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lunes, 17 de diciembre de 2012

El horror

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La única manera de evitar que un asesino lleve a cabo una acción tan malvada como esta, es meterle una bala en la cabeza.

¡Lástima que en Newtown no hubiera nadie para hacerlo!

Por favor, pónganse en cola los ciudadanos a los que una declaración como esta escandalice, hasta el extremo de sentirse obligados a detectar urgentemente en mí algún desequilibrio nervioso que les tranquilice.

No se molesten. Eso es exactamente lo que pienso. Esa es la fría, meditada y única conclusión a la que llega un tipo como yo, ante de la noticia de lo ocurrido ayer en esa escuela de un pequeño pueblo del estado de Connecticut.

Creo que la sensación de horror a la que uno se enfrenta cuando lee la noticia del asesinato a sangre fría de veinte criaturas y tres adultos, le provoca una conmoción tal que altera todo los registros de su conciencia y le obliga a mirar de frente el hecho, descartando cualquier subterfugio.

Esa sensación no es más intensa que la que me produjo en su día la masacre de setenta y siete estudiantes cometida por Breivik en Noruega. Ni la que un alemán llamado Tim Kretschmer llevó a cabo en Winnenden con dieciséis victimas; o la de los ocho asesinadas por Pekka Auvinen en la escuela de la localidad de Jokela en Finlandia, etc…

Así podría ir estableciendo un trágico mapamundi de la violencia, que desmintiera esa falacia que permanece oculta dentro del incurable antiamericanismo europeo, en la que se sitúa la sede central de la infamia criminal en los Estados Unidos.

Es el desarme moral de Occidente lo que está detrás de esta orgía de violencia autodestructiva. Las conclusiones apresuradas y simplificadoras a las que nos tienen habituados los medios de comunicación, urgen en escoger, en el repertorio previsto, las “causas” que dejan al verdadero culpable al margen.

Culpable convertido en “víctima”, él mismo, de unas circunstancias sociales injustas. Léase “lobo solitario surgido de la miseria de los barrios periféricos”; “miembro de un pueblo martirizado históricamente, como el palestino”; “ser desesperado cegado por la opresión”, etc.

Eso sí, cuando se trata de un “sujeto próximo a la ideología de extrema derecha”, entonces por fin la compasión se torna indignación. O, en el caso de que el suceso haya tenido lugar en África, la cosa se despacha rápidamente. Ya se sabe... son africanos.

Y, finalmente, si el hecho ha sucedido en los EEUU, entonces la causa son las armas.

Así de sencillo.

Tal vez se podría escribir una historia en la que un arma se escapa de su estuche, en busca del instrumento indispensable para  llevar a cabo su malvado designio : el asesino. Lo irá a encontrar entre los pacientes psiquiátricos que ignoran su patología y conviven con el resto de sus conciudadanos pacíficamente, hasta que el arma profética les desvela su auténtica condición y los obliga a poner en marcha sus violentas pulsiones.

Consecuencia: si no hubiera armas se acabarían los crímenes. Y, de paso, la locura. ¿Cómo no lo habrán detectado los especialistas? ¿Será que los siniestros mercaderes de armas han llevado a cabo una exitosa labor de lobbying entre la profesión psiquiátrica?

La psicoanalista de Tony Soprano hubiera podido obtener un sonado éxito profesional con su paciente, si simplemente le hubiese sustraído el revólver que ocultaba en el bolsillo de la americana. ¡Qué ocasión perdida!

Sin embargo los hechos son tozudos y algunos detalles deberían sacudir la modorra moral en la que chapoteamos, tras el re-descubrimiento del “relativismo moral”, heredero del nihilismo decimonónico.

Por ejemplo, no he leído ni oído nada respecto del hecho de que todas estas tragedias se han desarrollado, sin excepción, en ambientes en los que la única persona armada era el asesino. Por eso, en la mayor parte de las ocasiones, las matanzas tuvieron lugar en escuelas; pero también en clínicas; en colonias de vacaciones, etc. Es decir, en escenarios en los que la impunidad estaba garantizada por la ausencia de una posible respuesta contundente.

Esa cobardía del asesino cabalga, además, sobre la actual cultura de la erosión del concepto de responsabilidad individual; sobre la obsesión por la psicologización de cualquier conducta; sobre la desacralización de la vida humana; sobre la anulación de las fronteras entre el bien y el mal; sobre un rechazo ciego de la identificación precisa del mal, al objeto de combatirlo frontalmente, y sobre rechazo del derecho individual a la propia defensa, que entrega la suerte de la víctima a una especie de ruleta del destino.

 La reivindicación, surgida en la década de los setenta, del “perdedor”(The Loser) como víctima de un orden esencialmente injusto, frente a la figura tradicional del héroe como personificación del bien, representó un cambio mucho más profundo que su mera formulación estética.

Constituyó el triunfo de la filosofía del victimismo, en la que el propio hecho de que la figura del “perdedor” coincidiera con la personalidad del malvado estereotipado, era pasado por alto así como la alegoría moral que contenían la historias con final feliz. Se hacía  prevalecer así el “prestigio” de esa supuesta víctima, como heroico representante de la sacrosanta transgresión revolucionaria anti-sistema.

Ahí es donde comenzó la irresistible ascensión de las nuevas categorías que se han entronizando paulatinamente en nuestra cultura de masas. Ahí es donde “lo oscuro”, “lo feo”, “lo sucio”, o “ lo siniestro” se instalaron como paradigmas de “lo complejo”, o sea, “lo interesante”. Con traca final en esa abominación estética que representó la "Punk-Kultur".

Frente a ello, la supuesta simplicidad bobalicona de la belleza, la bondad o la moralidad, identificadas de esta forma tan sencilla con el conservadurismo reaccionario y “la injusticia” inherente a los principios sobre los que reposaba hasta ese momento nuestra civilización.

Los protagonistas de la nuevas historias de la cultura popular, dejaron de ser los representantes del orden de la reciente sociedad civil y democrática, para ser sustituidos por personajes de moral ambigua, cuando no explícitamente delictiva, cuyas mentes “complejamente” desordenadas servían para sublimar con eficacia los rencores inconscientes y los resentimientos ocultos en las “masas silenciosas”.  

