito grillo que es Juan Cruz, perejil inevitable, por lo que se ve, en todos los guisos culturales de nuestro territorio hispanohablante)

 “…pero al hombre culto la cultura le servía por lo menos para establecer jerarquías y preferencias en el campo del saber y de los valores estéticos. En la era de la especialización y el derrumbe de la cultura las jerarquías han desaparecido en una amorfa mezcolanza en la que, según el embrollo que iguala a las innumerables formas de vida bautizadas culturas, todas las ciencias y las técnicas se justifican y equivalen, y no hay modo alguno de discernir con un mínimo de objetividad qué es bello en arte y qué no lo es. Incluso hablar de este modo resulta ya obsoleto, pues la noción misma de belleza está tan desacreditada como la clásica idea de cultura”. (La civilización del espectáculo. M. Vargas Llosa, 2012)

Por su parte, el director Clint Eastwood, nos ha dejado, en un trabajo personal, inconfundible, una crónica triste y desolada de la civilización de la violencia autodestructiva (Bird) o social (Grand Torino, Sin piedad) pero también la muestra de su esperanzado sentido de la compasión (One million dollars baby), así como de su irrenunciable pasión de vivir (Los puentes de Madison). Todo ello formulado con un lenguaje, cuya estética hecha de sutiles matices no podría expresar con mayor precisión la actitud ética que anima la mirada de este cineasta sobre la existencia, ni su inmenso amor hacia los seres que parecen encontrase en los márgenes de su banalidad.

El coraje que manifiesta su declarada militancia “libertaria”, en medio de un mundo de corrección política como el de Hollywood, y su nada oculta simpatía política por el Partido Republicano, pone en más de un apuro ideológico a quienes no les queda más remedio que reconocer su inmenso talento, desde posiciones diametralmente opuestas.

Otro ser a quien su enorme corazón no le cabía en su cuerpo de poeta, Georges Brassens, ha impartido durante más de treinta años una de las lecciones de humanidad más fieramente enternecedoras que jamás se hayan escuchado.

Tierno corazón, disfrazado de feroz terrorista de la cultura e insaciable comecuras, armado únicamente con su incomparable lenguaje para fustigar sin piedad a todos los convencionalismos acomodaticios, los nacionalismos aldeanos, las ideologías idiotizantes, la mortal rutina del aburrimiento pequeño-burgués, los militarismos ridículos, los periodistas maledicentes, etc.

Enarbolando siempre un orgulloso pabellón de individualista libérrimo, revindicó, al mismo tiempo y sin sombra de contradicción, el afecto y la amistad incondicionales como valores supremos de las relaciones humanas, y dirigió su tierna mirada conmovida sobre esa legión de humildes seres infelices que suelen rodearnos sin que los veamos, ya fueran putas, huérfanos, borrachos o viejos en trance de despedida.

Nada quedó fuera de su fina observación y extraordinario sentido de la ironía, envuelto todo ello en una poesía llena de clasicismo y construída mediante un lenguaje de una inusitada belleza.

En L’Épave, un borracho, al que en su desventurada noche, y tras ser expulsado de la taberna al acabársele el dinero, los marginales del barrio lo van despojando de lo poco que aun posee, hasta los propios calzoncillos, es descubierto por una pobre puta callejera que, a pesar de su experiencia, se siente escandalizada por su total desnudez y va a llamar a un guardia. 

El borracho, trasunto del Brassens más anarquizante, narra con estupor su decepcionante experiencia, y su asombro alcanza su cenit cuando evoca al madero que lo arropa con su capelina para que no coja frío, tendido como está en el suelo. 

Le représentant de la loi                 El representante de la ley
Vint d’un pas débonnaire                Llegó con paso cansino
Sitôt qu’il m’aperçut                        Y en cuanto me vio
Il s’écria “!Tonnerre!                        Exclamó: “! Rediós !
On est en plein hiver                       Estamos en pleno invierno               
Et si vous vous geliez…”                Y se puede congelar…”            
Et de peur que je n’atrappe            Y temiendo que pudiera
Une fluxion de poitrine                    Agarrar un buen trancazo
Le bougre il me couvrit                   El tipo me cubrió
Avec sa pélerine.                            Con su esclavina.
Ça ne fait rien,                                ¡Hay que ver que
il y a des flics bien singuliers!.         Guardias más raros hay!

Et depuis ce jour là,                         A partir de ese día
Moi, le fier, le bravache,                  Yo, aquel chulo, aquel bocazas,
Moi, dont le cri de guerre                Yo, cuyo grito de guerra
Fut toujours ­­“Mort aux vaches!”      Siempre fue“¡La madera al paredón!”
Plus une seule fois                          Ni una sola vez
Je n’ai pu le brailler                         Volví a bramarlo.
J’essaye bien encore                      Y aunque aun lo intento,
Mais ma langue honteuse               Mi lengua avergonzada
Retombe lourdement                      Se esconde torpemente
Dans ma bouche pâteuse.              En mi boca gangosa.
Ça ne fait rien                                 ¡Hay que ver que
Nous vivons un temps                    Tiempos más raros vivimos!
 bien singulier!

Con esta canción, el bueno de tonton Georges, haciendo de un guardia el único ser al que el pobre borracho conmovió, y en el que encontró un poco de compasión, no dejó de sorprender una vez más a quien no quería ver en él más que a un supuesto revolucionario de manual, cuando, precisamente, su revolución consistió en desenmascarar a esos pretendidos rebeldes de cóctel que siempre están demasiado ocupados persiguiendo fantasmagóricas utopías, mientras a su lado tienen lugar pequeñas historias a las que les hubiese venido muy bien que les prestasen un poco de atención.

Como hacía el tío George. Y como lo sigue haciendo para algunos de nosotros.

El irrenunciable individualismo en el seno de la sociedad; la autonomía profesional; el respeto y la defensa incansable de la libertad y de las leyes democráticas que la soportan; el ejercicio permanente del sentido común; una reivindicación infatigable de la libertad allí donde esté sojuzgada; la nobleza de espíritu; un irónico desdén por las consignas, eslóganes y lugares comunes y, en resumen, una actitud resueltamente moral, forman las opciones compartidas de estas cuatro personas, a las que debemos -al menos yo- una inestimable ayuda en la búsqueda diaria de un camino despejado en la intrincada maraña que nos rodea. 

 Ellos forman hoy por hoy uno de los núcleos intelectuales, sino el más relevante, que todavía me permite relacionarme con aquello que antes llamábamos cultura, sin morir en el intento.

¡Bendigo aquí a la providencia que me permite ser uno…

y no caminar solo!