Cuando leo las estúpidas simplificaciones con las que algunos cronistas ignorantes y mentalmente perezosos tratan de explicarnos lo que pasa, identificando en una torpe analogía  la realidad de la población armada actual de los Estados Unidos con el legendario Far West, no puedo por menos que recordar las historias de mí niñez, cuando en aquellos míticos escenarios descritos por John Ford la responsabilidad individual era el único recurso al alcance de sus personajes.

Cuando ningún pseudo-análisis  psicológico amparaba a los malvados. Cuando la vida humana era sagrada porque consistía en la única pertenencia real de los individuos. Cuando la distinción entre el bien y el mal era nítida y el mal era erradicado sin contemplaciones. Cuando los que acababan dónde les correspondía justamente, bajo tres pies de tierra, eran los  “bad-men” y no veinte niños indefensos.

Eran tiempos en los que a nadie se le ocurría plantear una revisión de la famosa Segunda Enmienda de la Constitución americana, cuyo origen republicano ya he narrado en otra ocasión y en cuya filosofía basó un industrial de las armas de fuego un popular apotegma publicitario: “Los hombres nacen distintos. Samuel Colt los hace iguales”.

No hay que extrañarse, pues, de que hoy en día, siniestros sujetos inmaduros educados en ese contexto sin referencias morales solidas, en el que cualquier cosa puede y “debe” ser contestada desde la ignorancia y la falta de un mínimo rigor intelectual, lleven a cabo disparates como el que comento, con una desenvoltura y unas consecuencias tan trágicas.

Siempre cabe la esperanza de que todo esto no sea más que el precio que la humanidad tiene que pagar, en el proceso de cambio de una época agotada, hacia algo de lo que no tenemos ni idea de cual puede ser su futura fisonomía.

Y que a mí, si soy verdaderamente sincero, me da mucho miedo.

viernes, 14 de diciembre de 2012

La Doxa.

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Me han remitido una conferencia leída por mí amigo el historiador Georges Bensoussan, al que he mencionado aquí en otras ocasiones, en un acto del CRIF, Consejo Representativo de las Instituciones Judías de Francia.

En su ponencia, este historiador hace un repaso de la actitud de una mayoría de la intelectualidad francesa actual, con respecto al conflicto palestino-israelí, y constata el conformismo general existente frente a un discurso masificado en materia de cultura, en el que los sucesivos sectores intelectuales ha ido estableciendo a lo largo del tiempo ciertas reglas que ya se han convertido en “evidencias”.

En base a ellas se clasifican los liderazgos y las exclusiones. Es el pensamiento único. Aquel en el que no se oponen argumentos contra argumentos, sino en el que se invita al sujeto a explorar “aquello que piensa en nosotros silenciosamente”, según la fórmula de Michel Foucault. El pensamiento general. La Doxa de los clásicos.

¡Ay de aquél que no se avenga a ella!

Le remití a mí respetado amigo Luis E. el texto y me respondió planteando algunas cuestiones al respecto. Con su permiso le contestó desde aquí a algunas de ellas, porque considero interesante debatir estas cuestiones más allá del diálogo personal.

¿Qué es “judío”? ¿Una religión?¿Un pueblo?¿Una raza?(¡Dios no lo quiera!)

Efectivamente la cuestión del significado del término "judío", ya sea como sustantivo o adjetivo, suele plantear un problema a muchas personas.

Yo solo puedo hablar por mí y creo que, si tuviera esa inquietud, le pediría una definición a cualquiera de aquellos que llevan dos mil años persiguiéndolos. Él debe saberlo… siempre en la hipótesis, claro está, de que hubiese reflexionado alguna vez sobre las "razones" de su persecución, cosa que está por demostrar.

No me he preguntado jamás por la identidad de los judíos porque siempre he desconfiado de todo lo referente a las identidades, en general. Tal vez el haberme dedicado a diseñarlas durante años, en su vertiente corporativa, tenga algo que ver en esa desconfianza.

Mi actual simpatía por los judíos es relativamente reciente. Procede de los años ochenta, en los que una mirada atenta sobre un hecho histórico que no había ocupado, hasta aquel momento, más espacio en mí mente del que cualquier otro, la Shoah, dio lugar a una especie de revisión inesperada de ciertas categorías morales, cuyos valores habían permanecido invariables en mí conciencia a lo largo de mí vida.

Ese hecho conmocionó todo el andamiaje que soportaba hasta entonces esa conciencia. Creo que puedo decir sin temor a parecer ridículamente transcendente que, con el tiempo y la profundización en los diversos aspectos comprometidos en ese hecho histórico, mi ya maltrecho espíritu político, tras la desastrosa experiencia soixanthuitard, me llevó al replanteamiento radical de mis postulados.  

¿Un estado judío?

La aspiración a un estado propio, la lucha consecuente para lograrlo, y su proclamación final, tienen sus raíces legítimas implantadas en ese territorio desértico, aparte de las ancestrales,  en pleno período turco y por emigrantes judíos que llegaron al mismo tiempo que otros emigrantes, procedentes estos de las futuras “arabias, sirias, irakes, y jordanias”.

Estas eran simples regiones del Imperio Otomano hasta entonces, y solo llegaron a hacerse realidad como estados por la voluntad arbitraria de las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial.

Que la supuesta legitimidad de esos estados “creados” sea comparada a la del único estado del mundo que se constituyó por acuerdo de todos los países reunidos en la ONU, podría considerarse una simple boutade, sino fuera por el cobarde cinismo que encierra.

Pero todo ese relato histórico no tiene demasiado valor argumental para mí. La razón suficiente para el establecimiento del Estado de Israel es la Shoah.

La culpabilidad moral que pesa sobre Occidente respecto de esa catástrofe es de una evidencia tal, que basta con comprobar, como señala Bensoussan, los esfuerzos incesantes desplegados para encontrar motivos de inculpación de los israelíes en no importa qué actos condenables, esfuerzos que denotan una especie de conducta patológica.

Un ejemplo de esa peculiar forma de sublimación, por transferencia de la propia culpa hacia la víctima, la hemos padecido y la padecemos aún los españoles desde hace años, en la esquina oriental del Cantábrico.

De todo el catálogo de pecados atribuidos históricamente a los judíos, ninguno ha sido considerado más imperdonable que el de tomar la decisión, tras la catástrofe de la Shoah, de abandonar definitivamente el rol de víctima que la historia les había otorgado.

Asi mismo resulta insoportable la presencia permanente de un estado que nos recuerda nuestra responsabilidad, y al que, a pesar de sus repetidos esfuerzos, los amigos musulmanes no han conseguido aun echar al mar.

Claro, el problema que plantea esa nueva realidad, con el declinar de los eternos recursos acusatorios de misterio, de conspiración, o de poder mundial, etc, frente a una presencia a la luz del día avalada por la voluntad, el esfuerzo, la eficacia y la construcción de una sociedad basada en los principios más elementales de la civilización, es difícilmente digerible por sectores mayoritarios de la sociedad occidental, carcomidos por la mencionada culpabilidad histórica inasumida. 

La prueba fehaciente de ello es la delirante actitud de esos sectores, al poner en platillos morales simétricos a una teocracia que hace del asesinato de inocentes una de sus sendas de ascensión al Paraíso, con un estado en el que, por ejemplo, un juez del Tribunal Supremo, de religión musulmana, metió en la cárcel a un ex-presidente del Estado Israelí, una vez probada su culpabilidad.

¿Podríamos imaginar a un juez de confesión judía condenando a la cárcel por corrupción, en Cisjordania, a la viuda de Arafat, por ejemplo?

Un estado en el que los ciudadanos disconformes con la acción de su gobierno se manifiestan airadamente en las calles y en los medios de comunicación, mientras que los cadáveres de sus homólogos de la franja de Gaza son arrastrados por una motocicleta por las calles de la ciudad, entre el alborozo de los paseantes, no deja demasiados argumentos a cualquier persona de buena voluntad.

Lo demás, para un heterodoxo como yo, es mera retórica. 

La Doxa de la que habla el historiador.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Mis primos.

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No pertenecen a mi familia carnal. Ni son García, ni son Artime. Son Cortés; son Salazar; son Maya; son Giménez; son Gabarri; son Montoya; son Heredia. Y muchos de ellos no son más que Emilito; Quillito; Pepe; Antonio… etc.

Y ahora mismo, en mí reencuentro, son sobre todo Miguel Palacios y sus chicos.

Son mis primos gitanos.

Los encontré cuando comenzaba a encontrarme a mí mismo. Cuando intentaba dar mis primeros pasos de adulto y para ello necesitaba llenar mi mochila con cosas propias, una vez que aquellas que se me habían proporcionado hasta entonces se estaban volviendo insuficientes, dudosas o demasiado manoseadas.

Y así, al lado de Frederic Chopin, Anton Dvorak, y Ludwig v Beethoven, coloqué sin el menor esfuerzo a Charly Parker, a John Coltrane y a Miles Davis; a Carl Perkins, Elvis Presley y Eddy Cochran; a Yves Montand, Lèo Ferré y Georges Brassens; a Domenico Modugno, Marino Marini y Tony Dallara.

Y, al lado de todos ellos ocuparon un lugar destacado Manuel Soto “El Sordera”, “Fosforito”, “Chaquetón”, José Menese, Enrique Morente, María Vargas, tía Anica “La Periñaca”” y Dolores Vargas “La Terremoto”.

Porque, en pequeñas capitales provincianas como Oviedo, cosas como la naciente afición al cante tenían la ventaja de la proximidad con los protagonistas. Y así conocí a un vendedor ambulante de telas, gitano de origen catalán, de nombre Antonio Cortés, que si bien no era un virtuoso de la guitarra poseía los conocimientos y el arte necesarios para iniciarnos, a mí, y a una buena parte de la joven burguesía local en los principios del compás.

Más tarde un sobrino de D. Antonio, Pepín Salazar, llegó a acompañar como primera guitarra a Pilar López y su gran ballet español, en sus giras internacionales. En esa época también conocí a Emilito, enorme guitarrista de Antonio Gades, y enorme persona llena de simpatía e ingenio.

En el principio de los setenta conocí al boxeador Antonio Jiménez “Gitano Jiménez” . Doble Campeón de España en los pesos ligero junior y pluma, y Campeón de Europa de los pluma. Antonio invitó a su boda algunos amigos entre los que me cupo el honor de figurar . Y una boda gitana no es cualquier cosa.

Otro Giménez, Pepe, malvivía de la caridad en Oviedo y compensaba con un bastón y una tablilla la malformación de un pié que padecía, para llevar a cabo su afición al taconeo sin perder el compás en las fiestas a las que le invitaba aquella pequeña burguesía éclairée ovetense.

Después, mientras estudiaba en Madrid, la influencia de Peret y el “ventilador” nos proporcionó a mis amigos y a mí una cierta notoriedad como rumberos, con la que nos garantizamos la invitación a un sinfín de eventos con mantel y copa, en aquella aparentemente interminable fiesta que fueron los años sesenta.

Aquella creciente afición al cante constituyó la clave de la armonía y la naturalidad con la que siempre pude aproximarme a esas excelentes personas que son los gitanos. Así conocí en mis años malagueños a un inconmensurable artista de la danza como fue Mario Maya.

En los años ochenta descubrí el Estrecho y en él a otro personaje inolvidable. El “Quillito”. Pescador habilísimo, me permitió acompañarle en sus “pescatas”, aunque siempre se escurrió a la hora de enseñarme su arte. Ellos son así. Pero donde nos hicimos parientes fue en las fiestas en las que le encargaban de cantar y a las que me llevaba de guitarrista. Menos mal que él era lo suficientemente bueno que no se notase mucho mi deplorable técnica a la hora de acompañarle una farruca.

Pero la fiesta se ha ido acabando y uno se va quedando solo, y como ese era el vínculo que me había relacionado siempre con esa otra rama de mi familia, ya hacía tiempo que no la frecuentaba.

Pero, en una de esas piruetas a la que tan aficionado es el destino, de pronto, han vuelto a aparecer en mi horizonte. Y lo han hecho de una manera absolutamente inesperada para mí.

Miguel Palacios, un gitano cabal, pastor de la Iglesia Evangelista, iglesia que tiene entre los gitanos un gran predicamento, nunca mejor dicho, se vinculó a una iniciativa emprendida por algunos enseñantes del Liceo Francés de Madrid, y que tuvo por objeto una visita conjunta de alumnos de esa institución y jóvenes gitanos de la parroquia de Miguel, al campo de exterminio de Auschwitz.

Miguel hace años que se interesó por la historia del genocidio gitano llevado a cabo por la barbarie nazi. Ha estudiado este acontecimiento a fondo, acudiendo por ejemplo a cursos dictados por el Centro Yad-Vashem de Israel.

La historia de esa otra abominación es casi desconocida. Pero, pese a la diferencia cuantitativa que presenta frente a la Shoah, además de otros aspectos que pueden, así mismo, distinguir a ambas tragedias, no por eso deja de representar la voluntad de aniquilación de un pueblo por parte los verdugos pardos.

Este reencuentro que he tenido con mis primos ha estado lleno de nuevas emociones, al tener lugar en un contexto totalmente nuevo para mí. He asistido y participado modestamente al acto de clausura del viaje, en un ambiente de fuerte emoción.

La solidez moral de ese conjunto de muchachos gitanos que he podido constatar, tiene un significado totalmente distinto del que pude observar entre sus jóvenes compañeros de viaje payos. Y lo tiene especialmente para mí, porque resultaba evidente que mi vieja relación afectiva con ese pueblo me proporcionaba una proximidad que no podía ser experimentada de igual manera por el resto de asistentes.

Mi relación con los gitanos que he conocido a lo largo de mi vida, de diferente condición social o cultural, ha constituido uno de esos escasos privilegios que un ser humano tiene la ocasión de disfrutar.

Su sentido del respeto, del honor en su más legítima expresión, su buena educación y, sobre todo, su fiel afecto, si uno es capaz de hacerse merecedor de él, constituyen un capital a plazo de una vida entera. Son inextinguibles.

No conozco ningún otro colectivo en el que esas condiciones sean más generales, más homogéneas y más duraderas.

Por eso quiero tanto a mis primos.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Malas noticias, para variar.

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Son tres.

La primera nos informa de la decisión del gobierno español de votar en la ONU a favor del reconocimiento, por parte de esa organización, de la Autoridad Palestina como Estado no Miembro.

La segunda, es la exhumación del cadáver de Yasser Arafat para someterlo a un nuevo examen, por parte de una comisión “experta” , que determine si la muerte del dirigente palestino fue debida a un envenenamiento.

La tercera, da cuenta de la petición al gobierno de Hungría, por parte del líder del grupo parlamentario del partido de extrema derecha Jobbik, de una lista de los judíos que representan una “amenaza para la seguridad nacional”.

Respecto de la primera de estas pésimas noticias cabe decir que, de los dos bloques en los que Europa se ve dividida con relación a la demanda palestina, España ha escogido el peor. Como Francia, sin ir más lejos.

Es obvio que el resultado de la votación de la Asamblea General de la ONU va a ser favorable a la petición. La mayoría de los estados miembros de esa organización corresponde a aquellos en los que la democracia brilla por su ausencia. Pero, en la práctica, nada cambiará sobre el terreno. No existirá un Estado Palestino soberano hasta el momento en que Israel lo reconozca. Y ese reconocimiento solo puede llegar si se alcanza un acuerdo directo entre las dos partes.

Pero que un gobierno como el nuestro, que día tras otro nos recuerda su posición de rechazo riguroso frente a las pretensiones negociadoras de los terroristas de ETA y que no cesa en sus reproches a aquellos que han contribuido a la presencia de los representantes de esos terroristas en la instituciones, se avenga a colaborar en la consecución de un triunfo político, no por más simbólico menos peligroso, de los representantes de otros terroristas tan sanguinarios o más que los de la ETA, constituye una mezcla repugnante de cobardía, ceguera y de falta de lealtad a unos principios que, al parecer, aquí son de quita y pon.

Que un país como Francia lo haga, entra dentro de su tradicional y peligroso juego diplomático, en relación al mundo árabe. Esa actitud fue inaugurada por De Gaulle en 1947, con su complicidad en la fuga de Amin Al-Husseini, muftí de Jerusalem y amigo de Hitler, cuando se encontraba custodiado en Francia por acuerdo de los Aliados en espera de juicio. Esa perla ya había sido condenado a muerte en numerosos países como criminal de guerra, por las atrocidades llevadas a cabo por la 13 SSDivisión “Al-Handjar” creada bajo su patrocinio con bosnios musulmanes.

Ese siniestro personaje, que pertenecía al mismo clan que la madre de Arafat, fue en su día uno de los creadores de la actual galaxia terrorista palestina. Francia pues, siguiendo esa inercia suicida de mirar para otro lado, con consecuencias como la del actual ambiente socialmente explosivo en los barrios mayoritariamente musulmanes de las grandes ciudades, se enfrenta un futuro cada día más inquietante.

Por otra parte, el triunfo de este intento proporcionará a los palestinos la posibilidad, por ejemplo, de denunciar ante el Tribunal Penal Internacional al estado de Israel, cosa que no podía llevar a cabo siendo simplemente una organización terrorista, como hasta ahora. Pero esa plataforma no tendrá consecuencias penales, naturalmente, y la AP lo sabe perfectamente. Pero, claro, es que ella no persigue ese fin. Su objetivo es una vez más el de jugar sus cartas en el tablero en el que sabe que gana la partida mano a mano : el de la propaganda. El TPI es un púlpito más desde el que proclamar la culpa secular de los judíos.

Las declaraciones de nuestro ministro de Asuntos Exteriores pretextando una supuesta contribución a la paz en la zona, no pasarían de ser una simpleza intolerable, en alguien con su nivel de responsabilidades, si no fuera porque refuerzan la posición de una de las partes del conflicto.

Una parte que no ha desperdiciado, hasta la fecha, ni una ocasión de apoderarse repetidamente de las portadas de todos los medios de comunicación mediante la estrategia de acudir a las mesas de negociación durante meses, cuando tenían decidido de antemano romperlas en cuanto ya no quedasen más aplazamientos para la firma de esos acuerdos.

Que todo un ministro de Exteriores de un país como España ignore una estrategia tan grosera no es admisible. Israel hace años que propone sin éxito la única forma de solucionar el conflicto: negociaciones directas y sin intermediarios entre la llamada Autoridad Palestina y el Estado de Israel. Pero esa mesa de negociación ha sido, es y será rechazada, simplemente porque implicaría el desenmascaramiento de los verdaderos fines de los palestinos y de sus patrocinadores, como son la destrucción del Estado de Israel, y la expulsión de Occidente de la zona.

Este gobierno, como los anteriores, no sabe qué hacer frente a ese conflicto. Pero considera desaconsejable inclinarse por un estado, que es el único en la zona con el que compartimos los principios de nuestra civilización. O sea con nuestro único y auténtico aliado. Seguramente algún día tendremos que lamentarlo.

Respecto de la segunda noticia, esta no sería seguramente más que una anécdota, propia de una película de bajo presupuesto, sino fuera porque pone al descubierto algunos de los aspectos más abyectos del antisemitismo.

En un reciente artículo, el filósofo P.A.Taguieff reflexionaba sobre el origen y desarrollo de uno de los postulados de ese eterno antisemitismo, como es el de calificar al pueblo judío de “conspirador”. Aunque el pináculo del monumento a esa “cualidad judía” lo constituye sin duda el libelo “Los Protocolos de los Sabios de Sión”, la cosa viene de mucho más lejos en la historia.

Sayyid Qutb (1906/1966), miembro eminente de la secta de los Hermanos Musulmanes, comentaba la sura V del Corán en estos términos, “…desde los primeros días del Islam, el mundo musulmán debió afrontar los problemas derivados de los complots judíos […] Sus intrigas han continuado, y siguen urdiendo otros nuevos hasta el día de hoy.” Esas intrigas serían una tendencia permanente en el espíritu judío, al igual que su propensión a la mentira y sus inclinaciones criminales.

Existen al parecer para los musulmanes una tradición en los envenenamientos judíos, que se remontaría hasta el intento de asesinato por ese método del propio Profeta. Este hecho habría tenido lugar cuando, con motivo de la derrota de la tribu judía de los Banû Nadhîr en la batalla de Khaybar, en el 628, una viuda de esa tribu trató de vengarse, matando a Mahoma mediante el envenenamiento de un plato de cordero que este se disponía a comer. Según la leyenda, el propio cordero habría producido el prodigio de hablar, para prevenir a aquel santo varón del peligro que corría si le hincaba el diente.

A partir de esta y otras leyendas parecidas, según Al-Tabarí el más ilustre de los historiadores árabes, “Los que mueren envenenados son también mártires”. Y si la mencionada batalla de Khaybar representa en la cultura islámica el símbolo de la victoria musulmana sobre los judíos, el intento de envenenamiento del Profeta por la mujer judía ha legitimado la acusación del pueblo judío como complotadores y envenenadores para la eternidad.

Si juntamos estos datos con la sospecha difundida acerca de la muerte de Yasser Arafat a causa del polonio que le habrían inoculado agentes judíos, tendremos el cuadro de referencia en el que situar el previsible hallazgo de las pruebas irrefutables de un siniestro complot sionista, y la proclamación del archi-terrorista Arafat como mártir de la causa.

La tercera mala nueva del día es la que refiere que un sujeto llamado Marton Gyongyosi, líder del grupo parlamentario del partido de extrema derecha Jobbik, tercera fuerza política del país, pretende que el gobierno redacte la lista de aquellos judíos que puedan representar “un peligro para la seguridad del país”.

Esa lista incluiría a miembros del propio parlamento. Esta demanda se ha producido tras la afirmación por parte del ministro de Asuntos Extranjeros, Zsolt Nemeth, de que Budapest estaría a favor de una solución pacífica del conflicto israelo-palestino, que satisficiese a la vez a los israelíes de origen húngaro, los judíos húngaros y a los palestinos de Hungría.

A esta declaración le ha respondido el tal Gyongyosi que Nameth se había apresurado a aliarse con Israel,  según la agencia Hungary.hu. “ Yo sé cuantas personas de ascendencia húngara viven en Israel y cuantos israelíes viven en Hungría. Pienso, asimismo, que ese conflicto representa una buena ocasión para censar a las personas con antecedentes judíos que viven aquí, particularmente en el parlamento y en el gobierno húngaros, y que representan un riesgo para la seguridad nacional.”

Gusztav Zoltai, presidente de la Asociación de congregaciones judías de Hungría, le respondió declarando, “Yo soy un superviviente de la Shoah. Para la gente como yo, esto provoca muchos temores, incluso si sabemos que no persigue más que fines políticos. Pero es una vergüenza para Europa…una vergüenza para el mundo.”

Como era de esperar, posteriormente, el líder fascista se disculpó cobardemente, escondiéndose tras una supuesta mala interpretación de sus palabras. En las últimas elecciones húngaras, en 2010, el partido Jobbik obtuvo un 16,67% de los votos y 47 escaños en el parlamento.

Hay días que sería mejor no levantarse.





viernes, 9 de noviembre de 2012

¡Que siga el espectáculo!

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Me había propuesto no ocuparme en absoluto de la “cuestión catalana”. Pero esa tabarra  ha conseguido hacer girar su insufrible sardana en medio de las ya de por sí aburridas danzas nacionales y, claro, ya no es el mísero debate del separatismo el que me irrita, es su presencia agotadora en cualquier foro al que uno preste atención.

El nivel argumental de quienes no paran de verter su charlatanería en torno a este tema no difiere demasiado del de una bronca en torno a un Madrid-Barça.

Y, sin embargo, esa pelea entre analfabetos tiene la única y lamentable ventaja de mostrarnos una vez más algunos de nuestros más genuinos rencores aldeanos, como si hiciera falta de vez en cuando recalentar la olla de los odios... ¡no vaya a ser que nos estemos olvidando de quiénes somos y de como las gastamos!

Todo esto no quiere decir que debamos ignorar o banalizar los auténticos riesgos de una actitud de total irresponsabilidad como la exhibida por ese condottiero de pacotilla llamado Arturo Mas, que está añadiendo más tensión si cabe, a nuestra ya suficientemente agobiada sociedad.

No es, en consecuencia, que el debate provocado por unos iluminados pueda provocar en sí mismo ninguna inquietud, más allá de un escaso interés antropológico, más bien creo que lo que hace de él un asunto a tener en cuenta es la calculada y peligrosa oportunidad que han elegido para ponerlo en marcha.  

Y lo peor del estado en que se encuentran en este momento un debate como ese es, en mí humilde opinión, la espesa nebulosa en la que se produce, en la que que no se percibe en él más que un ruido de fondo indescifrable, y en el que son muy escasas las voces que se proponen poner al descubierto los paupérrimos fundamentos en los que basan su intento los provocadores.

La estériles generalizaciones; los argumentos pseudo-históricos arrojados como proyectiles retóricos; los rencores imperecederos; las argumentaciones analfabetas que aplastan la razón bajo la masa informe de las emociones más aldeanas, dibujan un panorama estéril y grotesco.

Cuesta trabajo admitir que, en pleno inicio del siglo XXI, ese mito anti-ilustrado que es el nacionalismo, inventado por aquellos melancólicos reaccionarios que fueron los románticos de hace más de doscientos cincuenta años, ocupe el lugar central de nuestras más urgentes preocupaciones.

Sobre todo, si tenemos en cuenta que en su postrer renacimiento, envuelto en una bandera con una esvástica en su centro, el discurso nacionalista (aderezado para esa ocasión con el pensamiento socialista) provocó la mayor catástrofe de la historia de la humanidad.

Parecerá asombroso para cualquier persona sensata que los sucesores directos de las organizaciones de Coros y Danzas del franquismo, engorilados por las flatulentas ínfulas de unos aprendices de brujo del más depurado estilo “Völkisch”, e inventores, como es tradicional en ese tipo de sectas, de una pseudo-historia empaquetada para mentes mostrencas y perezosas, hayan conseguido el disparate de ocupar la primera página de nuestra actualidad, planteando además un chantaje que no por más irrisorio es menos peligroso.

Porque, por si fuera poco, aquellos que pretenden envolver este asunto con pretenciosas ensoñaciones metafísicas, respecto de un fantasmagórico pueblo catalán históricamente inexistente, olvidan o ignoran que el precedente político instaurado por Maciá en 1922 con el partido revolucionario Estat Catalá, obedecía esencialmente a una de las numerosas trifulcas surgidas en torno a las asociaciones nacionalistas burguesas, como el partido de Cambó, la Lliga, y que continuaron a lo largo de la dictadura de Primo de Rivera y la II República en medio de incesantes acciones violentas, tiroteos de pistoleros y vendettas del más puro estilo gangsteril.

Muchos de esos rufianescos episodios fueron impulsados, entre otros, por el propio presidente de la Generalitat de entonces, Luis Companys, que se encontró a menudo personalmente envuelto en nauseabundas historias propias de alguno de aquellos tremebundos folletines de la época, que solían comprar las comadres en los mercados al precio de 5 céntimos.   

Esa es la verdadera historia del catalanismo y ahí están los numerosos estudios históricos que la certifican, para quien tenga un verdadero interés en el asunto.

Con esos precedentes no es de extrañar que surjan, hoy en día y en ese ambiente, renovados aventureros dispuestos a conseguir sus miserables ambiciones de poder pueblerino, arriesgando si fuera preciso para ello la precaria estabilidad actual de un estado como el español, al que lo último que le hace falta, en este momento, es que le organicen un festival folclórico con número de funanbulista suicida incluido.

Probablemente este disparate acabará como es lógico en un fiasco para el pretendiente a virrey de Cataluña, pero esta es una enfermedad con recidivas, como la historia nos enseña. Tenemos próximos avatares garantizados. Seguro.

Y es que el que no se divierte es porque no quiere.


lunes, 5 de noviembre de 2012

Devolver al remitente

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Hace unas semanas leí una carta que Arturo Pérez Reverte dirigida al presidente del gobierno,  que uno de vosotros ha tenido la amabilidad de remitirme.

En ella el escritor expone con sentido común el estado desastroso en el que nos encontramos, analiza las causas más evidentes de lo que ocurre hoy y demuestra el absurdo del estado actual del estado real, con un simple puñado de cifras cuya lectura sería suficiente como para darle la vuelta del revés a toda nuestra administración si hubiese alguien con ese sentido común entre los que deciden.

¿Qué decir al respecto sino suscribir al ciento por ciento su descripción, su análisis, y sus justificadamente airadas conclusiones?

No obstante (siempre hay un pero), ni es el único análisis posible, respecto de nuestra penosa situación, ni creo que sea el más eficaz en el que, en este momento, este prestigioso polemista, con el que comparto el noventa por ciento de sus pronunciamientos (o posicionamientos, en traducción para los menores de cincuenta años), debería invertir su popularidad y su innegable capacidad de influencia.

“El único consuelo es que a esa pandilla depredadora la hemos ido votando nosotros. No somos inocentes. Son proyección y criaturas nuestras.” Lo malo es que Pérez Reverte detecta “la causa”, pero la despacha como simple "consuelo". Y, claro, cuando ya hemos sido consolados, pues eso. A seguir así.

Y esa es la clave. Nosotros. ¿Qué digo, nosotros? ¡Ellos!

Ellos son el 75% de mis compatriotas (¡huy perdón! conciudadanos) que se dedican a votar entusiasmados cada vez que les ponen delante una jaula de cristal en la que encerrar la ilusión de que son libres.

Durante treinta y siete años de mí vida la población en general de mí país me pareció repugnante. Su cobardía; su indignidad; su ignorancia; su fatua arrogancia; su vileza; su amoralidad; su servilismo así como su secular deshonestidad, todo ello, me hacía sentir vergüenza de mi origen.

Ese angustia arrastrada a lo largo de los primeros treinta y tantos años mi vida generó, como compensación para sobrevivir, una esperanza sin fundamento alguno, una quimera, que basaba su frágil existencia en la falacia de que Franco era la causa única, la clave histórica del arco de mí desesperación.

Era tal el deseo ansioso de que algo cambiase algún día, que contra todo análisis sensato, contra toda explicación razonada del franquismo, de su origen y de las razones de su permanencia a lo largo del tiempo, me dejé embarcar en la esperanza de que un país diferente aparecería al día siguiente de la desaparición de la momia.

Lo malo de una esperanza como esa es que se invierten en ella todos los recursos vitales que uno posee, convencido de que cuanto más alta sea esa inversión mejor contribuirá cada uno de nosotros a verla rápidamente realizada.

Lo peor es que, precisamente por el riesgo de perder toda esa inversión, toda esa esperanza, cada decepción sufrida requería y encontraba enseguida una explicación. Y todas las sucesivas explicaciones se depositaban en un contenedor común al que denominabamos piadosamente “falta de experiencia”, para poder seguir confiando en que las cosas encontrarán finalmente (y milagrosamente) su camino hacia la normalidad.

Hasta que un día nos dimos cuenta de que la peor consecuencia que tuvo el período franquista fue la atrofia que sufrió nuestra glándula de madurez. Treinta y siete años de resignación no nos permitieron superar la adolescencia política, y continuábamos creyendo en mitos infantiles como el del “pueblo soberano”.

Así. En abstracto. Como si ese legendario pueblo fuera una inocente masa homogénea y benéfica a la que una desastrosa fatalidad histórica hubiera condenado a sufrir una época de tenebrosa mediocridad, y a la que finalmente otra fatalidad, esta vez feliz, la liberaría de ella definitivamente.

Ese día, cuando la coartada que soportaba nuestro inmaduro determinismo se desmoronó como un castillo de naipes, algunos nos vimos obligados a poner los pies en la triste realidad y a plantear, de nuevo y desde la casilla de partida,  una nueva explicación de los sucedido, esta vez sin maquillaje, y a identificar por fin las verdaderas causas de nuestro infortunio.

Y vuelta a empezar. Solo que esta vez, ya habíamos malversado un montón de años, que tal vez ya sean demasiados para los miembros de la verdadera “generación perdida”, esto es, la de aquellos a los que, como consecuencia de la fecha de nuestro nacimiento, lo único que se nos había permitido había sido el pagar con media vida la “paz” nauseabunda de los asesinos.

Los responsables de lo ocurrido en los últimos setenta y tres años en este país siguen siendo los mismos. Los españoles. Y mientras el destino de ese país siga en sus manos analfabetas los resultados serán también los mismos.

Las causas próximas del erial que describe Pérez Reverte son las que él señala. Sí. Pero tras ellas están las causas profundas.

Mientras los auténticos protagonistas de esas causas, los mencionados españoles, sigan satisfechos de ellos mismos, creyendo que la historia la deben escribir otros, unos representantes con los que comparten mucho más que una papeleta de voto, como es por ejemplo su mediocridad, y que ellos no tienen más responsabilidad que la de seguir sus instrucciones, todo seguirá igual.

Por otra parte, las generaciones que no tienen responsabilidades respecto a lo ocurrido, por su edad, pero que tampoco han tenido acceso una educación adecuada que desarrollase su espíritu crítico, no hacen más que asumir su papel de correa de transmisión, en el mecanismo de la inercia histórica que nos lleva hacia ningún sitio desde 1939.

En este momento como entonces, como incluso antes ya denunciaban los Regeneracionistas a finales del siglo XIX, la constante social de nuestro país es la irresponsabilidad.

Y, de momento no aparece por ningún lado un relato político sensato; un proyecto de país, innovador por su crudo realismo, que nos señale el rumbo para salir de esta desesperante pesadilla, aboliendo de una vez por todas el catastrófico encantamiento en el que este país ha vivido durante décadas.

Algo que nos desencante. Pero de verdad. Que nos libere del trágico sortilegio en el que los charlatanes que hemos encumbrado sin descanso durante años nos han envuelto con nuestra entusiasta aprobación. Algo que coloque, para variar, al individuo ante la responsabilidad de su propio destino.

En términos reales, si tuviésemos el coraje y la honradez  de comparar, sin complejos, la actitud moral del famoso pueblo soberano actual, con la de aquel pueblo sometido durante la dictadura, encontraríamos sorprendentes y significativas analogías que tal vez nos ayudarían a identificar el verdadero fondo del problema. Pero no lo haremos.

¿Os atreveríais a imaginar qué podría suceder si un día, cansado de que sus representantes de cualquier partido legal hayan agotado hasta el fondo su ruinosa chistera y no tengan ni un solo milagro más que ofrecer, ese pueblo soberano se encontrase delante de una oferta mas basta ideológicamente pero más musculosa emocionalmente, que además identificase de manera muy simple su desencanto y le prometiese soluciones rápidas y radicales para volver a estar tranquilos en su casita, a cambio de dejarles las manos libres para manejar el país?

¿Os atrevéis? Yo tampoco. Pero todos sabemos que esos magos con camisas parda o roja siempre están esperando su oportunidad.

Espero que algún día, sin tardar porque no queda tiempo, mucha más gente como Arturo Pérez Reverte dirijan sus cartas, no al Presidente del Gobierno, sino a aquellos millones de ciudadanos que lo votaron, y les digan de una vez por todas que, o dejan de ser los capullos que siempre han sido, desde Pepe Botella para acá, o nos vamos todos al carajo. A lo mejor entonces empezamos a entendernos.

Pero no caerá esa breva. Me temo.

viernes, 19 de octubre de 2012

Monos aulladores


Todos los que peinamos calva lo hemos presenciado muchas veces en nuestra dilatada vida, pero mi creciente rechazo del roce ciudadano me impide constatar si en rigor esto sigue ocurriendo.

La literatura y un cierto cine costumbrista, el de aquellos años en los que con mucha humildad se hacían en este país cosas la mar de dignas, lo han consignado en los archivos de la cultura popular.

Hablo de esa costumbre mostrenca y hortera, para mi gusto, de interpelar a las mujeres a su paso por las calles y plazas, de este y otros países parecidos, que conocemos genéricamente con el nombre de “el Piropo”.

Al menos yo, no tengo noticias de que se haya jamás escrito un ensayo serio sobre la cuestión, siendo así que sí se ha hecho en torno a infinidad de banalidades de mucho menor interés, en mí humilde opinión.

Desde su fondo antropológico y la multitud de concomitancias de orden socio-cultural que podrían extraerse de un análisis de ese comportamiento, hasta el estudio de factores relacionados con posibles desajustes sicológicos en los sujetos que lo practican, pasando por la valoración ética de las relaciones hombre-mujer en ese contexto, siempre me ha parecido que este tema ha sido menospreciado con mucha ligereza por los especialistas. Y así están las cosas, de momento

Pero mira por donde, también existe una inesperada dimensión política del asunto; que es de lo que quería hablaros hoy.

Viene a cuento, tras haber leído un magnífico artículo de una periodista francesa, Elisabeth Levy, redactora jefe del semanario “Causeur”, con cuyos análisis de la actualidad suelo estar habitualmente de acuerdo.

La periodista plantea el asunto a partir de la aparición de un reportaje filmado, llevado acabo por una joven estudiante belga, con cámara oculta, titulado “Femme de la rue”.

En la filmación, dicha joven estudiante recoge la actitud y el comportamiento de unos hombres de un “barrio popular” de Bruxelas, al paso cerca de ellos de una mujer joven y atractiva. Cuenta la periodista que esa actitud osciló en este caso, entre un intento de ligue de trazo grueso, miradas groseramente concupiscentes, tentativas descaradas de pasar al acto, bromas de gran tonelaje o, directamente, el insulto.

Hasta aquí nada que desafortunadamente no conozcamos. El problema comienza con la acogida que este testimonio ha provocado en aquellos medios políticos en los que se está permanentemente en guardia para emprender una implacable defensa de “victimas-de-cualquier-pelaje”, susceptibles de haber sido agredidas por nuestro abyecto sistema.

Aquellos medios en los que, según el filosofo Alain Finkielkraut, se disputan para sus protegidos el título de “mi desdichado preferido” (chouchous du malheur).

¿Y porqué se ha planteado un problema cuando en esos ámbitos de militancia tienen tan clara la única e inconfundible identidad del sempiterno agresor?

Ah, pues muy sencillo. Porque en este caso el choque de trenes se iba a producir, teóricamente, entre dos de esos colectivos de defensa de víctimas indefensas: el que defiende los derechos y la dignidad de la mujer y el que defiende los derechos y la dignidad de los emigrantes.

Bonito, ¿eh…?

Las aguerridas vestales del ultra-feminismo lo tuvieron claro desde el primer momento: “¡Normal!¡Es el machismo de toda la vida que ataca de nuevo, y cada día más!” Ya. Lo malo es que no se trata, en este caso, del machismo de toda la vida. Al menos, no en los términos que sugiere vuestro enérgico improperio. 

Levy pone sobre la mesa el asunto en toda su crudeza al destacar la novedad que supone el carácter de machismo “de importación” que encierra el caso presente. Lo que unido a que el barrio que se ha calificado púdicamente de “popular” en el documental, es en realidad un barrio con una mayoría muy significativa de personas de origen norteafricano, debería poner en un aprieto a nuestras intrépidas amazonas .

Pero despejar de los lugares comunes habituales ese camino y subrayar las singularidades de este caso particular, supone adentrarse en un peligroso campo minado.

Señalar ese aspecto del asunto podría ser calificado de comentario racista por parte de los de costumbre, del mismo modo que se podría arder el la hoguera de los multiculturalistas, si se le ocurriera a uno dejar constancia de que la condición femenina se encuentra en franco deterioro en barrios como el mencionado, frente a la evidente mejoría de la misma en los de predominancia europea.

La periodista observa en su artículo, así mismo, que el frecuente argumento multiculturalista de que nada tenemos de que sentirnos orgullosos frente a otras realidades culturales, ni lección alguna que darles, pone en una balanza nivelada la realidad de Occidente, en cuanto a la condición de la mujer, y la de lugares como Afganistán o Arabia Saudita.

De igual manera es delirante que sea calificado de racista el deseo de que todas las mujeres emigrantes pudiesen gozar de las mismas ventajas adquiridas por las autóctonas de una civilización que, por cierto, ha sido la que ellos han escogido como destino.

Puestas las cosas así, los gentiles defensores de toda clase de víctimas del averno occidental solo encontraron dos salidas dignas, delante de una contradicción aguda como la planteada en este caso.

Por un lado la más sencilla. Ponerse de perfil y mirar para otro lado. “No es más que una agresión machista más”. Arreglado para las feministas.

Por otro, la sempiterna explicación sociológica. “Si esos seres se comportan de esa manera es simplemente porque son víctimas del racismo y de la exclusión, social y laboral, a las que nuestro malvado sistema les condena sin remisión”. Listo para los antirracistas.

Y, lamentablemente, dejándose deslizar por esas fáciles pendientes, también la pobre joven reportera se rindió, parece ser, ante la mirada inquisitorial de su entrevistador del diario Le Monde :” …uno de mis grandes temores era cómo tratar esta temática sin realizar un  reportaje racista. La actitud de una persona no es representativa de toda la comunidad. No se trata de una cuestión étnica sino de un problema social”.

( ¡Lástima bonita, acabaste perdiendo por KO técnico en el último asalto, un combate que tenías sobradamente ganado !)

Al hilo de esta curiosa historia, se interrogaba Elisabeth Levy sobre si no sería conveniente preguntarse el porqué la integración de los sujetos de la tercera y cuarta generación de emigrados encuentra muchas más dificultades que las que encontraron sus padres o sus abuelos.

La respuesta a esa cuestión tal vez habría que buscarla, en la paradoja que supone el que las generaciones anteriores no tuvieran tantos “protectores” como las actuales, y estuviesen obligados a luchar mucho más duro por un techo y un poco de dignidad, de lo que ahora necesitan sus descendientes para comprarse un par de “Nikes” de última generación.

El porqué el progreso del antisemitismo, esencialmente en el seno de esos colectivos, es hoy menospreciado desde la obtusa cabeza enterrada en la arena de los círculos progres del país, mientras el fantasma de una extrema derecha en  vía de extinción en Francia sigue siendo para ellos, como siempre, el único teórico enemigo de los judíos, también llena de perplejidad a la articulista.

Termina Levy con una conclusión pesimista, al advertirnos que aquellos que califican de “patrioteros” a los que ven esa realidad, están desarrollando un peligroso juego en el que si se considera al que ve lo que pasa como un racista, muchos ciudadanos acabarán concluyendo que, al fin y al cabo, eso de ser racista tampoco es el fin del mundo.

Deberíamos aplicarnos el cuento, ¿no creéis?


PS

Y me pregunto yo, ¿qué suponemos que pasaría si un a gracioso de español que está trabajando en Qatar, pongamos por caso, un día que pilló descuidado al policía religioso y se tomó unos gin-tonics de más, se le ocurriera hacerle un homenaje verbal a una silueta oscura de andares cadenciosos? ¿Incidente diplomático o simple recuperación de un cajón de pino, en vuelo oficial?